El gran historiador Eric Hobsbawn, que tituló  dos de sus grandes obras sobre el siglo XIX como La Era de la Revolución y La Era del Imperio, no dudaría en calificar los tiempos actuales, desde la última década del siglo XX, como la Era de la gran divergencia, de la extrema y creciente desigualdad.

Así, las cifras, que como el algodón, no engañan y que resultan tozudas, nos dicen que, según publica una entidad poco sospechosa como es Crédit Suisse, el 1 % de los más ricos posee el 50 % de la riqueza global, es decir, lo que posee el 99 % restante, y que el 10 % más rico en el planeta posee el 87, 7 % de la riqueza mundial, quedando pues para el 90 % restante apenas el 12,3 %. Son cifras que intimidan y que sin duda han llevado a la famosa afirmación de Buffet de que, en la lucha de clases,  los ricos han triunfado total y absolutamente.

Evidentemente, y como afirma el gran historiador Fontana, una de las causas fundamentales del aumento tremendo de la desigualdad ha sido el retroceso que han experimentado los trabajadores “tanto con respecto a las condiciones en que ejercen su actividad como en su remuneración, esto es en la participación en los beneficios que produce su trabajo”. Es decir, paro, precariedad y degradación de las condiciones laborales por un lado, y salarios menguantes y empobrecimiento de los trabajadores por otro.

En cuanto a la degradación de las condiciones laborales podemos hablar en primer lugar de la inestabilidad laboral, inestabilidad en la que ha tenido un papel preponderante el retroceso de los sindicatos como consecuencia de la ofensiva neoliberal y de sus “creadores de opinión”. También resulta significativo que las cifras del paro no hayan bajado apenas desde la Gran Recesión del 2008 y que hoy haya, según la OIT, 27 millones de parados más que antes de la Crisis, algo que ha sido aprovechado por los poderosos, por los triunfadores del 1 % según Buffet dixit, para acabar con el modelo tradicional de empleo y reemplazarlo por distintos tipos de “empleo informal”. De esta manera, hoy el empleo asalariado regular abarca menos del 45 % del empleo global, mientras que la OIT calcula que un 46 % de los que trabajan en la actualidad lo hacen en puestos “vulnerables”, con el riesgo de no tener ni unos ingresos asegurados ni acceso a una pensión. No es extraño pues que Rosell, de la CEOE, pueda afirmar ufano que “el trabajo fijo y seguro es un concepto del siglo XIX”, y que la llamada “Gig Economy”  (la Economía informal de toda la vida) se abra paso para que de esta forma los empresarios se libren de los costes de seguridad social, accidentes, enfermedades, pensiones, etc.

Del paro, de la precariedad y de la degradación de las condiciones laborales ha surgido una situación nueva, la de los “trabajadores pobres”, es decir la de aquellos que tienen un empleo por el que reciben una remuneración que no basta para cubrir el coste de subsistencia. Así, en el año 2015, y en Estados Unidos, según narra Fontana, una encuesta realizada en 22 grandes ciudades mostraba que el 42 % de quienes recurrían a obtener comida de las instituciones de asistencia tenían un trabajo, pero con sueldos tan bajos que no les permitían eludir el hambre. Ello es consecuencia directa no sólo de que el salario haya subido mucho menos que la productividad; es que en la mayoría de los países occidentales hoy el salario real y su capacidad real de compra son muy inferiores al que suponían en los años setenta del siglo pasado. Con el agravante además de se ha procedido a un endeudamiento de los pobres, bien tarjetas de crédito, bien microcréditos o no tan micro, para que no se hundiese del todo su capacidad adquisitiva.

A la destrucción de los derechos laborales, debemos añadir para tener el retrato completo,  el hundimiento en las últimas décadas, y sobre todo desde la Gran Recesión del 2008,  de los derechos sociales y de los llamados salarios indirectos (sistemas sanitarios y educativos), lo cual se manifiesta en muchos terrenos, desde el de las compensaciones por enfermedad o accidentes de trabajo, hasta el de las pensiones por jubilación.

Todo ello, sin ningún género de dudas, sólo ha sido posible por las decisiones políticas que han regulado las “reformas laborales” y la legislación fiscal, por ese círculo vicioso que describió Robert Reich y que implica que una gran riqueza se traduzca en poder político, poder político que engendra más riqueza y más poder. De esta forma un enorme factor de desigualdad lo constituye la disminución de los impuestos con los que contribuyen directamente las empresas y sus dirigentes, disminución que implica el deterioro de los servicios sociales que proporcionan los gobiernos a los “de abajo”, a causa de su incapacidad financiera. En Estados Unidos, así, el tipo máximo pasó del 52 % en tiempos de Reagan al 35 %, mientras que en España se calcula que lo pagan las empresas por impuesto de sociedades ha pasado de un 22, 7 % en 1999 a un 8,3 % en el 2015, concentrándose además esta rebaja fundamentalmente en las mayores corporaciones. A ello hay que añadir la elusión de impuestos, uno de los frutos más rentables de la tan alabada  globalización, y que sólo ha sido posible por la complicidad de los políticos de los estados defraudados. En definitiva, no ha sido la economía, ha sido la política la que ha determinado la Era de la Gran Divergencia, de las desigualdades masivas, y del triunfo inapelable del 1 %, y sólo la política podrá establecer su fin. Si en el pasado siglo pudo ser, recordemos el New Deal, ¿qué impide un nuevo contrato ahora mismo?

 

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