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La guerra de Ucrania: una revisión histórico-política para abordar el futuro inmediato

Los altos costes económicos y sociales de la invasión, sumados a un eventual fracaso militar, constituirían una situación rayana en el ridículo para un líder que se ve con la misión de unir y devolver la gloria al pueblo ruso, y por ello, es de esperar que actualmente esté planeando acometer una huida hacia adelanta, es decir, obtener una victoria militar decisiva frente al Estado Ucraniano

Rafael Satrústegui y Caruncho
Rafael Satrústegui y Caruncho
Doctorando en Derecho, licenciado en derecho y Ciencias Políticas y de la Administración.
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análisis

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La invasión rusa de Ucrania ha tomado por sorpresa a los europeos. Acostumbrados a la paz y sumidos en la búsqueda cotidiana de nuestro bienestar individual, carecemos de herramientas conceptuales que nos permitan comprender cómo alguien perteneciente a nuestro ámbito cultural, y que no se halla en una situación de alarmante pobreza, puede iniciar una guerra que incluso alcanza a comprometer la seguridad global. 

En vista de esta angustiante perplejidad, con el presente artículo, se aspira a hacer un sucinto análisis de los factores que habrían sido determinantes para el surgimiento del conflicto bélico. Los elementos tenidos en cuenta a tal efecto, son los siguientes: los factores desencadenantes de la Guerra Fría, la visión occidental del mundo, el nacionalismo ucraniano, el nacionalismo ruso y el nacionalismo “putinista”. Asimismo, teniendo presente la gran incertidumbre que también envuelve al posible devenir de la guerra, se hace una valoración del curso que está tomando, especulando acerca de lo que podría suceder en el corto plazo.

Comenzando por los factores desencadenantes de la Guerra Fría, estos fueron esencialmente tres:

  1. la ideologización,
  2. la globalización
  3. la experiencia acumulada en la segunda Guerra Mundial

Ideologización

En cuanto al primer factor, se trata de un fenómeno consecuente con la difusión del principio de Soberanía Popular en Occidente. Tal difusión, aconteció a finales del siglo XVIII entre los crecientes elementos sociales afectados por el proceso de urbanización e industrialización, entonces devenidos en burgueses (o “clase formal” según la terminología hegeliana). Éstos, comenzaron a coaligarse en el marco de los Estados Modernos, para exigir la defensa de sus intereses económicos de clase. Dado que sus modos de vida y visión política se presentaban como una tendencia preponderante, se produjo una revolución intelectual. Comenzaron a reivindicar la democracia como el sistema político ideal, al tiempo que, para lograr imponer sus respectivos objetivos económicos de clase, comenzaron a diseñar concepciones del mundo lo más persuasivas posible para los potenciales votantes.

 Al comienzo de esta revolución, las partes implicadas, fueron deslumbradas por las perspectivas de una inconmensurable prosperidad material ofrecida por el método científico. De otra parte, con el afán de acercar a la comprensión del hombre medio sus propuestas, en la práctica, marginaron del discurso político cualquier alusión a realidades metafísicas. Así, el eje de sus discursos pivotó en torno a la reivindicación de los derechos idóneos para el goce de los bienes materiales: la libertad  individual y la propiedad (no olvidemos que el objetivo último del Marxismo era alcanzar el “Reino de la Libertad”). En este marco, aun surgió una tercera vía, fruto de la reconversión de los elementos afines a la tradición. Se alude al Nacionalismo conservador, visión que supedita la consecución de cualquier interés individual a un espíritu nacional netamente solidario y superador de la perspectiva de clases, y que propone como ideal que el territorio de los estados, se ajuste a aquellas tierras y comunidades capaces de desenvolverse conforme a un espíritu de esta clase.

