Cuando Donald Trump pone uno de sus tuits xenófobos contra la caravana de migrantes mejicanos y hondureños, el mensaje no cae en saco roto. Cuando Bolsonaro agita a las masas con eslóganes raciales, esas ideas calan en mucha gente. Y cuando Abascal lanza consignas antiinmigración, eje central de su programa de gobierno, ese discurso tiene consecuencias. El odio genera odio. Las ideologías radicales germinan. Las palabras violentas se transforman en balas y bombas contra las minorías étnicas, religiosas, sociales o sexuales.

La prueba la tenemos en el macabro atentado terrorista ocurrido la pasada madrugada contra dos mezquitas en la ciudad neozelandesa de Christchurch, donde han muerto 40 personas y decenas han resultado heridas. La Policía ya ha detenido a tres sospechosos supuestamente implicados en la matanza. Uno de los arrestados, Brenton Tarrant, de 28 años y nacionalidad australiana, está vinculado con grupos “extremistas de derechas”. El dato distintivo que deja el brutal atentado es que Tarrant y los suyos han grabado el ataque y lo han retransmitido en directo a través de las redes sociales.

Antes de encaminarse hacia las mezquitas provisto de armas de guerra, Tarrant había publicado en una página web un manifiesto en el que explicaba los motivos racistas de su enloquecida misión. En ese texto, él mismo se describe como “un hombre blanco, común y corriente, de 28 años”. Nacido en Australia de una familia de clase trabajadora y de bajos ingresos, ha decidido tomar una medida para “asegurar el futuro de su gente”. Y cierra su macabro epitafio afirmando que lo hace para vengar a “miles de muertes causadas por invasores extranjeros”.

“Blanco, común y corriente”. El perfil estándar, mentes fáciles de manipular, carne de cañón a la que los salvapatrias de la ultraderecha mundial, esos que pretenden desenterrar el fascismo, dirigen sus arengas y soflamas. Tarrant no ha llegado de una guerra lejana en Oriente Medio, ni de tierras devastadas como Siria o Irak, o del Tercer Mundo asolado por el hambre y la enfermedad. Hombres como Tarrant los hay a cientos, a miles caminando entre nosotros cada día por Madrid, Barcelona, París, Londres o Berlín. El perfil de Tarrant se extiende como una peste por todo el mundo. Tipos duros, blancos, racistas, supremacistas. Gente que nunca lee libros y que reniega de la cultura y del establishment. Gente que odia a la mujer, al mendigo, al inmigrante o al negro de la raza inferior. Gente furiosa porque los homosexuales han salido por fin del armario y se muestran orgullosos de su condición tras siglos de opresión. Los Tarrants son legión y cada vez se sienten más fuertes porque les inspiran los grandes líderes políticos del momento en Occidente. Los Trump, los Bolsonaro, los Salvini, los Abascal. Manipuladores de las redes sociales (ese estercolero) que los convencen de que son seres importantes con una misión que cumplir: ha llegado vuestra hora; fuera complejos; vosotros sois el futuro, los guardianes de la pureza de la sangre. America first, Allez la France, Arriba España.

Esta vez el verdugo exterminador no ha sido un barbudo iluminado de ISIS, sino un rubio occidental de mentón prominente y desodorante caro en los sobacos que saca al perro a pasear por las noches, bebe cerveza y le gusta el rugby. Un tipo hasta hace poco normal al que alguien en las altas esferas del poder le ha convencido de que odiar al otro es bueno, de que las armas son justas y de que expulsar al extranjero, aplastarlo, liquidarlo, es la solución a los males de la Tierra. Alguien con el cerebro carcomido por el mismo virus del fanatismo que inoculan otros desde sus flamantes despachos.

En realidad no hay grandes diferencias entre un musulmán radicalizado en los polvorientos versículos del Corán y un anglosajón de ojos azules idiotizado por el hechizo electrónico de Internet. En ambos casos hablamos de lo mismo: barbarie sin motivo ni justificación, puro odio al otro, reprogramación neuronal hasta llegar a la más absoluta deshumanización.

A falta de que la investigación policial aclare la autoría de los atentados de Nueva Zelanda, una plaga de odio que recorre el planeta, la peor de las últimas décadas, se extiende sin control. La extrema derecha no es un juego sin más, ni un divertimento intelectual para los tertulianos de la caverna mediática, ni un pasatiempo de hooligans futboleros en una noche de Champions. La extrema derecha es una ideología muy peligrosa. La extrema derecha mata.

3 COMENTARIOS

    • el terrorismo d izda nacio para combatir dictaduras
      si hablams d Hª mas han matado ls capitalistas-aristocratas
      haciendoadmas qe los pobres se maten entre si y en guerras y hitler=franco=fascismo=nazismo 60 millones d p

      les molesta la religion pqe persigien una teocracia catoloca y blanca
      y ls demas a tragar

DEJA UNA RESPUESTA

Comentario
Introduce tu nombre