miércoles, 24abril, 2024
21.3 C
Seville
Advertisement

Y la nave va… ¿Hasta cuándo?

Guillem Tusell
Guillem Tusell
Estudiante durante 4 años de arte y diseño en la escuela Eina de Barcelona. De 1992 a 1997 reside seis meses al año en Estambul, el primero publicando artículos en el semanario El Poble Andorrà, y los siguientes trabajando en turismo. Título de grado superior de Comercialización Turística, ha viajado por más de 50 países. Una novela publicada en el año 2000: La Lluna sobre el Mekong (Columna). Actualmente co-propietario de Speakerteam, agencia de viajes y conferenciantes para empresas. Mantiene dos blogs: uno de artículos políticos sobre el procés https://unaoportunidad2017.blogspot.com y otro de poesía https://malditospolimeros.blogspot.com."
- Publicidad -

análisis

- Publicidad -

Mali, 1988. Remontábamos el río Niger para acercarnos a Tombuctú. A esta latitud, a ambas riberas, ya se extendía el desierto. El barco era sólido, de tres pisos, divididos en clases tal como suele suceder en la mayoría de naves. La docena de blancos que éramos estábamos arriba, con terraza y acceso a un pequeño comedor, junto la cabina. De repente, en la cubierta de en medio (la más grande) los pasajeros empezaron a recoger sus bártulos y resguardarse precipitadamente: a lo lejos, sobre el desierto, una nube inmensa de polvo se alzaba cada vez más sobre el horizonte. Apenas tuvo el piloto tiempo de enfocar la ribera y, a toda máquina, abalanzarse sobre la costa para embarrancar el barco. La embestida de la tormenta de arena fue brutal: la nave totalmente escorada, la visibilidad nula. Duró poco más de media hora, llovió algo de barro y, luego, pareció que ni siquiera había sucedido. Eso sí, salvo que costó unas cuantas horas desembarrancar el barco y colocarlo de nuevo sobre el cauce del río.

Por la noche, llegó otra nube, de golpe: miles y miles de “ephimeras” o algún insecto similar. Invadieron el aire, cubrieron la cubierta, las barandillas, las ventanas del pequeño comedor. A través del cristal, uno podía fijarse en ellas: gráciles, finas alas, lo más próximo que uno pueda observar similar a un hada. Al cabo de una hora, ya no quedaba ninguna. Incluso la brisa nocturna se había encargado de barrer la cubierta.

Aunque esos dos fenómenos aparecieron y luego marcharon, aunque nosotros y el barco seguíamos allí, curiosamente la sensación dejada era sobre nuestra insignificancia, y no la suya.

Políticos como Casado, Rivera, Arrimadas, crecidos en su pedestal, son insignificantes. Tanto como uno mismo y, probablemente, usted. Más allá de la ideología que profesan, como políticos se supone que quieren llegar al poder para mejorar nuestras condiciones de vida. Sin embargo, en este sentido, parece que son insignificantes, pues poco les oímos hablar de ello, sino que más bien enarbolan un discurso de carácter emocional. Llegan como una tormenta, balancean la sociedad hasta escorarla, incluso parece que la única defensa sea embarrancarse en el inmovilismo. Y, tanto ellos como nosotros, seremos barridos en plena noche dejando, eso sí, la nave (la sociedad en esta metáfora) para uso de los que vienen detrás. Si es que no la hundimos.

Opino que, más allá de la pequeña tribu de cada uno (su círculo familiar y de amigos o compañeros de trabajo), nos unimos en “grupos abstractos”. La distinción de clases fue diluyendo, paulatinamente, sus fronteras, y ahora uno no sabe muy bien a qué clase pertenece o si éstas todavía existen y, en caso de hacerlo, qué significan o no. No vemos un partido, por ejemplo, el PSOE, convocando a la clase “obrera”. ¿Existen obreros? Pero, en el caso que existan, parece ser que no les une esta condición. O, al menos, no quieren unirse bajo ella. Los partidos de derechas, vista la dificultad de concretar un mensaje para grupos cada vez más abstractos, apelan a lo emocional para significar. Apelan al individuo, pero desde una emoción “abstracta”, en el fondo des- individualizada, que no es una emoción que nazca en uno, sino inoculada desde un mensaje externo. Un ejemplo sencillo sería cuando se proclama desde el púlpito “veo españoles”: cada individuo que escucha se siente emocionalmente interpelado, pero como individuo no es tal, es insignificante, no significa nada.

