Esta mañana salí de casa temprano. De camino al coche, alcé la mano para saludar a una vecina de mi bloque que paseaba a su perro por la acera de enfrente. Tras quince minutos de trayecto más otros cinco de vueltas para intentar aparcar, me pareció que un coche se disponía a salir de su plaza y, acercándome hasta que el conductor podía verme, le pregunté con gesto de mano y cabeza si iba a salir. Una vez dentro del centro de salud, hice saber a un niño, llevándome el dedo índice de la mano a la boca, que aquel no era sitio para armar semejante jaleo y, tras un rato de espera en mi asiento, me levanté y lo ofrecí con los brazos a un anciano que llegaba. Todas estas acciones componen una simple cadena de indicaciones gestuales relacionadas con el día a día y es que, aunque el habla es la forma más elemental del lenguaje humano y la conversación una de las prácticas más comunes entre las personas, no debemos olvidar la comunicación no verbal como proceso clave que genera canales de expresión vitales a la hora de establecer relaciones con los otros. La imagen corporal, el contacto físico y visual, la expresión facial, los gestos, cargan de significado emocional y cognitivo nuestra intención comunicativa y, en esta sencilla reflexión, en un acto tan sumamente cotidiano que realizamos a diario sin pensar en ello, se basa una parte importante y fundamental del trabajo gestual de un director de orquesta.

Existen muchas técnicas del movimiento en la dirección según las diferentes escuelas que han estudiado esta disciplina. Especial devoción tuve siempre por la que ideó el grandísimo director Sergiu Celibidache, por su interés a la hora de crear un lenguaje fácilmente entendible por todos, niños o adultos, amateurs o profesionales, músicos de orquesta, banda o coro, economizando al máximo los movimientos en pro de un gesto preciso y claro que reduce la necesidad de aclaraciones verbales y dinamiza los ensayos. Una de sus premisas esenciales es la de que el director marca todos los pulsos sobre una línea horizontal creada imaginariamente para hacer ver al intérprete sin gran esfuerzo el tempo de la música, simplemente con la referencia óptica que se evidencia cuando el brazo sale de la línea para volver a regresar una unidad de tiempo después al mismo lugar. Esto permite saber, sin necesidad de ninguna explicación realizada con la voz, cuándo comenzar la música, cuándo detenerla en un calderón, cuándo reanudarla tras él o cuándo cortar el sonido para finalizar una obra o fragmento. Del mismo modo se entienden los cambios de tempo, un ritardando si el movimiento del brazo del director se ralentiza por el camino y tarda más en llegar a la línea imaginaria y un accelerando si apremia su movimiento para llegar antes de vuelta al punto de partida. Sobre esa línea se marcarán los pulsos dibujando un gesto más grande cuando se trata de una música en forte y mucho más pequeño cuando es en piano o la línea tendrá la posibilidad de transportarse hacia arriba para describir timbres más agudos y hacia abajo para timbres más graves, respondiendo a una natural e intuitiva representación visual del fenómeno sonoro. Todo bajo la idea de que lo que es distinto no se dirige igual pues, como el sentido común indica, el acto comunicativo del director hacia el músico no puede manejar un mensaje no verbal igual cuando una música es forte, staccato y rápida que cuando lo es piano, legato y lentamente expresiva.

La comunicación presupone además cierto tipo de emoción. Una adecuada expresión emocional por parte del emisor y un correcto procesamiento por parte de quien la percibe, proporcionan una dinámica que motiva a actuar. Así el director de orquesta interviene en el resultado musical y conduce a través de sus gestos a un impacto en los instrumentistas que les llevará a hacer música de una u otra forma, porque cada director imprime su sello a la interpretación sonora y cada músico recibe y percibe lo que el director le indica a través de su filtro personal, lo que convierte a cada frase musical en un ente vivo e irrepetible. Juega un papel prioritario en el proceso la sensibilidad interpersonal definida como la habilidad de percibir y responder a las relaciones entre las personas y el entorno creado. Cuando los brazos del director, su cara, su expresión corporal, marcan un enunciado comunicativo contrario o incoherente con el sentido del discurso musical, el intérprete percibe un mensaje contrario a sus propias experiencias sensitivas y la música no funciona como debería pero, si ese conjunto de informaciones que el director envía están perfectamente conectadas comunicativamente con lo que la partitura quiere transmitir, la respuesta de la orquesta se acentúa, se intensifica y se crea una trasvase transparente de sensibilidades conectadas que engrandecen hasta puntos insospechados la música, cobrando inmediatamente sentido como proceso artístico.  

Quejas, mimos, insultos, piropos, saludos, modifican y construyen una serie de convenciones en cuanto al lenguaje no verbal a ellos asociado y, tales normas sociales, junto con un estudio pormenorizado del gesto y sus consecuencias, han construido esas diferentes técnicas de dirección en las que hoy día los interesados en esta especialidad pueden y deben formarse. Su adecuada utilización moldea y mejora el resultado musical en un proceso de continuo intercambio activo y estrechamente sensitivo donde director e instrumentistas se comunican. El director adelanta con su gesto cada información de la partitura y construye el desarrollo sonoro de una obra de principio a fin ayudando a la par al espectador a comprender lo que musicalmente está aconteciendo.

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