Pablo Casado va paseando su euforia desmedida por los platós de televisión y foros políticos. El sucesor de Rajoy se comporta como si hubiese ganado las elecciones, cuando en realidad lo único que ha ganado es tiempo para que no le llegue la carta de despido. La posibilidad de seguir gobernando en Madrid –siempre con el apoyo de los ultraderechistas de Vox– no compensa el fracaso sin paliativos en las generales del mes de abril, cuando los populares pasaron de 134 a 66 diputados.

Hay varios factores que han contribuido a que el PP haya salvado los muebles en estas locales y europeas, en las que ha mejorado resultados con 700.000 votos más. Primero el retorno de muchos votantes que apostaron por Vox hace un mes y que han comprobado que su opción en las urnas solo ha servido para fragmentar a la derecha y ponerle el triunfo en bandeja a Pedro Sánchez. Toda esa gente, convencida de su error, ha decidido volver a votar a los populares, más por pragmatismo y por miedo a la izquierda bolivariana que por convicción personal. En segundo lugar, sin duda, hay que situar el supuesto giro al centro del PP en el último segundo, una operación que tiene más de mercadotecnia que de real, ya que un partido no puede refundarse deprisa y corriendo en solo dos semanas. Con todo, la maniobra parece que ha funcionado, ya que el partido se ha recuperado cuando estaba a punto de despeñarse definitivamente por el precipicio.

Y por último no se puede olvidar el cambio de look del candidato. En apenas un mes –el tiempo comprendido entre el 28A y el 26M– hemos visto a dos Casados bien diferentes: el gallo de pelea con muchos humos e ínfulas que arremetía contra el traidor Sánchez, o sea el promotor de la foto rancia de Colón junto a los ultras de Abascal, y el mucho más centrado, cauto, prudente y temeroso del futuro de las elecciones municipales. El segundo perfil ha conectado algo mejor con el electorado.

Sin embargo, pese a que el presidente del PP ha logrado salvarse de la quema en el último minuto, el riesgo de implosión del partido y de que le muevan la silla aún no ha pasado. Durante la campaña Casado reconoció que Vox es un partido de “extrema derecha”; hoy, pasado ya el riesgo de descalabro en las municipales, se limita a decir que solo es un “partido a la derecha del PP” y añade que “eso no es una calificación peyorativa”. Es decir, vuelven los guiños a Abascal, las promesas de pacto, lo cual no ha gustado a los barones, enfurecidos por los malos resultados electorales. De ahí que las tensiones en Génova sigan siendo telúricas.

Durante el Comité Ejecutivo Nacional celebrado hace unas horas, Casado se ha resistido a asumir que su abascalización de las generales llevara al abismo al partido y ha negado “la mayor”, es decir que el giro al centro de urgencia frenara la sangría votos. “Yo no me he movido, el que se ha movido es el votante”, ha concluido obstinado líder del PP, que parece que no ha aprendido la lección. Esta soberbia juvenil ha hecho estallar a los barones. La comida tras el comité nacional ha tenido más tensión que el final de una película de Hitchcock. Núñez Feijóo le ha recordado al jefe que no se puede volver a las andadas, es decir, a los flirteos y coqueteos con Vox, y Juanma Moreno Bonilla le ha dicho en la cara que la foto de Colón y el ofrecimiento de ministerios a los ultras ha hecho más daño al Partido Popular que el ‘trifachito’ de Andalucía.

Queda claro que los barones exigen que Casado siga con su balsámico giro al centro. Y ahí está el gran dilema. Si el PP quiere conservar Madrid y otras comunidades y municipios necesita como el aire los votos de los ultraderechistas. Díaz Ayuso, la candidata al gobierno regional, ya le ha mandado un recadito a Abascal: “Habéis sido chicos malos, habéis hablado de zoofilia en las escuelas y de que cada español tenga un revólver en la mesita de noche. Moderaos un poco y ya hablaremos de escaños y concejalías”. La señora, una ilustre representante de la política naíf y frívola de nuestro tiempo, debe creer que un falangista se quita la camisa azul así porque sí. Ahora demócrata, ahora ultra. No Isabel, no. Un ultraderechista de verdad nunca atiende a razones: es todo por España y por cojones.

Casado no tiene ningún motivo para la euforia: las costuras del partido siguen siendo frágiles; su carta de despido se ha guardado de momento, pero sigue viva en el cajón; ahora depende más que nunca de Abascal para gobernar; y sus fichajes, sus nuevas caras como Díaz Ayuso y Martínez-Almeida, el aspirante a alcalde de Madrid, están tan verdes como el mismísimo logotipo de Vox.

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