Esto permite cohesionar desde una emotividad colectiva. La emoción, que ya decía más o menos Pascal, no atiende a razones. El voto que se otorga a ello es como un cheque en blanco y firmado por el votante, donde la ideología (o ausencia de esta) puede escribir lo que le dé la gana. En el fondo, no hay un compromiso efectivo más allá de defender esa emotividad abstracta.

Vemos como ciertas clases o, si les incomoda el término, grupos de gente con necesidades económicas y sociales concretas, votan partidos que no proponen soluciones para ellos o que, ni siquiera, defienden sus intereses ni los protegen. Se ganan su voto, aunque no exactamente su confianza: no importa, así, si engañan o roban siendo corruptos, porque su atadura es emocional, un vínculo que está por encima de la razón. A veces, uno oye alguien de izquierdas que, ante unos obreros que votan un partido con políticas que los perjudican, dice: <<No lo entiendo, ¿por qué les votan? ¿Son tontos?>>. No: no son tontos, el voto queda al margen de la tontería que cada uno sea capaz de acaparar. Es un voto emocional, basado en un vínculo de pertenencia emotiva. Algo muy difícil de eliminar. Quedarse en la “tontería” del votante es lo mismo que señalar que todas esas generaciones, durante centenares de años, a las cuales el concepto Dios les era satisfactorio, eran tontas. ¿Eran tontas? Otros dirán que estaban manipuladas, y serán los mismos que asegurarán que, estos votantes, hoy en día, también están manipulados. Pero, ¿quién no lo está? La cuestión, también podría ser quién manipula y con qué intereses, y qué recibimos y damos a cambio de aceptar nuestra propia manipulación.

La misma Razón, en sus inicios, fue capaz de suplir la necesidad unificadora tan arraigada en el ser humano. Pero, poco a poco, la sociedad, simultáneamente a la expansión de una visión moderna que abandona (tras la duda y, en algunos casos, la negación) todo aquello que no cabe en la Razón, ella misma se encuentra deslumbrada ante la diversidad o variedad de la propia civilización. La Razón, que pretende concretar cada vez más mediante el método científico, ya no une, sino propicia un sinfín de interpretaciones sobre la realidad. No es que el individuo se pierda en este laberinto, sino que, finalmente, opta por no moverse. En cierto sentido, aun con los vertiginosos avances tecnológicos, la sociedad se estanca.

Llegados aquí, la derecha, entendida como conservadurismo, podría ofrecer una respuesta, pero, paradójicamente, las élites que necesitan conservar su poder (económico, político, social) no pueden permitirse ser conservadoras en un sistema que corre hacia adelante. Necesitan “conservar sin ser conservadoras”. ¿Algo ilógico? ¿Poco razonable? A no ser que ellas conserven gracias a un progresismo desenfrenado. Hoy en día, las élites, para ellas mismas conservadoras, suelen ser muy progresistas en lo general. Hablan del futuro como el fascismo se abrazó con el futurismo (Italia). Y, dado que el primer fascismo se sirvió de la estética a nivel emotivo (y no hay que menospreciar la relevancia que se le daba a la estética en el primer nazismo y fascismo italiano), un regreso a ello no sería “progresista”. Así que la manera de congeniar progresismo (tecnológico) e inmovilismo (social) es desde un vínculo emocional abstracto y trasladar la estética a la tecnología (qué “bonitas” son las cosas que nos rodean). El nacionalismo de la derecha española, en esas élites, me pregunto si es realmente ideológico o es meramente instrumental. Una simple herramienta para vincular votantes emocionalmente. No sé. Veamos.

