El presidente de Colombia y ahora Nobel de la Paz, Juan Manuel Santos, junto a su cohorte de escribidores a sueldo, pelotas y aduladores de la habitual nómina, pretende hacernos creer que el verdadero problema de Colombia en estos cincuenta años ha sido la guerra, o lo que algunos llaman en ese país, eufemísticamente, como el conflicto. Pero no es así, la realidad es otra bien distinta.

El verdadero problema, como también el origen de ese supuesto conflicto que desemboca más tarde en la guerra, es la pervivencia a lo largo de la historia de una casta (o lo que algunos llaman oligarquía) que se ha dedicado al latrocinio organizado desde el Estado y al saqueo del mismo en aras del mantenimiento de una falsa democracia sustentada en una ficticia institucionalidad que no es tal, condenando, de una forma supuestamente legítima, a millones de colombianos a la miseria, el hambre y la marginalidad más abyecta.

La violencia en Colombia no solo la ejercen las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), como se nos pretende hacernos creer desde el poder, sino que también se ejerce desde el Estado. El hambre es otra forma de violencia. En Colombia no hay ni democracia ni se respetan los derechos humanos. Democracia no es sólo votar cada cuatro años, es otra cosa. Es un sistema de poderes y contrapoderes, una institucionalidad basada en la independencia de tres poderes (legislativo, judicial y ejecutivo) y un “juego” político donde están garantizados el ejercicio de los derechos y libertades fundamentales, tales como la libertad de prensa, la libre competencia entre todos los actores políticos, la libertad de expresión e información y el acceso a los servicios públicos fundamentales, tales como la salud, la educación y la justicia. Sin esas reglas básicas de funcionamiento no hay democracia, sino otra cosa.

En Colombia, ninguna de esas premisas se cumple y, lo que es peor, quizá nunca se ha cumplido. “Cuando una persona está condenada a vivir en la miseria, los derechos humanos son violados por el Estado en donde vive”, señalaba el sacerdote y activista francés Joseph Wresinski. En Colombia, donde una ralea irrepetible que se cree un destino en lo universal mangonea y desvalija ese país desde hace dos siglos, nunca se respetaron los derechos humanos de la mayoría y más de la mitad del país, me atrevería a decir incluso más, vive en esa miseria vergonzosa a la que se refería Wresinski.

El verdadero problema de Colombia no es la guerra, por mucho que ahora nos intenten vender ese sofisma como la causa de todos los males. Los desafíos reales de Colombia son la inexistencia de un sistema de salud pública, que arroja a millones de sus ciudadanos a una muerte en vida; la escasa o nula calidad de la educación, convertida en un negocio al que sólo acceden los más ricos, y, finalmente, la condena a la indigencia, porque no hay movilidad social a merced de esa clase ignorante, ruin, clasista, racista y endogámica, de todo un pueblo.

Una elite económica y política largaretana, rastrera e innoble que ha condenado a todo un país a vivir de rodillas ante su omnímodo poder. Colombia es el país de la ignorancia y la mentira, la farsa y la impostura. Todo tiene apariencia de verdad pero todo es un sainete, un decorado de cartón y piedra donde se escenifica una comedia que dura dos siglos. La gente vota, incluso se cree que vive en una ficción democrática, pero no es así: es una democracia pervertida, viciada, con instituciones vaciadas de contenidos y donde el Estado es un mero cascarón vacío en manos de una elite dueña de todo sin escrúpulos, ligada directamente a los grandes poderes económicos e absolutamente inmoral, corrupta y mentirosa. Y que han convertido a la depredación, pues no tiene otro nombre, en la norma fundamental que rige a un régimen sin ideología ni ética alguna.

 

UN SISTEMA ABSOLUTAMENTE CORROMPIDO Y NADA DEMOCRÁTICO

La guerra no es el principal problema de Colombia, ni lo ha sido nunca, es tan sólo la consecuencia de un sistema corrompido, sucio, ajeno a las formas y usos democráticos y absolutamente vendido al Becerro del Oro. La única brújula de esta oligarquía infame es preservar el vil metal y sus privilegios desmesurados. Y esa oligarquía a la que ya me ha referido, además, es cínica, hipócrita, soberbia y arrogante, seguramente, la peor del continente, tal como llegó a decir el difunto Hugo Chávez, y tiene a gala el presentarse como moderna, cosmopolita, viajera, preparada y conectada con el mundo.

Pero no es así, son una cuadrilla de haraganes, rufianes, vulgares delincuentes y mediocres sin fronteras que le deben todo a un destino tejido por un destino cruel y caprichoso que ha sumido a esta nación en el más terrible de los atrasos y subdesarrollos más profundos y sofisticados. Controlan todos los medios de producción, las universidades, los medios de comunicación y, por supuesto, las instituciones desde donde ejercen su poder sin límites. Poseen también la tierra, las emisoras de radio y hasta las bebidas gaseosas son suyas. Ni siquiera permiten que los extranjeros intervengan en los asuntos del país, si no es para utilizarlos en provecho propio para beneficiarse de su dinero, contactos y posibilidades de negocio, pero no lo hacen por el bien común y, ni mucho menos, por el interés general, eso les importa, hablando mal y pronto, un bledo. Todo es para ellos y si no es así, mejor destruirlo.

Nadan en la abundancia, mienten sin sonrojarse, se homenajean entre ellos, se entregan medallas, premios y condecoraciones, se reparten las embajadas y los consulados, Colombia es su botín de guerra, una gran finca donde esta manga de chorizos campan a sus anchas con total impunidad y riéndose de nosotros.  Pegan a sus subordinados, como el vicepresidente de la República y futuro amo de Colombia. Viven en una suerte de paraíso terrenal pero real e ilimitado. En ninguna parte del mundo estarían mejor, Miami es para irse de vacaciones unos días y chicanear, pero allá no te dejan mancillar al mundo entero y robar a espuertas como en Colombia. Se ríen de todos, incluidos la camarilla de periodistas apadrinados por el régimen, pero a ellos les da igual todo: son sus meros sirvientes y me atrevería decir que esclavos en todo el sentido de la palabra.

Son un destino en lo universal destinado para el latrocinio sin medida. Lástima que la humanidad no tenga una sola cabeza para cortársela, llegó a decir alguna vez en voz alta el emperador romano Calígula, y nunca una aseveración es más válida para el caso que tratamos. El problema de Colombia no es la guerra, lamentablemente, sino que es otro de una naturaleza bien distinta y tiene más que ver con un país adormecido e inculto hasta la médula y una sociedad civil vendida, doblegada, diezmada y fumigada con gases lacrimógenos desde el poder.

Se aniquiló a un pueblo, y a sus representantes genuinos, si es que alguna vez los hubo, en aras de legitimar el proyecto de la deshonrosa clase gobernante, que consiste en preservar sus infinitos privilegios sin medida y su despótico poder sobre las ruinas de una nación hundida, quizá para siempre, en la miseria secular. Han firmado la paz, dicen estos miserables sin careta, desvergonzados y carroñeros de la peor especie, pero realmente la han comprado para seguir vampirizando a esta tierra rica y prospera desde sus entrañas hasta el infinito de su inabarcable mezquindad.

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