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La indignación del juez Carretero ante los comisionistas Medina y Luceño

El magistrado aplica con sus investigados un contundente sistema de interrogatorio

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análisis

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El juez Adolfo Carretero ha puestos firmes a Medina y Luceño. El instructor encargado del “caso mascarillas” ha interrogado con dureza, sin concesiones, a los dos conseguidores que supuestamente ponían en contacto al malayo San Chin Choon con el Ayuntamiento de Madrid para contratar material sanitario, dando el pelotazo del siglo en plena pandemia. Es justo lo que necesita este país, magistrados audaces que pongan en su sitio a esta plaga de caraduras y jetas que nos asola. En España sobran comisionistas de dudosa calaña y faltan buenos jueces, esa es una de nuestras grandes tragedias como pueblo y como nación. Aquí hay más comisionistas que personas y ya tocamos a veinte intermediarios por barba, o sea un overbooking, un exceso, una explosión de pájaros ávidos de dinero que ni en la película de Hitchcock.

En un momento crítico que exige de buenos médicos para superar la pandemia, de buenos políticos que inspiren confianza para que la ciudadanía no caiga en la desafección y en el nazismo, de profesionales íntegros y honrados en todos los campos y disciplinas, en fin, nos encontramos con un magistrado que no da crédito ante dos monstruos desalmados que no veían enfermos por el covid, sino posibles clientes y cuotas de mercado. “¿Usted a qué se dedica?”, le pregunta Carretero, molesto y con retranca, al hijo del duque de Feria. “Bróker de materias primas, compraventa de minería, alimentación, carne…”, titubea el investigado, que por lo visto lo mismo movía el comercio del pollo que el material sanitario para hospitales. Todo el interrogatorio del juez fue en esa línea entre socarrona y enojada, entre descreída y escéptica con el mundo. “¿Se enteró de que los guantes eran una porquería?”; “¿Me quiere decir en qué ha empleado usted ese dinero [las ganancias por el pelotazo]?”; “¿Le parece normal, si su intención no era lucrarse, una comisión del 80 por ciento por los guantes y del 71 por ciento en los test?”. Incluso le apretó las clavijas a Medina para que aclarase quién es esa misteriosa “amiga común” que le consiguió el teléfono del primo del alcalde de Madrid. “Contacté con Carlos Martínez-Almeida y le dije que teníamos material sanitario para vender, que al ser primo del alcalde imaginé que me podría dar un contacto con el Ayuntamiento”, confesó. Lo cual confirma el viejo dicho castizo: cuanto más primo, más me arrimo.

Ante la maniobra de acoso y derribo de su señoría, Medina encoge los hombros, pone cara de póker y confiesa que su intención era ayudar al prójimo, colaborar con el consistorio madrileño, dar préstamos a otras personas que lo estaban pasando mal. O sea, que era la madre Teresa de Calcuta de los ejecutivos agresivos madrileños. Ahora resulta que Medina y Luceño se creían filántropos, hermanitas de la caridad, el Robin Hood y el Little John del PP madrileño, y lo que a ellos les motivaba era, entre Rolex y yate, entre pelotazo y golpe “pa la saca”, echar una mano a los menesterosos, pordioseros y mendigos con cartela tirados a las puertas de las iglesias de Madrid. Nos han salido comunistas estos dos granujas de medio pelo de la aristocrática biuti.

Hace bien el juez Carretero en aplicarle el tercer grado a los presuntos comisionistas, unos piratas de los mares de China, y hasta en retirarles el pasaporte, no vaya a ser que en una de estas tengan la tentación de viajar al Lejano Oriente haciendo la ruta de la seda en busca del misterioso proveedor malayo que les abría las puertas del lujo asiático. Ya nos da igual si estamos hablando de un juez conservador que imputó a una periodista por no revelar sus fuentes en el caso Lezo. Ya poco nos importa que este togado se hiciera famoso cuando enjuició al humorista Dani Mateo por sonarse la nariz con una bandera de España en un sketch de El Intermedio (llegó a considerar un ultraje a los símbolos del país aquella parodia más bien naif). Y también vamos a pasar por alto que rechazara la imputación por delito de odio a un hombre que había amenazado con una pistola de aire a otro al grito de “moro de mierda” y “maricón” (alegó que el contexto de disputa exculpaba al agresor). En cuanto a su supuesta proximidad con el PP (su hermano Agustín Carretero ha sido alto cargo con los gobiernos de Esperanza Aguirre e Ignacio González, según la Cadena Ser) qué le vamos a hacer. No es nuestro ideal de ejecutor de la Justicia, esa es la verdad, pero un juez está para lo que está, no para caer simpático a nadie sino para aplicar el bisturí del Código Penal con precisión, eficacia y profesionalidad. Aquí ya vamos a lo que vamos y nos conformamos con poco, nos quedamos con la indignación de un magistrado que presiente que dos golfillos quieren tomarle el pelo, con el cabreo de un juez que es el cabreo de todos los españoles, hartos ya de que los duques de una feria macabra sigan haciendo negocio con la miseria de un país, tal como ha ocurrido con nuestra nobleza de alta alcurnia y baja estofa desde los tiempos de Viriato.

Adolfo Carretero se ha convertido en todo un símbolo, el mejor representante de la indignación de un pueblo que descubre, entre atónito y con estupor, cómo dos personajes de la farándula aristocrática se lo llevaban muerto entre los muertos, crudo y con crudeza, mientras la gente vivía el drama del confinamiento, el pánico y los estragos de la pandemia. Solo un juez duro, implacable, valiente, puede enjuiciar penal y moralmente las aventuras de estos dos sinvergüenzas sin fronteras a los que Feijóo, en un exceso de indulgencia y tolerancia, ha calificado de “pícaros” cuando ambos son mucho más que eso. Medina y Luceño quedarán como dos grandes arquetipos de una época oscura de la humanidad; como dos personificaciones de la crisis de valores y del hundimiento de la democracia liberal; como dos retratos goyescos de la Villa y Corte pepera y de una sociedad podrida de egoísmo, de falta de escrúpulos y de inmoralidad.

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