Lo anterior podría ser una manera, no ya de justificar, sino de posibilitar un sistema basado en la insatisfacción. Visto en perspectiva, un sistema así, es tan absurdo como abominable. El ser humano tiende a crear sistemas que den respuestas satisfactorias, más allá de su veracidad o no, a su modo de vivir. Durante centenares de años, la presencia del Dios es una respuesta satisfactoria, o que la tierra sea plana o el centro del universo. Pero llega un momento en que, por si solas, ya no satisfacen. Y se buscan nuevas respuestas que satisfagan. Son sistemas basados en la satisfacción. Pero, ¿cómo convivir con un sistema basado en lo contrario? El sistema de hoy en día, cuyo nexo en común en las diferentes variantes es el consumismo, se basa en que estemos perpetuamente insatisfechos, en que esa insatisfacción mueva los engranajes económicos del sistema. Y esta misma economía, también tiene una parte alejada del individuo, casi pura, como una divinidad: la prensa económica es como una Biblia en latín para un campesino del medioevo; contiene una verdad inaccesible para la que se necesita un interlocutor, no hay acceso directo. Una persona leyendo “The Economist” o el “Expansión”, nos parece un sacerdote leyendo un texto sagrado indescifrable. Casi exagero. Casi. Atrás quedó el intento pagano de los ’90 de pretender ser todos yuppies y acceder al mundo sagrado de La Bolsa.

La complejidad y diversidad en que se convierten las sociedades abiertas, causa que muchos necesiten algo concreto donde afianzarse. Pero la Razón (la ciencia) ya nos ha dicho que lo concreto es, precisamente, diversidad y complejidad: pretender llegar a unas partículas elementales, tan solo nos sirve para comprobar que no se rigen por nuestras leyes; no dan una respuesta útil al afán unificador del hombre. La necesidad de afianzarse se da en lo emocional, ese vínculo que, finalmente y para regocijo de las élites, se ha desvinculado de las necesidades cotidianas, sumidas en el consumismo. Difícilmente por una barra de pan se derrocará un rey mientras tengamos que trabajar incansablemente para cambiarnos el móvil, el coche, la tele o lo que sea. Y la continuidad reside en que, aquello que poseemos, rápidamente nos insatisface. O, mejor dicho, su utilidad no radica en satisfacer. Ya no hay, ni siquiera, capital, solo consumismo. Las élites han conseguido que el capitalismo solamente sea asunto suyo; el resto de la sociedad ya no aspira a ser más o menos capitalista, sino a ser más o menos consumista, a satisfacerse perpetuamente consumiendo. No se quiere “poseer” capital, se desea “gastar” capital. Tal vez las élites pensaron que, la manera de vencer la lucha de clases (que busca un mundo mejor distribuido), se conseguía tratando de que no hubiera lucha. Prescindir de la necesidad de una victoria que siempre deja derrotados dispuestos a volverlo a intentar. Un totalitarismo que solo existe en unas élites y que, a ras de suelo, no importa demasiado lo que haya, con tal que sean consumidores. Por ello, de vez en cuando, me pregunto si realmente esos partidos son nacionalistas o ello es una mera herramienta que usan a su antojo. Me hace pensar en aquellas reuniones de las familias poderosas de Alemania (“El orden del día”, de Éric Vuillard, Tusquets Editores) que se reunían para financiar cierto partido. Pero la exacerbación de las masas basada en lo emotivo, en la emoción colectiva, comporta un grave peligro: al no referirse al mundo concreto y diverso, al, en el fondo, negarlo sobreponiéndole algo abstracto por encima, no hay margen para que una política concreta satisfaga esa necesidad emotiva creada, y se entra en una espiral que finaliza destruyendo el barco mientras los pilotos huyen en helicóptero y se lo miran desde el cielo: ese otro mundo donde viven, a salvo, las élites, que por algo lo son.

Aunque, el hundimiento de la nave es, siempre, simple alegoría: mientras haya alguien que la mire, que la explique o que la ignore, e, incluso, que no la vea, lo hará desde la suya, y la nave ya será otra. Ya se habrá desplazado. No es que resurja, que reflote, sino que cambia. Si esto es así, lo relevante deja de ser la nave como algo abstracto y pasan a serlo los individuos que viven en ella: cómo viven, cada uno y entre ellos. Pero a las élites (políticas, económicas) esto no les concierne, y la política acaba siendo un reflejo de éstas élites. Un poco apocalíptico, sí, pero no nos preocupemos: mientras consumamos, la nave irá yendo. Al menos, nuestra generación. Las venideras, importan poco.

