No sé de dónde se sacaron sus biógrafos eso de que Mata Hari quiere decir en javanés o en malayo “pájaro de la mañana”, “sol de la aurora” o cursilerías por el estilo. A mí me parece más bien un refrito del sánscrito que vendría a significar algo así como “santa madre”, calificativo poco apropiado para un mito erótico (o a lo mejor no: pensad en Madonna). Hay quien dice que quien se lo propuso como nombre artístico no fue otro que Émile Guimet, alma mater del museo que lleva su nombre y que alberga una de las mejores colecciones de arte asiático del mundo. Y es que fue en la biblioteca del Museo Guimet donde Mata Hari hizo, en 1905, su primera actuación en París. El evento fue publicitado en la prensa como una soirée de “danses brahmaniques” que traían a Europa una vaharada de los perfumes orgiásticos de los misterios de Shiva.

En aquellas primeras representaciones, un provecto erudito enfundado en levita presentaba a la bailarina antes de salir a escena como poco menos que una epifanía de la sensual y sofisticada India de Kalidasa: “una virgen que es bella como Urvasi, que es pura como Damayanti y que sale de un monasterio como Sakuntala”. Después del bolo, una Mata Hari arrebatadora y rodeada de babeantes admiradores rememoraba su infancia en la ciudad santa de Jaffuapatam, hija de un eminente miembro de la casta sacerdotal llamado Suprachetty Asirvadam y de una bayadera sagrada de la pagoda de Kanda Swami. Luego narraba con todo lujo de detalles ante su mesmerizada audiencia su iniciación como bailarina en el Shakti Puja: atraídas por la luna de primavera, los movimientos sensuales de la joven y el monótono son de los tambores, las cobras de la jungla circundante acudían en tropel al recinto del templo y se unían a la orgía sagrada, deslizando sus cuerpos escamosos y sus lenguas bífidas sobre la carne de los iniciados y el granito púrpura del altar. “En aquel altar fue donde bailé por primera vez, a los trece años, desnudita…”

«Mata Hari en ropa de trabajo».

En realidad, Mata Hari se llamaba Margarita Gertrudis y era hija de un comerciante pequeñoburgués de Leeuwarden, capital de la apacible provincia neerlandesa de Frisia. Su contacto con Oriente se remontaba a su primer matrimonio, cuando su querido esposo, un militar zoquete, alcohólico y maltratador, fue destinado a las Indias Holandesas y pasaron juntos varios años en Java. Al regresar a Europa, Margarita Gertrudis, en un arranque de lucidez, dejó a su marido y se fue a París a buscarse la vida. Allí, la frisona tuvo la audaz ocurrencia de construirse una personalidad ficticia, producto de la digestión de sus muchas y desordenadas lecturas de temas orientales: asumió el papel de bailarina sagrada de la India, valiéndose sin cortapisas de los encantos de su cuerpo para meterse al público en el bolsillo. Supo colmar las fantasías de los europeos fascinados por el exotismo oriental: sus serpentinos pasos de baile y sus conversaciones de salón sugerían que estaba versada en arcanas ciencias del deseo, técnicas sexuales inauditas preservadas durante milenios en la India misteriosa. Mata Hari se vendía como una revelación capaz de despertar los sentidos de los inhibidos occidentales a un nuevo mundo de sofisticación y placeres nunca antes imaginados.

¿Y qué era lo que realmente ofrecía? Poco más que una versión estilizada y ampulosa del hoochie coochie de moda en la época. Mata Hari era una bailarina mediocre, pero en su número lo que realmente importaba no era la danza en sí. Puesto que las actuaciones de esta (presunta) bayadera del templo de Kanda Swami eran de carácter etnográfico y no mero espectáculo lúdico, la bailarina se podía permitir, amparada en el (presunto) interés cultural de su número, enseñar más carne de la que jamás hubieran tolerado en un music hall. Así, tras desprenderse de sus velos, Mata Hari se mostraba al público completamente desnuda, a excepción de sus joyas y de dos plaquitas circulares de bronce y pedrería que apenas le cubrían los pechos. La bailarina decía que la razón por la que vestía este exiguo sujetador no era el pudor, sino el hecho de que su primer marido le había arrancado un pezón de un mordisco y no quería herir la sensibilidad de la audiencia descubriendo su pecho mutilado. ¿Sería verdad? El dandi guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, documentándose para la biografía que escribió sobre Mata Hari, dio con el testimonio de un pintor para quien había posado desnuda a su llegada a París; este afirmaba que sus pezones estaban en perfecto estado, pero que tenía las tetas colganderas y eso le afeaba la figura.

Greta Garbo en ‘Mata Hari’ (George Fitzmaurice, 1931).