Conviene añadir que el cuño simplista de los enfoques ideológicos determinó su eficiencia para captar la adhesión de los urbanitas, e incluso para captar las simpatías de los rurales (como demostró Lenin). Y que las ideologías presentaron ciertos elementos que los convirtieron en mutuamente excluyentes. En efecto, el marxismo de los obreros planteó que cualquier argumentación de los sistemas alternativos no era sino mera retórica (“superestructura”) orientada a perpetuar la explotación de los trabajadores; el capitalismo de los burgueses señaló el carácter opresor de las exigencias colectivistas de marxistas y de nacionalistas, así como la tendencia asesina del marxismo y belicismo de los nacionalistas; y el nacionalismo tachó de insolidarios y tendentes a generar guerras civiles a las otras dos ideologías. El mundo apenas dejó espacio para visiones tradicionales y teorías eclécticas, viéndose sus profesos cada vez más marginados de la escena política, y crecientemente forzados a militar en alguno de estos tres bloques ideológicos.

Globalización

Sobre el segundo factor, desencadenado desde la Edad Moderna, hay que decir que implicó una tendencia al mutuo acoplamiento de las economías estatales con regiones remotas, sustituyendo el armonioso ideal de la autarquía por una inconmensurable vocación imperialista (al menos hasta la descolonización); y que, además, redundó en la propagación de los medios de telecomunicación.

Experiencia acumulada en la II Guerra Mundial

En relación a esa aludida experiencia acumulada durante la II Guerra Mundial, pueden ser destacados cuatro fenómenos: pese a la adopción por Stalin de la Teoría del “Socialismo de un Solo País” en 1925.

  1. Los occidentales ajenos al marxismo, habían contemplado con horror cómo aquel dictador, sin previo aviso, había invadido y aplicado la doctrina de la lucha de clases mediante  fríos genocidios en Polonia y en los Países Bálticos, (de entre los que destacó la Masacre de Katyn);
  2. Asimismo, tras la culminación de la victoria aliada en 1945, los millones de simpatizantes y agentes del comunismo repartidos por todo el mundo, continuaban observando a la URSS como a un gigante del que cabía esperar apoyo en los procesos de incorporación a ella (como sucedería en Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Rumanía y Bulgaria); ante los sucesivos episodios de devastadores ataques sorpresa (Invasión de Polonia, Operación Barbarroja, Ataque de Pearl Harbour o Bomba de Hiroshima),
  3. Los gobernantes y altos mandos de ambas potencias quedaron sumidos en un acusado pesimismo antropológico, conforme al cual, la detección de una amenaza equivale a su inminente realización, siendo imperativa su inmediata neutralización (Realismo Político y Realismo Ofensivo);
  4. La incorporación de la bomba atómica al arsenal armamentístico de ambas potencias (1949), creo un escenario tremendamente alarmante, el cual, desde 1952 (introducción del bombardero soviético de larga distancia Tu-95), derivaría en la perspectiva de una posible mutua aniquilación (Mutual Assurance Destruction o MAD).

Como consecuencia de la conjunción de los dos primeros factores desencadenantes de la Guerra Fría, (esas ideologización y globalización), los Estados Unidos y la Unión Soviética se contemplaron como sociedades organizadas conforme a sistemas mutuamente excluyentes; y consideraron que la estabilidad de sus respectivos sistemas político-económicos pendía de la auto-contención de la actividad propagandística rival y de sus eventuales ansias expansionistas.

De otra parte, la introducción del tercer factor, determinó que la percepción de semejantes amenazas exigiera esfuerzos inmediatos para la drástica neutralización de  los instrumentos desestabilizadores del rival. Todo lo cual, acaba por explicar el advenimiento de la Guerra Fría.

Asentados los parámetros lógicos del mencionado periodo, conviene tener presente cómo se desarrollaron los acontecimientos. Por lo general, solemos resumir la dialéctica de la etapa subsiguiente hablando de una carrera armamentística que desembocó en un “empate táctico”, forzando a ambas partes a convivir en un equilibrio de mutua disuasión con episodios de paranoia. No obstante, lo cierto es que durante el curso de esta carrera, los Estados Unidos, contaron con estrategas (como Thomas C. Schelling), quienes indicaron que se obtendría una posición hegemónica si se lograse el poder de lanzar un ataque que destruyera la capacidad de respuesta del rival (second-strike capability), convirtiéndose esto en el objetivo más ambicioso del gobierno estadounidense.

