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La foto que hace temblar a la Casa Real: el rey emérito en el funeral de Isabel II

Juan Carlos I se salta todas las órdenes y recomendaciones y decide asistir al sepelio de la reina de Inglaterra

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análisis

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El rey emérito ha vuelto a dejar a todos con dos palmos de narices tras anunciar que acudirá al funeral de Isabel II. Carlos Herrera, su periodista amigo y confidente, había informado de que Juan Carlos I no haría acto de presencia en las exequias, la prensa en general ya había dado por hecho que se quedaría en Abu Dabi y hasta Felipe VI y Pedro Sánchez habían zanjado la cuestión y respiraban tranquilos, convencidos de que el primero de los Borbones haría lo mejor para España, en este caso no moverse de su exilio arábigo. Sin embargo, una vez más, el patriarca de la Transición decide ir por libre, saltándose a la torera las cuestiones de Estado y haciendo de su capa un sayo. A esta hora está metiendo el traje de etiqueta en la maleta para presentarse, contradiciendo a todos, en la abadía de Westminster.

Tenemos un rey jubilata que vive una segunda juventud, una segunda adolescencia alocada y descontrolada, y se maneja según sus impulsos, sus caprichos y unos deseos infantiles que él mismo se ve obligado a satisfacer constantemente en una extraña pulsión freudiana. El emérito ya se mueve por el elemental principio egoísta del placer –lo quiero, lo tengo– alejándose del mundo de los adultos, que le recomiendan que entre en razón, que sea sensato, que no enturbie más la situación política que vive el país. Con Sánchez y Feijóo convertidos en enemigos irreconciliables incapaces de pactar nada juntos, con la Justicia colapsada y en estado de ruina total, con la inflación machacando a millones de españoles que ya no esperan nada de la democracia (salvo la cesta barata de la compra que les ofrece Yolanda Díaz) y con el independentismo catalán removiéndose otra vez, la monarquía vive sus momentos más difíciles desde 1978. Isabel II se ha ido de este mundo con los índices de popularidad por las nubes –un 80 por ciento de aceptación entre sus súbditos– mientras que Juan Carlos I, tras su triste odisea de safaris africanos, amantes, lujo y dinero, ha dilapidado todo el prestigio labrado desde la Transición. Si se realizara ahora mismo una encuesta sobre su figura política, lo más probable es que cosechara un suspenso, un cateado sin paliativos, ya que la mayoría del pueblo (también los más acérrimos y fieles juancarlistas) no entiende su comportamiento y hace tiempo que le ha dado la espalda.

Felipe VI, justo es reconocerlo, está haciendo un buen trabajo para recomponer la institución y devolverle siquiera una pátina de dignidad, de transparencia y de honradez, pero cada poco se encuentra con la sombra del padre caprichoso, voluble y egoísta que ya no piensa en España, sino que se desenvuelve como un nuevo rico poseído por la fiebre del oro y de una vida disoluta entre yates de lujo, jets privados, paraísos artificiales y petrodólares.

La noticia de que piensa acudir a los funerales de la tía Lilibeth, junto a la reina Sofía, hace temblar a las instituciones del Estado. En las últimas horas se ha filtrado que Carlos III ha invitado al emérito no en calidad de pariente de la fallecida, sino como exjefe de Estado de un país amigo. Dónde lo piensan colocar, según las estrictas normas del protocolo británico, es una de las grandes incógnitas de esta historia. Si lo sientan entre el público, para camuflarlo y que quede lejos de las cámaras de televisión, será un bochorno para nuestro país. Si lo colocan en las primeras filas, junto a Felipe VI y la reina Letizia, el daño a la monarquía española será también irreparable. Y si por casualidad se encuentra con Corinna, una mujer bien relacionada en el mundo anglosajón, el sainete puede ser berlanguiano. Por descontado, pocos lores y grandes de Inglaterra se le acercarán para no verse salpicados por los escándalos que últimamente persiguen al patriarca de la Transición. La soledad del viejo rey español puede llegar a ser dramática y solo la mano piadosa de la generosa reina Sofía le acompañará en un trago que se prevé amargo. Así es la pacata e hipócrita sociedad victoriana, un ente implacable que no perdona al que cae en desgracia.

Desde hace años Zarzuela ha marcado distancias con él, tanto es así que la Familia Real se ha reducido al núcleo duro: los monarcas y las infantas Leonor y Sofía. La fotografía del emérito al lado del rey Felipe, que trata de limpiar la imagen de la institución, puede ser demoledora, no solo dentro de España, sino también en el exterior. El pasado le habrá ganado la partida al presente y por qué no decirlo, también al futuro. La pasada primavera el emérito decidió acudir a las regatas de Sanxenxo pese a la orden taxativa en contra de Felipe VI. Y el circo mediático que se montó fue tan triste como esperpéntico. Esta vez el rey de España tampoco ha podido evitar que su padre vaya a su aire (se trata de una “decisión personal”, informan desde Zarzuela) sin que al anciano rey parezca importarle lo más mínimo las consecuencias y repercusiones políticas de sus actos. De esta manera, el gallinero está servido. Preparémonos para un nuevo combate entre derechas e izquierdas, entre monárquicos y republicanos, entre juancarlistas y contrarios. Un ruido intrascendente y superfluo, ya que el emérito ha decidido asistir al sepelio isabelino sí o sí. Juan Carlos se ha vuelto un hombre tan testarudo como antojadizo, inconsciente e irresponsable. Alguien debería recordarle que un rey sigue siendo rey hasta el momento mismo que abandona este mundo. El emérito cada día hace más deméritos para ensuciar el legado que va a dejar en la historia.

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