A mi modo de ver, esa deslumbrante autoficción llamada Mata Hari fue en gran medida una obra póstuma de Flaubert, quien, para bien y para mal, definió el femenino de toda una época. Y es que Margarita Gertrudis, antes de fingirse sacerdotisa de Shiva, había sido una Madame Bovary en toda regla: une femme évaporée, una maritornes con la cabeza a pájaros, sedienta de desmesuras, lujos y lujurias, que vive la tragedia de estar atrapada en una existencia provinciana y un matrimonio infeliz. Emma Bovary soñaba con las infinitas posibilidades de voluptuosidad que le prometía ese París que nunca llegó a conocer, teniendo que conformarse con sus revolcones furtivos en los hoteles de Ruan. A diferencia de la heroína de Flaubert, la frisona se atrevió a dar el gran paso: “Llegué a París con medio franco en el bolsillo y me instalé directamente en el Grand Hotel”. El personaje de Mata Hari abarca todo el espectro de mujeres de Flaubert: como soñadora que desafía las normas de la moral es Emma Bovary, como sacerdotisa exótica es Salambó, como bailarina de danse du ventre y alegoría palpitante del Oriente es Kuchuk Hanem.

Mario Vargas Llosa, flaubertiano a ultranza, defendía en su ensayo La orgía perpetua (1975) que la clave de la atemporalidad del argumento de Madame Bovary radica en la naturaleza del conflicto interior que agita a la heroína, en el que se enfrentan la realidad y esos sueños cuyo combustible es la literatura. La protagonista es asidua lectora de novelas románticas; su acto heroico, y a la postre trágico, consiste en intentar trasladar tales ficciones a su anodina existencia. Es el mismo drama de Don Quijote y los libros de caballerías, el mismo de Margarita Gertrudis y la literatura orientalista: en la biblioteca de su mansión de Neuilly, los gendarmes encontraron una nutrida colección de libros sobre cultos de la India y un Kamasutra de fatigadas cubiertas, obsesivamente subrayado y con los márgenes cuajados de anotaciones.

 

Durante el proceso que la acabó llevando al paredón, la máscara de Mata Hari, construida sobre un aluvión de mentiras, se fue difuminando progresivamente, desvelando las inconsistencias de su propia versión de sí misma y de su pasado. Pero ¿qué validez tienen para los recuerdos las etiquetas de verdadero o falso? Al fin y al cabo, el pasado no existe: reconstruirlo es nuestra tarea diaria, ¡y qué vulgar soñarlo tedioso y gris! Acusada de traidora por el gobierno francés, nuestra heroína se defendía diciendo: “Cuando me hablan de patrias, mi espíritu se vuelve hacia un país lejano en el que una pagoda de oro se mira en un río tortuoso. Yo no sé a punto fijo de dónde soy… ¿De Benarés?… ¿de Golconda?… ¿de Gualior?… ¿de Mathura?… No importa”. Perdida en este laberinto de virtualidades, cuando la Gran Guerra ensombreció Europa no cabía esperar sino que Mata Hari, presa de una fatal afición a lo que Gabriele D’Annunzio llamaba vivere pericolosamente, se zambullera de lleno en los lodos del contraespionaje. ¿Quién mejor para hacer de espía que una virtuosa como ella en las artes de la mentira, la falsificación y el simulacro?

 

En este sentido, hay que decir que la película sobre sus últimos días que Hollywood lanzó en 1931 (Mata Hari, de George Fitzmaurice), más allá de su barniz de liviano entertainment y de vehículo para el lucimiento de Greta Garbo, supo captar perfectamente el espíritu de esta Mata Hari constructora de realidades paralelas: en un giro folletinesco, la coda del guión nos presenta a la protagonista en la celda donde espera la llegada del pelotón de fusilamiento. Gracias a sus contactos, se las ha apañado para concertar allí una última cita con su amante (empalagoso Ramón Novarro haciendo de ruso de opereta), que ha quedado ciego por heridas de guerra. Mata Hari se ha compinchado con sus carceleros y hace creer al enamorado que no está en una prisión, sino en un sanatorio, y que no se la llevan al paredón sino al quirófano (“¿Es una cirugía complicada, querida?”). El guionista se adelantaba así cuarenta años a Michel Foucault, quien puso al descubierto las implicaciones del sospechoso parentesco entre la prisión y el hospital, instituciones de reclusión, espera y muerte donde la sociedad esconde y mantiene bajo vigilancia a sus miembros disfuncionales. Pero además la película demostraba calar a la Mata Hari histórica en su concepción del mundo como un escenario cuyos elementos de atrezo varían su significación según los caprichos de nuestra voluntad imaginante. Ella se atrevió a imaginar y a imaginarse, llevándose por delante todas las barreras del decoro y de la verosimilitud. “La imaginación es un crimen que la realidad castiga haciendo añicos a quienes intentan vivirla”, escribía Vargas Llosa a propósito del trágico destino de Emma Bovary.

Hace cien años, el quince de octubre de 1917, Mata Hari era derribada por una descarga de fusilería en el foso del castillo de Vincennes. Murió con entereza socrática. Algunos dicen que esa impavidez en el momento fatal se debía a su secreta convicción de que le iba a llegar el indulto en el último momento, o de que en realidad todo aquello era una pantomima y los cartuchos eran de fogueo. Que caería bajo la salva, recibiría el tiro de gracia y al alzarse el telón se levantaría y saldría a saludar bajo una clamorosa ovación. Y luego la llevarían a Maxim’s y, entre ostras y champán, contaría a sus admiradores, una vez más, la historia de su vida: “Yo nací en el Sur de la India, en las costas del Malabar…”

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