Por su parte, la Unión Soviética, con unas posibilidades técnicas inferiores hasta la década de los 70, tuvo como objetivo adquirir la capacidad de, en caso de sufrir un ataque nuclear, poder responder a tiempo para arrastrar a su oponente a una situación similar (Doctrina del Equilibrio de Terror).

Con tales aspiraciones, idearon sendos mecanismos, destacando los misiles balísticos de creciente alcance, el despliegue de ojivas en terceros Estados fronterizos, el desarrollo de submarinos atómicos, los proyectos de escudos anti-misiles y radares-satélite. Es decir, para las élites gubernamentales de estos dos poderes, cada metro ganado para situar estos elementos tecnológicos constituía un avance en la obtención de garantías de su seguridad. Mientras que, padecer la aproximación de los elementos rivales, exigía considerar un ataque nuclear como una posibilidad muy real, y obligaba a realizar nuevas inversiones tecnológicas para, por lo menos, volver al punto de Equilibrio de Terror.

Sabido es que, tras la Caída del Muro de Berlín en 1989, el descrito mundo dejó paso a unos Estados Unidos victoriosos y lideres de un nuevo orden unipolar. Este nuevo orden, fue construido en torno a la idea de que el nacionalismo conservador -siempre representados por el nazismo y el fascismo- así como el comunismo, se habían revelado empíricamente como principios de organización social fracasados. En lo sucesivo, tan solo habría lugar para debates económicos entre élites tecnocráticas, defensoras del neoliberalismo o del keynesianismo. En vista de lo cual, Fukusyama se atrevió a sentenciar que se había llegado al Fin de la Historia. Desde el punto de vista moral, poco inquietaba la irrupción del yihadismo internacional, pues, remitiéndonos a la común creencia en el progreso de los occidentales, no se trataría sino de meros bárbaros, víctimas de un lamentable subdesarrollo económico.

Por su parte, en la Unión Soviética se abrió un periodo agónico, marcado por la estéril intención de Gorbachov de adoptar ciertas reformas económicas liberalizadoras y de descentralización del poder en la URSS. En estas condiciones, en el último tercio de 1991, la unión se vio sumida en una vorágine de golpes de Estado, esclarecedoras de las dos únicas alternativas realistas. O bien retornar a la antigua unión (opción patente mediante el Golpe de Agosto), o bien aceptar la disgregación de las repúblicas bajo un renacido espíritu nacionalista (opción patente mediante los referendos no autorizados de Estonia, de Letonia, de Lituania y de Ucrania).

En esta tesitura, la audacia y el ímpetu revolucionario de los ciudadanos de las repúblicas soviéticas occidentales, frente a la alternativa de caos institucional ofrecida por el orden soviético, incluso acabó por arrastrar a las viejas élites del Kremlin a dar una oportunidad a un nuevo sistema.  En este contexto, el 8 de diciembre de 1991, los  representantes de las tres repúblicas socialistas “rusas” (Rusia, Ucrania y Bielorrusia),  firmaron los Acuerdos de Belavheza, por el cual proclamaban la disolución de la URSS, y se postulaban en la escena política internacional como sujetos políticos nacionales y soberanos.

En relación a este curso de los acontecimientos, el politólogo y profesor de Harvard, Roman Szporluk, señaló en 1994, que el sentir nacional de los ciudadanos de las diversas repúblicas soviéticas europeas, nunca se disipó. Pese a entregar su conciencia a los postulados marxistas, estos engendraron y conservaron sus propias versiones nacionales del comunismo y compartieron un cierto recelo hacia Rusia, siempre vista como el agente preponderante en el proyecto soviético.

