El frío y seco otoño llega a su fin, se acerca la Navidad de 2017. El hombrecillo está meditando, el brasero de su modesto cortijo cordobés es su compañero. Decide salir al campo. Los marranos, que disfrutan de las 7.000 hectáreas que circundan el cortijo, le dan los buenos días, mientras lee con desdén que las autoridades le señalan como el causante de una inaudita crisis de liquidez. Piensa que el que lo dice, un pobre funcionario que no ganará en su puta vida lo que él se llevaba en cualquier deal desde su oficina de la City de Londres, cerca de Blackfriars, es un ignorante que dice tonterías. Le extraña que alguien del establishment le señale. ¿Cómo es posible que esta gente le señale a él? ¿No sabe el funcionario, acaso, que ha hecho ricos a muchos que pueden acabar con él, un juntaletras del tres al cuarto?

Súbitamente una avioneta cruza el cielo, sus siete mil hectáreas ven rota la paz por el bramido de los motores, el vuelo bajo asusta a los marranos que se excitan. El hombrecillo, conocido entre sus viejos compañeros como «Piquito de Oro» deja el pitillo y vuelve a su casa.

La avioneta se aleja, pero la mente del banquero de inversión deja su mirada fija en el horizonte, la avioneta no se había estrellado, pero los marranos se habían puesto nerviosos… y se habían dispersado. El hombre delgado, de mirada torva, locuaz y ambicioso no entendía como su plan para hacer la operación y cobrar su dinero, había acabado con la venta del «puto» banco por un euro.

Todo estaba aparentemente bien preparado, él le había dicho a los consejeros que no tenía ni puta idea de gestionar un banco comercial, que lo suyo era crear valor haciendo una operación con el «puto» banco, montando una tómbola a la que iba a llamar a los competidores. Para aderezar el plato, había que «acojonar» a las autoridades, a los mercados, a los accionistas y al Gobierno. Para eso había que hundir la acción, que estaba cara.

Todo iba sobre ruedas, la acción caía, la culpa era de sus antecesores, a los que había complicado la existencia publicando una modificación de las cuentas, burdamente manipulada, pero muy efectiva. Como había pronosticado, la prensa no se miró los papeles, todavía hoy no se sabe en qué acabó aquella modificación, técnicamente era un aborto, pero la caída en Bolsa había sido la esperada.

Se preparó para dar la estocada, en la Junta pretendía que los accionistas entrasen en crisis y huyesen en ambulancias. Lo hizo, a la vez que confesaba: «tenemos más capital que nunca, no hay cojones a intervenirnos.»

La estocada dio frutos, el toro con 90 años a sus espaldas, buenos servicios y prestigio de casta, empezó a flojear de remos. Él miraba al toro de cerca, desde la barrera le animaba, pese al bajonazo el toro no acababa de morir y el tratante que compraba carne de primera -muerta o para matar- no acababa de cerrar el «deal», además un inversor chileno se cruzaría en el camino.

El inversor andino desveló sin querer el plan, las acciones subieron y el soberbio banquero de inversión desató el pánico, utilizando el 11 de mayo al periodiquillo confidencial ávido de sangre. El toro, castigado, había sido devuelto a los corrales y el banquero que lo mantenía vivo para venderlo y cobrar su parte, lo mató haciéndole correr un encierro en una plaza de segunda.

El máster del Universo interrumpió su reflexión, echó mano a la botella que reposaba en la mesa camilla. Los putos amigos no entienden qué hizo, porque los putos amigos no son amigos.

Piquito de Oro decide irse a la cama. No quiere que le vean por la calle. Teme que algún afectado por sus desmanes le reconozca, pero nadie va a invadir esa paz andaluza de la que disfruta.

Da una vuelta sobre la almohada y se tranquiliza con la idea de que ha causado tanto pánico y confusión, ha generado tanta desinformación que nadie va a poder acusarlo de nada, especialmente si el encargado de hacerlo es un funcionario de juzgado, por fiscal que sea, que no va a entender la jerga del banquero de inversión, al que un puto inversor chileno le jodió el negocio porque, aunque fuese siempre un hombre victorioso, aquél inversor tenía que cumplir la ley…

Se va quedando dormido, entre sueños ha visto la figura de un viejo banquero, cuyo retrato adornaba las paredes del edificio del barrio de Salamanca, que él ocupó por unos meses. No era más que el fruto de su imaginación, pensó. A veces, la mente de «Piquito de Oro» le jugaba malas pasadas.

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