La huida

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la-huidaSe levantó de la cama temprano, aprovechando que él aún dormía. Ella, sin embargo, no pudo pegar ojo en toda la noche; la oscuridad del techo le abrasaba los ojos con su negro colirio, con sus sombras pulposas, chapoteándole en las lágrimas.

Debía iniciar el camino. El suyo. Daba igual la ruta. Cualquiera serviría.

Lo imaginó así despertándose, palpando el margen vacío y fresco de su lado de la cama. Llegado ese momento, ella debería estar ya muy lejos; no importaba dónde, mientras nadie consiguiera encontrarla. Él se daría una ducha confiada y cantarina, tarareando un bolero sin letra de melodía improvisada. Ella –pensaría él– podía haberse adelantado, sí, camino del comedor del hotel para aprovechar el desayuno continental que incluía la reserva. Luego buscaría una muda limpia en el armario, dudando si echar o no un vistazo al vestido que ella había elegido finalmente para la ceremonia, oculto bajo una funda color crema; pero se negaría a mirarlo, por pura superstición. Bajaría luego a buscarla, cada vez más enfurecido, pero el comedor estaría ya sin huéspedes. Pediría un café amargo y una tostada, y el camarero –por fin– cumpliría con lo convenido haciéndole entrega de aquel sobre. Las palabras que ella escogió, apresuradas por el pánico, no significarán nada para él en un principio. Pero todo se irá desmadejando más tarde, tras su cuarta, quinta lectura, de forma cada vez más punzante. Él volverá entonces a la habitación, aún más furibundo, y marcará repetidamente algunos números en el teléfono, justo por este orden: primero a ella, después a su mejor amiga y finalmente a sus padres, siempre solícitos ante el yerno perfecto.

Ahora ella sabe que está en el lugar que le corresponde, aunque sea un lugar desconocido. No importa. A veces, para encontrar el norte en una brújula que parece estropeada tan sólo hay que agitarla con fuerza.

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