Respecto a esta observación, conviene tener presente que, el territorio y las gentes que pueblan Ucrania, en contra de lo que se ha dicho en los últimos años, no son menos. También cuentan con una identidad nacional particular. Si bien hay base para afirmar que, entre los S. IX y XIII, los territorios de la Rusia Occidental, de Bielorrusia y de Ucrania, contemplaron el nacimiento de la etnia “rus” o rusa (como resultado de la unión de los eslavos del Prypiat y de los viquingos varegos), no hay que olvidar que, tras la invasión mongola del territorio ucraniano, sus gentes comenzaron a estar afectadas por factores particularizadores.

 Así, cabe destacar que el núcleo de sus pobladores fue el pueblo conocido como los Cosacos de Zaporozhia, fruto de una conmixtión de rusos con tártaros y con siervos polacos fugados, los cuales desarrollaron una cultura notada por; el desprecio a la servidumbre, por el amor a los caballos, por emplearse como guerreros al servicio de la Confederación Polaco-Lituana y del Imperio Ruso; y por desarrollar una lengua propia, la ucraniana.

Estos, en 1648, formaron una organización política territorial en torno a Kiev llamada Hetmanato Cosaco o  Sich de Zaporozhia. Tal organización entró en la órbita rusa como un Estado vasallo en 1667, a partir del tratado de Pereyaslav; y fue anexionado al Imperio Ruso, mediante coacciones, en 1775. Este último hecho, no logró empañar el particular sentir identitario de los ucranianos, registrándose esta sensibilidad en el contexto de la Primavera de las Naciones de 1848.

Tal sentir, dio pie a que, durante la I Guerra Mundial se formara un parlamento nacional (la Rada Central), el cual alcanzó a declarar la independencia de Ucrania en la llamada Cuarta Proclama Universal, contando con una adhesión lo suficientemente fuerte entre sus gentes ordinarias (socialistas en su mayoría) como para sostener simultáneamente una guerra por su independencia contra bolcheviques, zaristas y polacos. Pese a ello, el conflicto culminó en 1921 con la integración de Ucrania como una república soviética más de la naciente URSS.

Sea como fuere, tras la independencia obtenida por Ucrania en 1991, sus ciudadanos recobraron la soberanía perdida en 1921, imbuidos por un sólido espíritu nacional. Y, como daba a entender el citado Szporluk y parecen demostrar los acontecimientos de las últimas décadas, sus ciudadanos se hallaron – y aún se hallan – en la encrucijada de decidir si tener una política de acercamiento a Occidente o a Rusia. Pero, en ningún caso, existirían dudas acerca de si deberían de renunciar a su soberanía y a su facultad de decidir al respecto.

 Frente a esta particular identidad, tradicionalmente, las élites moscovitas han mostrado una doble respuesta. De una parte, ya desde los tiempos de la zarina Catalina II, a) desplegaron políticas de “rusificación”, tendentes a marginar las manifestaciones culturales propiamente ucranianas de la esfera política (proceso interrumpido durante el periodo 1921-1929 marcado por la korenización o indigenización leninista). Y de otra, b) desde el gobierno de Stalin, se tendió a menospreciar los elementos diferenciales de la identidad ucraniana, magnificando sus vínculos histórico-culturales con Rusia. En este último sentido, ha sido recurrente recordar que desde el reinado de Catalina II, hasta la anexión bolchevique de 1921, el territorio ucraniano fue administrativamente dividido entre las regiones llamadas “Rusia Menor” y “Nueva Rusia”.

