La política actual en España está vertebrada sobre la desconfianza en la ciudadanía. Cada vez es más pequeño el espacio de lo posible en un sistema de poder que va minando cualquier forma de alternativa para lo cual cada vez que los ciudadanos  demandan nuevas expectativas se despliegan bramidos catastrofistas para poner el pánico en el cuerpo de los ciudadanos y obligarles a rectificar. El miedo es hoy uno de los elementos constitutivos más poderosos de las relaciones sociales y de los procesos de producción de subjetividades que buscan la homogenización y la desaparición de las diferencias. El miedo se constituye en un operador de los territorios del poder para el control y la contención del deseo de los ciudadanos.

La ciudadanía que sufre un acelerado empobrecimiento, la falta de trabajo, la reducción de salarios, la constricción de derechos y libertades públicas, la imposibilidad de un proyecto de vida digno y, sin embargo, su dramas personales no están en el debate al tiempo que son asaeteadas  con el miedo de que si su alternativa no es resignarse, el armagedón puede ser aún más desastroso. Nunca como ahora tantas cosas fundamentales para la ciudadanía han estado en un peligro tan grave en forma de agresión sin precedentes a la supervivencia y dignidad de amplios segmentos de la población mediante un auténtico coup de force contra el Estado social y de derecho. Las fuerzas conservadoras ejercen de verdugo pudibundo. No sólo ajustician, sino que predican. Fomentan el desprestigio de la actividad pública, desprecian las instituciones democráticas, humillan y castigan a las clases populares, empobrecen a todos y llevan al país a la quiebra al tiempo que salvaguardan los intereses de los poderes económicos y financieros.

Sin embargo, la ciudadanía es impactada por peligros ajenos a sus propios dramas sociales que se soslayan ante las superiores amenazas del populismo, el radicalismo, las tendencias antisistema y todo aquello que amenaza a la democracia y el mandato de ese dios menor llamado mercado. El apriorismo de la cultura democrática es el reconocimiento y el respeto de la ciudadanía, que difícilmente se compadece con campañas que tratan de ignorantes, susceptibles de dejarse seducir por cualquier embaucador, a los que quieren variar el guión preestablecido. “Engañarán a los votantes, pero no al mercado”, ha dicho durante la campaña electoral española un tal Feito: la palabra del mercado es la única voz que importa.

“La cuestión del siglo XX fue: totalitarismo o democracia. La cuestión de hoy es: democracia o corrupción”, escribe André Glucksmann. Y ningún daguerrotipo de la corrupción más plástico que el Estado fallido en el que los derechos cívicos, las libertades públicas, la igualdad son menos importantes que el balance de un banco. Como nos advierte Tzvetan Todorov, se trata de un sistema que “se caracteriza por una concepción de la economía como actividad completamente separada de la vida social, que debe escapar al control de la política.”

Como anunciaba Hobbes, el terror como piedra angular de la organización de la vida. Quizá la explicación esté en lo que Michel Foucault llama el principio de Solzhenitsyn o del terror: “La gobernabilidad en estado desnudo, en estado cínico, en estado obsceno. En el terror, es la verdad, y no la mentira, lo que inmoviliza”. El Estado “reprivatizado” por intereses organizados, siempre ha sobrevivido a costa de la democracia.

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