Si la política tuviera que ver con “el modo” de vivir (la calidad de vida de los individuos, en todos sus aspectos, y si les es satisfactoria), ¿por qué, cada vez más, se está regresando a lo abstracto? Pocas campañas electorales se trasladan a lo concreto: parece que las decisiones aplicadas a la vida diaria se deriven de algo superior. Como si tuviéramos una ley física inmutable y las cosas o acciones tuvieran que adaptarse a ella; y no que esta ley, simplemente, se resigne a ser una explicación de “cómo” se relacionan las cosas. Es decir, el consumismo como “modo” es algo inmutable (¡y abstracto!) al cual se deben ceñir todas las decisiones. Es una especie de pensamiento científico del revés, como, en su momento, adaptar cualquier experimento para que “coincida” con la existencia del Dios, o que la tierra es plana, o lo que deseen. De la misma manera que la existencia del Dios era “real” hace quinientos años, de la misma manera que supeditaba leyes y comportamientos, de la misma manera que miramos hacia atrás, a aquellas fechas, con cierta incredulidad, también podríamos mirarnos a nosotros con cierta sospecha: ¿no podría ser que, de aquí dos cientos años, nos miren de la misma manera? Las revoluciones (no las mecánicas, que siempre regresan al mismo punto) se sustentan sobre hechos y acciones y, a posteriori o paulatinamente, surgen ideas abstractas. Me pueden decir que, por ejemplo, la Teoría de la Relatividad, “surge” del cerebro de Einstein, de lo abstracto, de su idea. Pero opino que es una mala interpretación: la desligan del individuo Albert Einstein, y de los hechos y acciones que posibilitaron su pensamiento.

Referente, por ejemplo, a todo el tema del independentismo catalán, precisamente, lo que no se desea desde el Estado es afrontarlo desde un punto de vista político. Eso es lo que no quieren. Se intenta enfocar desde lo abstracto y, sobre todo, lo emotivo: ¿han visto o escuchado debates que traten de una manera pragmática qué significaría, y qué no, una independencia de Cataluña para sus vidas? ¡Y eso que figura que es uno de los temas más importantes del Estado! Pero sería llevarlo al territorio de la política, y eso es lo que se rechaza: obliga a argumentar, a pensar, a discutir y cuestionar. Mejor dejarlo en el mundo abstracto o, gran error estratégico, trasladarlo al ámbito judicial. Y, si digo error, es porque al tratarse de algo político, enmarcarlo en lo judicial comporta forzar tanto este marco que sus consecuencias son imprevisibles, pudiéndose extender a muchos aspectos de la sociedad. No es necesario que sean simpatizantes con ninguna causa para que aprecien la incoherencia entre el trato dado a los presos políticos catalanes y a los de, por ejemplo, La Manada, los fascistas del ataque a Blanquerna, todos condenados y en libertad. O, más allá de las leyes propias de cada país, la diferente consideración que se le da al término “violencia” que la judicatura española ha forzado, y que, si se corrobora y acepta, deberá trasladarse a todas las consideraciones futuras sobre cualquier manifestación. ¿O forzaremos la nave sólo momentáneamente? O la decisión del juez Llarena de no aceptar la extradición de un acusado (Puigdemont) porque no les es “conveniente” a sus intereses.

Y si la nave continúa yendo, si todo esto no le afecta (ni la corrupción, ni el engaño, porque no tienen consecuencias efectivas sobre el “modo” de hacer, sino sólo sobre casos puntuales), significa que esta nave es autónoma, que los individuos somos meros espectadores. O ni eso: al espectador se le supone un mínimo de atención, y, parece ser, cada vez la tenemos más concentrada en aquello que consumimos o deseamos consumir.

- Publicidad -
- Publicidad -

Relacionadas

- Publicidad -
- Publicidad -

DEJA UNA RESPUESTA

Comentario
Introduce tu nombre

- Publicidad -
- Publicidad -
- Publicidad -
Advertisement
- Publicidad -

últimos artículos

- Publicidad -
- Publicidad -

lo + leído

- Publicidad -

lo + leído