Debido a esa segunda respuesta tradicional del Kremlin, hay que decir que, cuando sopesamos los nacionalismos que campan en la Europa Oriental, topamos con una potencial fricción entre rusos y los ucranianos. En efecto, sucede que el Nacionalismo Ruso, reclama la solidaridad de todos los elementos pertenecientes a la etnia nacida en el Rus de Kiev (S. IX), al  tiempo que concreta esos esfuerzos solidarios en la construcción de un proyecto imperial, es decir, en un proyecto de expansión y perpetuación del poder ruso sobre áreas limítrofes, como los son el Mar Báltico, el Mar Negro y los países eslavos. Por extensión, el Nacionalismo Ruso contemplaba la posible salida de Ucrania de su esfera de influencia, como el cercenamiento del cuerpo social ruso y como la neutralización de su capacidad de alcanzar su proyecto imperial. O sea, como una radical humillación nacional. Para prevenir esta situación, en relación a Ucrania, se hace patente la presencia de un partido político llamado Partido de la Regiones, cuyo controvertido líder de las últimas dos décadas, Yanukovic, ha bregado por mantener al país bajo la órbita rusa, incluso a costa de verse implicado en un fraude electoral (Revolución Naranja de 2004). Hablamos de una complicación para el ex-presidente ucraniano que, conviene recordar, excitó el auxilio del Presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, quien negó vivamente tal fraude.

Con esta panorámica, procede tener presente la visión del mentado Putin, protagonista de la actual guerra. Respecto a este particular, podemos tomar como referencia ciertos datos biográficos, sus declaraciones personales,  las consignas de su partido (Rusia Unida) y la simbología de las instituciones públicas implantadas bajo su gobierno. Como resultado, obtenemos un perfil intelectual enmarcado en ese Nacionalismo Ruso anteriormente descrito, presentando una nada desdeñable particularidad: considera su proyecto político, al mismo tiempo, como heredero de la Rusia Zarista y de la Rusia Stalinista de los albores de la Guerra Fría. Ciertamente, ya en el protocolo de Alma-Atá (diciembre 1991), se especificó que la naciente Federación Rusa, asumía la personalidad jurídica internacional de la Unión Soviética, accediendo gracias a ello al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (y al correspondiente derecho de veto). No obstante, el líder petersburgués estiró esta relación entre la entidad zarista y la soviética en sentidos más amplios.  En el año 2005, en el desfile anual de la Gran Guerra Patriótica (término alusivo a la campaña soviética durante la II Guerra Mundial), Putin puso a desfilar a sus tropas exhibiendo símbolos de ambas etapas. Este fenómeno, que desde Occidente se tiende a atribuir a un aparente caos identitario, responde al afán  reivindicativo de Putin de presentar al pueblo ruso como acreedor de un legado heroico, consistente en haber derrotado al Nazismo y ofrecido a vastas regiones del mundo un proyecto de civilización bajo la mano firme del Kremlin moscovita. Desde esta perspectiva, Putin no tiene reparos en elogiar al victorioso y rusificador Stalin como a un ”líder capaz”, sin por ello dejar de tachar como crímenes a sus purgas de opositores.

Su comprensión de la vocación imperial rusa, sumada a saberse heredero del artífice de la Gran Guerra Patriótica, parecen haberlo inclinado a asociar los obstáculos a la unidad de los tres pueblos “rusos”, como una agresión nazi que ha de ser nuevamente neutralizada por los verdaderos patriotas.

 Este último planteamiento, enlaza convenientemente con ciertas circunstancias: durante la Segunda Guerra Mundial, algunos nacionalistas ucranianos sirvieron en las fuerzas armadas del III Reich bajo el mando de su compatriota Stepán Bandera; el auge parlamentario, desde el 2012, de ciertos partidos catalogados como de extrema derecha (Svoboda, Strong Ukraine, Pravy y Sektor RPOL), cuyos integrantes tienen por costumbre rendir homenajes al mencionado Bandera, si bien el máximo porcentaje de votos obtenidos en el 2012 fue de un 17,16%, reduciéndose en 2019 al actual 6,16%; en 2010, el propio ex-presidente del gobierno de Ucrania, Yuschenko, perteneciente al partido liberal-conservador “Nuestra Ucrania”, emitió un decreto condecorando a Bandera como “héroe de Ucrania”; y, desde el comienzo de la Guerra del Dombás en 2014, se produjo el auge de milicias ciudadanas filo-nazis, como el Batallón Azov, el cual se aventuró a combatir a los secesionistas pro-rusos con la autorización del Estado ucraniano, (el cual lo integró en su Guardia Nacional).

