Uno cree que nos estamos equivocando en la guerra contra el ISIS, Daesh o como demonios se llame toda esta gente. Los analistas y sesudos de la cosa nos quieren convencer de que a los hombres bomba se les derrota con más policía, espías, armas y contrainteligencia. Craso error, nada más lejos. Eso es precisamente lo que ellos buscan y aman, la violencia, la guerra, la muerte. Es como echar más leña al fuego. Urge cambiar de estrategia de inmediato.

A los yihadistas hay que bombardearlos, claro que sí, pero no con las bombas de racimo del ministro Morenés, ni con la Sexta Flota, ni con los marines feos de Trump, sino con el arma secreta definitiva y perfecta: con el cerdo ibérico irresistible y jugoso. Ellos odian al cerdo porque saben que es el símbolo de lo bueno de la vida, el placer de la gula, el vicio y el pecado de la carne que engancha más que cualquier otra droga en el mundo.

Los de ISIS temen al cerdo más que a la bomba H, más que a los cazas de la OTAN, más incluso que a una mujer desnuda o al mismísimo Alá, y en España lo tenemos mucho más fácil porque nos sobran arsenales de cerdos, nos salen los cerdos por las orejas, ya sean de cuatro patas o tesoreros del PP.

Aquí no tendremos portaaviones, ni armas inteligentes, ni drones de última generación fabricados en Silicon Valley, pero disponemos del lechón de Ávila, que es de una calidad destructiva superior para minar la fe de los yihadistas y hacer que se caguen por los faldones. Aquí, desde Finisterre hasta Melilla, contamos con polvorines y santabárbaras repletos de cerdos, armas de destrucción masiva ideales contra los fanáticos que si nos lo sabemos montar bien pueden terminar con esto en una guerra relámpago.

No se lo he oído decir aún a ningún analista internacional, pero tenemos que bombardear a los barbudos de ISIS con nuestros mejores cerdos, con el cerdo sabio y valiente, cerdos nobles y honrados contra cerdos pérfidos y desalmados, y así la batalla estará ganada sin ninguna duda. Hagamos volar sobre sus cabezas nuestros bombarderos gloriosos cargados de jamones, de galufos, de perniles y jabugos de bellota que no se los salta un gitano. Carguemos nuestros aviones con obúses rellenos de lonchitas serranas criadas en Huelva, en Los Pedroches, en Guijuelo, sin duda bases mucho más eficaces en la lucha contra el terrorismo islamista que las de Morón y Rota.

Lancemos sobre su califato de barbarie y horror nuestras mejores unidades y cabañas, hasta que salgan corriendo en abierta desbandada por mitad del desierto, acobardados, horrorizados, aterrados. Ellos tienen el Corán, nosotros tenemos el cerdo, que es mucho más mortífero si cabe.

El cerdo, ese animal civilizado, pacífico y exquisito que nos salvó de Al Andalus y del islam durante el medievo, es la pieza clave de esta guerra de exterminio total que han desatado en todo el mundo los clérigos locos de las chilabas. Desde Pakistán a Nueva York, desde Indonesia a Marruecos, aplastemos a los extremistas con nuestros cerditos más potentes, sabrosos y aromáticos; minemos sus bases militares y fronteras con nuestros ejércitos de legionarios pata negra; enterremos sus cuerpos monstruosos en el desierto bajo un diluvio universal de cerdos ibéricos.

Puede que los drones y el napalm de nada sirvan contra el fanatismo religioso y el delirio, puede que la cultura, los libros y el amor sean inútiles contra toda esta gente y toda esta peste. Pero podemos llenar la triste y pobre Palmira con un aluvión de cerdos rollizos y alegres, y de paso regarla con buenos caldos de la tierra, Riojas, vinos de Rueda o Riberas de Duero, para que se vayan enterando de lo que es una guerra bacteriológica y no esa mierda de ántrax que ellos manejan. Está más que claro: contra la locura del extremismo, el cerdo extremeño. Que viva el cerdo.

 

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