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La librera calavera Honda-san: Locos por el manga

Alejandro Jiménez Cid
Alejandro Jiménez Cid
Músico y ensayista
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análisis

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Como era de esperar, los japoneses van por delante del resto del planeta en la migración de los formatos del cómic a los nuevos entornos tecnológicos. Algunos de los lanzamientos de manga más interesantes de los últimos diez años han tenido sus orígenes en las entrañas mismas del 2.0, concretamente en Pixiv, una plataforma online enormemente popular en Japón. En esta comunidad virtual se dan cita tanto aficionados como profesionales para colgar y compartir todo tipo de contenido gráfico, desde fan art de videojuegos a porno tentacular. Concebidos en su origen sin intenciones comerciales, de Pixiv han salido comics tan dispares como las impagables joyitas autobiográficas de Kabi Nagata (Mi experiencia lesbiana con la soledad), la incómodamente perversa comedia de instituto No me rayes, Nagatoro de Nanashi… o la atípica obra que hoy nos ocupa, La librera calavera Honda-san, cuyos cuatro tomos acaban de terminar de ser publicados en España por la editorial Fandogamia. El propósito inicial de su autora, Honda, era publicar un diario en viñetas sobre su trabajo como empleada en una librería de Tokio especializada en manga. Sin mayores pretensiones, el cómic era una válvula de escape que le permitiría compartir con la comunidad de Pixiv, siempre en tono jocoso e informal, sus anécdotas con los clientes, sus rifirrafes con los compañeros y, en definitiva, sus estreses cotidianos: inventarios que se eternizan, pedidos que no llegan, almacenes caóticos, visitas de comerciales, firmas de libros… Mientras, de paso, aprovecha para explicar al lector el mecanismo que conecta a editoriales, distribuidoras y puntos de venta. Se trata, por tanto, de un slice of life laboral y autobiográfico.

Como el común de los japoneses, al narrar sus aventuras Honda se esfuerza por resultar lo más educada y respetuosa posible. La librera calavera busca entretenernos y hacernos reír sin molestar a nadie, situándose así en las antípodas del humor ofensivo de publicaciones como El Jueves o Charlie Hebdo. Aun así, la autora no pierde ocasión para disculparse ante el lector a cada paso. Pide perdón casi como acto reflejo. Para evitar problemas de derechos, censura con asteriscos estratégicamente colocados los nombres de obras y personas, físicas o jurídicas, mencionadas en sus páginas. Esto dificulta la lectura al lector poco familiarizado con el universo manga: es fácil saber a qué personajes se refiere cuando habla de Nar*to o de Ak*ra, pero hacen falta más tablas para identificar la serie O**matsu-san o la editorial Haku***sha. ¡Incluso, como autoparodia de su autocensura, rayana ya en la paranoia, anonimiza al pajarito de la red Tw***er cubriéndole los ojos con una raya negra!

Para proteger su privacidad, la de sus compañeros y los demás personajes reales que pueblan la obra, Honda se vale de un recurso verdaderamente original: los representa con el rostro cubierto por estrambóticas máscaras, de las que toman también su nombre. Así, encontramos trabajando codo a codo con nuestra librera a personajes como Máscara de Gas, Máscara de la Peste Negra, Armadura, Casco de Moto, Bolsa de Papel, Farol de Calabaza, Cesto, Máscara de Zorro o Pajarera. Las facciones de todos ellos permanecen invisibles para el lector a lo largo de los cientos de páginas que ocupa la serie. En cuanto a la propia Honda, como el propio título nos adelanta, es una calavera: y no una calavera caricaturesca y simpaticona, como el Jack Skellington de Tim Burton o el Capitán de los Muertos de Joann Sfar, sino una calavera realista, y como tal absolutamente inexpresiva. Por cierto, que la traducción castellana del título original resulta tan eufónica como afortunada: eso de La librera calavera hace una rima chusca que queda muy de título de tebeo, en la línea de Anacleto, agente secreto o La familia Trapisonda, un grupito que es la monda.