 Desde la perspectiva de Putin, todos estos elementos no son disruptivos con la tradicional visión moscovita, permitiéndole afirmar que, los ucranianos, son nacionales rusos, y que aquellos que se oponen a una relación preferente con Rusia, simplemente han sido abducidos por el Nazismo. Nada importa que el sentir nacional ucraniano haya estado históricamente asociado a ciudadanos de toda clase de tendencia política, o que el mismo mandatario de esa Ucrania comprometida con la soberanía nacional y el europeismo sea  el judío Volodímir Zelensky.

Por último, la visión putinista, también se hace cargo de la tradición soviética a la hora de afrontar sus relaciones con Occidente. Ciertamente, su proyecto político no fricciona con este bloque en el mismo sentido que durante la Guerra Fría (capitalismo-marxismo), pero sí lo hace en otro. Su propuesta de orden social es netamente nacionalista e incorpora elementos confesionales cristiano-ortodoxos. Respecto a esto, hay que decir que, conforme a la socióloga Marlene Laruelle, fue a partir del 2011, tras las protestas en Plaza Bolótnaya por los elementos sociales simpatizantes con el liberalismo occidental, cuando se percibió la necesidad de sistematizar unos postulados ideológicos (o “gramaticales” en la terminología de Laruelle) que hicieran frente a semejante oposición.  Así, personalidades afines a Putin, comenzaron a formar think tank’s con esta misma misión (destacando ISEPI).  Como resultado, tenemos el discurso ofrecido por Putin el 20 de septiembre de 2013 en el Valai Discussion Club, en el cual planteó un radical contraste entre Rusia y Occidente. Conforme al citado planteamientoi, Rusia sería una potencia que se mantendría en la auténtica esencia europea, es decir, equipada con unos principios morales cristianos, laicistas y con una nítida identidad nacional. Mientras que, por el contrario, Occidente sería una civilización sumida en un proceso degenerativo, desencadenado por profesar el Liberalismo político-económico. Consistiría tal proceso en transitar hacia el materialismo, el consumismo, la pérdida de la identidad nacional y del sentido de la moral en todos los ámbitos (subrayando el sexual). Asimismo, en lo sucesivo, Putin ha presentado a Rusia como una Potencia capaz de liderar a Occidente en el ámbito cultural y  guiarla hacia su renacimiento espiritual.

En atención a lo últimamente dicho, que el mandatario ruso asume el legado soviético y que alberga la misión  de encabezar una alternativa ideológica a Occidente, se comprende que, frente a la OTAN, asuma una actitud análoga a la de sus predecesores soviéticos. Este hecho, se ha visto acentuado por la propia naturaleza de las interacciones que ha mantenido con esta alianza, la cual ha pasado por movimientos esterilizadores de su proyección imperial. Así, entre 1999 y el 2017, 13 Estados históricamente asociados al bloque oriental, ingresaron en ella; mientras que, entre el 2015 y el 2018, se implementó un escudo anti-misiles que daña severamente el Equilibrio de Terror, considerado como clave para el mantenimiento de la paz durante la Guerra Fría. Ante este hecho,  desde el primer momento, Putin no ha parado de manifestar que lo interpreta como un abierto desafío para los intereses rusos, y así, en 2021 respondió restaurando el Equilibrio de Terror mediante la implementación de misiles supersónicos, capaces de frustrar el escudo antimisiles  Occidental. Asimismo, ante la abierta voluntad de los gobernantes ucranianos de ingresar en la Alianza Atlántica, en los últimos días, Putin dio la orden de acometer la invasión militar de este Estado, con el pretexto de “desnazificar” y de desarmar al territorio. Es decir, ante la perspectiva de que una fracción del pueblo “ruso” quede bajo la órbita de un bloque ideológico adverso, Putin ha decidido tomar la delantera para introducirlo en el suyo.

