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La España de Javier Castro-Villacañas

Era imposible no aprender algo de él en cada debate. Con su calmado proceder, su verbo exacto y su capacidad para escuchar y dar respuesta a lo expresado, Javier, requería de todos y nos lo obligaba, de un ejercicio de honestidad intelectual con nosotros mismos

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análisis

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Ha muerto Javier Castro-Villacañas y la tristeza más repentina y dolorosamente cercana nos ha invadido a cuantos, alguna vez en la vida, nos llamó amigos y por tal le tuvimos.

Ha muerto un escritor y un hombre notable en su actividad académica y periodística, pero absolutamente sobresaliente en su condición de ser sintiente y pensante. Íntegro, coherente y de una extraordinaria capacidad para calzarse zapatos ajenos. En muchas ocasiones, de talla tremendamente dispar a la suya.

Javier era un patriota español declarado y militante, católico, de familia falangista, republicano hasta el exceso, y firme defensor de una España que, por más que se empeñara en alabarnos, muchos de sus amigos éramos incapaces de sentir.

Nos conocimos y nos tratamos durante años en mesas de debate a la que cada uno acudía desde una trinchera opuesta, a una mesa servida para que debatiéramos y, a veces, discutiéramos. Siempre hicimos lo primero, ni una sola vez puedo recordar lo segundo.

Con nadie jamás he estado tan amistosamente en desacuerdo en cuestiones de calado que, más de una vez, han roto amistades, familias, o la propia España que él tanto quería. Era imposible no aprender algo de él en cada debate. Con su calmado proceder, su verbo exacto y su capacidad para escuchar y dar respuesta a lo expresado, Javier, requería de todos y nos lo obligaba, de un ejercicio de honestidad intelectual con nosotros mismos.

Sabían a poco las tertulias radiofónicas y televisivas, y pronto, y hasta prácticamente el día de su muerte, trasladamos a mesa mantel y barra nuestras conversaciones con otros queridos amigos.  Estar cerca de un ser humano de tan extraordinaria calidad, nos ha hecho ser mejores personas. Gracias Javier.

Se va con el un buen pedazo, difícil de medir, de una España, la suya, en la que todos cabíamos. Una España en la que los más furibundos comunistas, los más convencidos apátridas, y los más férreos detractores, teníamos un sitio a la mesa a su vera. Como iguales en el disenso, en la amistad y la hermandad.

Una España que desgraciadamente, solo estaba en la cabeza de Javier y unos pocos. Pero una España, la suya, en la que yo podría vivir, en la que muchos nos sentiríamos cómodos y cuyas efemérides, bien podría celebrar y sentir como mías con orgullo.

Tú, querido amigo, que tan tristes nos dejas, y al que tanto vamos a echar de menos, has sido capaz de obrar ese milagro en mí y seguro en tantos otros. Por ti, y en tu recuerdo y homenaje, no se nos caerán a muchos los anillos por gritar; ¡Que viva Javier Castro-Villacañas, y que viva su España!

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