El cervantino patio de Monipodio representa un punto de reunión de ladrones, mendigos, falsos mutilados, supuestos estudiantes y prostitutas, que debían pagar un “impuesto de circulación” –si los finos permiten el término- para ejercer su oficio con tranquilidad. Era la institucionalización de la trapacería donde la corrupción no era parte del sistema sino el sistema mismo. Pérez de Ayala decía que, cuando la estafa adquiere cierta envergadura, toma un nombre decente, que representa la diferencia entre el ladrón aislado y el robo como organización, como parte del orden establecido. Wenceslao Fernández Flórez ironizaba en un artículo periodístico sobre la necesidad de nacionalizar el hurto para evitar los abusos de los atracados que decían haber sido desprendidos de miles de pesetas cuando el monto del robo no llegaba a cinco duros y eso no se podía consentir. Era la forma de poner cierto sesgo de moralidad a lo inevitable.

era la institucionalización de la trapacería donde la corrupción no era parte del sistema sino el sistema mismo

En España ya no puede considerarse que la corrupción se deba a la falta de ética y escrúpulos de personas concretas y aisladas, sino la consecuencia de un Estado fallido donde la política queda reducida al sometimiento a esa realidad impuesta como inconcusa de las exigencias del dinero, mientras el valor de cambio se convierte en el único criterio tanto en la gestión de lo público como en el de las actitudes morales privadas. Un escenario propicio para que crezca la corrupción. Ya no existen barreras políticas ni éticas, pues la centralidad autoritaria del sistema favorece que se muestre como irreversible y, consecuentemente, con la potestad de actuar con toda crudeza ante una ciudadanía compelida. La sucesión de escándalos que están salpicando la vida pública española produce que la ciudadanía, por su parte, vea a la clase política como uno de los principales problemas del país. Negocios y política se mezclan indecorosamente con dirigentes públicos que pasan de las responsabilidades institucionales a los consejos de administración en un salto obsceno  donde el establishment maneja los hilos del poder.

La dictadura de la rapiña se convierte en una realidad impuesta

La dictadura de la rapiña se convierte en una realidad impuesta. Para Ortega cuando se volatilizan los demás valores queda siempre el dinero, que, a fuer de elemento material, no puede volatilizarse. O, de otro modo: el dinero no manda más que cuando no hay otro principio que mande. Quizá no sea casual que haya aparecido en este tiempo el esqueleto de Ricardo III hallado en un aparcamiento de Leicester, y a quien la historia señaló como un hombre desagradable, ambicioso, cruel y sin escrúpulos, que, como Creonte, anteponía su soberanía a cualquier otro valor.

El crepúsculo de las ideologías impuesto por el franquismo y teorizado por Gonzalo Fernández de la Mora –para quien las ideologías eran un descomedimiento anacrónico- ha trascendido mediante el pacto de la Transición hasta hogaño. Esto propicia la corrupción del sistema puesto que el poder económico en su afán por exterminar la política y convertir a los partidos en entes de gestión produce, en muchos casos, que la coherencia sea simplemente mercantilista a través de un pragmatismo sin paliativos. Y ese pragmatismo dicta que las soluciones a los problemas planteados, los que sean, no dependan ni poco ni mucho de las ideologías. De ahí que no existan escándalos ideológicos, sólo de comportamiento. La corrupción alojada en todas los intersticios institucionales impulsa a interrogarse si el sistema está corrompido o es la corrupción el sistema. En ambos casos se hace necesario y urgente unas auténticas reformas estructurales que repongan el valor ético de la política y la supremacía de los poderes democráticos ante los intereses de minorías ajenas al escrutinio de la ciudadanía.

Sin embargo, la banalización política y el desmayo de las ideologías y los valores como fuentes morales de vertebración nacional, fruto del utilitarismo tecnocrático, intentan conseguir la eliminación de los elementos trascendentes del imaginario colectivo. Todo se reduce a mero producto, el mismo país y los partidos políticos se convierten en marcas susceptibles de ser vendidas como rótulos comerciales. “La marca España”  o “la marca “de tal o cual partido, expresiones tan extendidas en la cotidianidad de la vida pública, suponen un vaciamiento del sentido fundamental de la política a través de la derogación de su sesgo moral y relevante.

¿Es, por todo ello, posible regenerar el patio de Monipodio con sus propias reglas? ¿Se puede salvar el sistema  a sí mismo como se sacó el Barón de Münchhausen del pantano tirándose de la coleta? Más temprano que tarde habrá que reconocer que la ideología y los valores no tienen alternativas honorables.

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