 Con este panorama, tan solo resta hacer un diagnóstico de los últimos acontecimientos, y sopesar cómo podría responder Putin. Respecto a la marcha del conflicto, todo apunta a que se ha producido un grave error de cálculo desde el Kremlin: el rápido avance ruso de los dos primeros días, el empleo de la formación en columnas y los asaltos aerotransportados desde helicóptero, conllevaron un gran riesgo táctico, el cual únicamente puede ser explicado si consideramos y suponemos que los gobernantes rusos, albergaron la expectativa de una escasa resistencia del pueblo ucraniano. No obstante, resulta palmario que el sentir nacional de los últimos, se ha visto excitado por la invasión que ha sido percibida como una conculcación injustificada de su soberanía y de su derecho de decidir su destino en el ámbito internacional. Asimismo, parece que la resistencia ucraniana está produciendo un cierto shock en las tropas rusas, pues allí encuentran a una población ruso-parlante, con enormes vínculos étnico-culturales y que desafía la visión libertadora con la que fueron enviados. De otra parte, Occidente está ofreciendo una respuesta censora unánime, consistente en situar grandes contingentes militares en las fronteras rusas, reproduciendo el aislamiento económico y social característico del viejo Telón de Acero y enviando material de guerra para sostener la de resistencia ucraniana.

 Sin duda, Putin había asumido los costes económicos e internacionales de la “desnazificación” de Ucrania, tratando de compensarla con unas relaciones más estrechas con China y profundizando en las implicaciones económicas de la Unión Aduanera Euroasiática. Sin embargo, la condición para consolarse con este proyecto, parecía ser, como mínimo, lograr arrastrar a Ucrania a su órbita. Sin duda, los altos costes económicos y sociales de la invasión, sumados a un eventual fracaso militar, constituirían una situación rayana en el ridículo para un líder que se ve con la misión de unir y devolver la gloria al pueblo ruso, y por ello, es de esperar que actualmente esté planeando acometer una huida hacia adelanta, es decir, obtener una victoria militar decisiva frente al Estado Ucraniano. Para garantizarla, ya ha dado muestras de que se acogerá a la disuasión de las fuerzas de la OTAN mediante el Equilibrio de Terror, por lo que hay que considerar como altamente probable que, si las ayudas militares occidentales lograsen obstaculizar significativamente la victoria rusa, este intensifique la alarma nuclear. Tampoco hay que descartar que si esta clase de advertencias  no lograsen el esperado efecto disuasorio, persiguiera reforzar la credibilidad de una mutua destrucción asegurada (MAD) mediante la teatral detonación de alguna cabeza atómica en una localidad de baja incidencia (doctrina llamada Escalation for De-Escalation).

 Con las condiciones actuales, la solución más realista para el cese de las hostilidades y para devolver la seguridad a la Comunidad Internacional, pasaría por un tratado de paz que, como mínimo, garantice esa no-vinculación de Ucrania a la OTAN. Semejantes términos, sin mayores añadidos, probablemente nunca serían aceptados por el gobernante ruso, pues Putin ya ha reiterado taxativamente su exigencia adicional de que, a esta desvinculación de la OTAN, se añada el desarme del Estado Ucraniano. Esta última pretensión, considerando el firme espíritu de lucha ucraniano y las pérdidas humanas que ya ha asumido en pro de conservar un autogobierno regular, resultaría prácticamente inasumible. Sin embargo, podría ser compensado en la mesa de negociaciones mediante la cesión de cierta concesión territorial de las regiones pobladas por mayorías pro-rusas. Ciertamente, esta última posibilidad, ofrecería al líder ruso la oportunidad de presentarse como el héroe protector que anhela representar.

 Sin perjuicio de todo lo dicho, tampoco hay que descartar que, las enormes dificultades que están atravesando la sociedad y el estamento militar ruso, puedan derivar en desórdenes internos, y que, por esta vía, se produzca un nuevo escenario menos rígido y más halagüeño.

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