Pero, volviendo a la cuestión de la anonimización, semejante elenco de personajes sin rostro plantea un gran problema a la autora: ¿cómo conseguir que comuniquen emociones al lector? A este mismo obstáculo se tuvieron que enfrentar los actores enmascarados de la comedia griega: ya que el golpe de humor no se puede reforzar mediante la gesticulación del rostro, hay que valerse de otros recursos. Así que, si por lo general el manga como género exagera los gestos y las emociones, Honda exagera la exageración, y hace que sus máscaras se comporten de una manera desmesuradamente histriónica: a cada paso sudan, lloran, tiemblan violentamente, gritan, caen de rodillas, irradian líneas cinéticas. Ningún librero de la vida real en su sano juicio haría tales cosas mientras atiende a los clientes o repone las estanterías, pero Honda aprovecha el espacio virtual del manga —espacio de catarsis, una auténtica mangaterapia donde se desatan los nudos del alma— para liberar en sus viñetas todas las emociones contenidas durante la jornada laboral.

¿Está justificada la insistencia de la autora en disculparse, su obsesión por no molestar a nadie con sus historietas? Leyéndolas, descubrimos que sí. Seguramente lo mejor de la serie se encuentra hacia el final del primer tomo, en un desternillante episodio titulado “El cursillo infernal”, donde Honda relata su experiencia en un curso de formación para atención al cliente organizado por los directivos de la cadena donde trabaja (una gran franquicia japonesa, cuyo nombre es ****). Siguiendo aquel viejo proverbio chino que dice “Hombre sin sonrisa no abre tienda”, la empresa impone la sonrisa preceptiva para todos los curritos que trabajan de cara al público; el cursillo consiste en enseñar a sonreír, de acuerdo con los estándares corporativos, a los empleados participantes (o víctimas, como dice la autora). Honda muestra lo ridículo y alienante de la experiencia, poniendo en evidencia todo lo que hay de grotesco en este tipo de filosofías de venta implementadas por las empresas en su afán por rascar unos cuantos yenes más a costa de la dignidad de sus empleados. Pues bien, el episodio no les hizo ni puñetera gracia a sus jefes, y tras su publicación la autora se enfrentó en su trabajo a un auténtico consejo de guerra. Le impusieron que, antes de ser publicado, todo el material de La librera calavera habría de pasar una doble revisión, primero por sus encargados y luego por el comité directivo. Ante una agresión tan salvaje a su libertad de expresión, ¿qué hace Honda? Acata la decisión de sus superiores, se deshace en disculpas, se humilla públicamente (en las propias páginas del manga) y llega a poner en duda sus capacidades como comunicadora: “No quiero que vuelvan a enfadarse conmigo. […] No hago más que causar problemas”.

Se puede considerar La librera calavera como un metamanga, no solo porque nos ilustra sobre algunos aspectos técnicos de la comercialización del manga, sino porque pone de manifiesto ciertos condicionantes externos que lastran el proceso creativo de los comics japoneses. Uno de ellos es la censura y, sobre todo, la autocensura, cuyos resortes se disparan en este caso al atentar contra los intereses corporativos. Otro de ellos es la presión de los editores por prolongar una serie de éxito, incluso cuando el autor ya no tiene nada más que decir y la historia no da más de sí. Esta es la mayor maldición del manga en la actualidad: las series de éxito tienen a menudo un arranque deslumbrante, pero luego se prolongan por inercia durante decenas de tomos repitiendo las mismas fórmulas hasta que el público pierde su interés y el editor da permiso al autor para finiquitar la serie: una especie de eutanasia editorial. En las páginas de La librera calavera, Honda nos va relatando este proceso a tiempo real. En el tercer tomo, la autora deja su trabajo en la librería, lo que debería suponer el fin lógico de su cómic. Pero su editora, Foca (cuyo verdadero nombre es ***da), no se lo permite. El último tomo de la serie consiste en una caótica acumulación de epílogos, historias derivativas y material extra, y en medio de este maremágnum nos encontramos a la pobre (ex)librera calavera superada por las circunstancias, confiándonos con total transparencia sus aprietos como autora obligada a continuar una serie que ya considera acabada. Muy a su pesar, la honradez de Honda al narrar sus tribulaciones nos da una gran lección sobre el funcionamiento de la industria del manga, y de cómo la presión editorial condiciona los contenidos por encima del criterio del autor. Y, por supuesto, Honda, siempre tan educada, pide perdón a los lectores por ello.

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