Por lo que a mí respecta, no conozco espectáculo con mayor carga erótica que la danza del vientre: un rotundo cuerpo femenino culebreando al son hipnótico de la darbuka, cimbreando las caderas y haciendo tintinear en alegre alboroto la quincalla que le adorna el talle y los tobillos. El ombligo (¡oh, el ombligo!), revolucionado en órbitas vertiginosas, es el eje de simetría de sus movimientos y el centro de gravedad de todas las miradas. Puede resultar chocante que este estilo de danza, decidida autoafirmación de la mujer y de sus desbordantes poderes sexuales, provenga precisamente del corazón del mundo islámico, donde el ámbito de lo femenino está sujeto a tantos tabúes. Para resolver esta aparente contradicción, os invito a echar un vistazo a la trayectoria que ha seguido en los dos últimos siglos la danza del vientre, quintaesencia de los sueños húmedos del orientalismo. De paso, descubriremos que su difusión por el mundo, como mito y como rito, ha sido un factor clave en la construcción de nuestra percepción del cuerpo femenino y de la feminidad en sí.

Egipto, primera mitad del siglo XIX. Hoy igual que entonces, entonces igual que hoy, ninguna egipcia que se precie de ser miembro respetable de la comunidad de creyentes osaría presentarse sin velo en público, y mucho menos bailar frente a los ojos de extraños. Por consiguiente, quienes se encargaban de ofrecer este tipo de espectáculo habían de ser por fuerza mujeres que vivieran al margen de la sociedad. Esta necesaria periferia humana eran las gitanas, que formaban troupes de bailarinas o prostitutas (no estaba muy clara la diferencia) acampadas en los oasis o en los alrededores de los núcleos urbanos. Aunque su hogar originario se remonta a Rajastán en la India, lo cierto es que este pueblo nómada de mil nombres —son zíngaros o romaníes en Europa, son dom o nawar en la otra orilla del Mediterráneo— se siente íntimamente ligado a Egipto, uno de sus lugares de residencia más estables a lo largo de sus seculares migraciones. De ello da fe la etimología del etnónimo en las principales lenguas europeas; baste mencionar el inglés gypsy, de Egyptian, o el español gitano, evolución fonética de egiptano. ¿O por qué creíais que a Lola Flores, leyenda y matriarca calé, la llamaban Faraona?

En Egipto, a las chiquillas nawar que se ganaban el sustento vendiendo sus besos y sus danzas se las conocía como ghawazi (singular ghaziya: advierto a los islamófobos que lo único verdaderamente espantable de la cultura árabe son sus reglas de formación del plural). Con el tiempo, a cualquier bailarina profesional, fuera o no de sangre romaní, se le dio el nombre de ghaziya.

La familia Mazin en una fiesta en Luxor en 1975.

La sociedad trataba a las ghawazi con el terror que típicamente inspiran las mujeres sexualmente empoderadas en un entorno de puritanismo y represión. Era de lo más deshonroso para un hombre que lo sorprendieran en compañía de una ghaziya, o tan siquiera devolviéndole el saludo. Una de las hermanas Mazin de Luxor, consideradas las últimas herederas de esta tradición de danza nawar, decía orgullosa en una entrevista de 1981: “Nos llaman ghawazi. Para ellos es una palabra sucia, pero para nosotras quiere decir que somos capaces de invadir sus corazones con nuestra danza y de cualquier otra manera que queramos”. Llevando a gala su impudor, las bailarinas lanzaban un reto a la sharia al salir a la calle con el rostro descubierto; acompañadas por el cascabeleo de sus ajorcas, con cada paso que daban desobedecían las consignas del profeta: “que [las mujeres] no meneen sus pies de manera que enseñen lo que, entre sus adornos, ocultan” (Corán, 24.31). Sí, las ghawazi eran auténticas guerreras de Venus que, llamando la atención de hombres y mujeres y despertando el deseo a su alrededor, desafiaban las normas sexuales establecidas y se mofaban de la renuncia a los placeres terrenales preconizada por el islam más recalcitrante.

La danza de las ghawazi, tal como se ha transmitido de generación en generación hasta hace bien poco, es el origen de la moderna danza del vientre. Tanto en las descripciones de los viajeros decimonónicos como en las grabaciones que conservamos de las susodichas hermanas Mazin encontramos el característico bamboleo de caderas, las ondulaciones serpentinas del torso y el entrechocar de crótalos con que la propia bailarina marca el ritmo de sus movimientos. No penséis, sin embargo, que el atuendo tradicional de las ghawazi era como el de Salma Hayek en Abierto hasta el amanecer; de acuerdo con los cánones actuales, es más monjil que otra cosa. Iban cubiertas hasta los tobillos por un largo yelek (étimo de nuestro chaleco): la clásica túnica otomana, escotada y sin mangas, ceñida a la cintura para resaltar el vaivén de sus caderas. El rostro descubierto, el contorno de los ojos subrayado con trazos de kohl, sonoros racimos de baratijas en torno al cuello, manos y pies surcados por intrincados patrones de alheña: este era el aspecto de las mujeres que, en las márgenes del Nilo, hacían perder la cordura a propios y extraños.

La campaña de Napoleón abrió la veda de los viajes a Egipto a una horda heterogénea de peregrinos, curiosos y aventureros procedentes de todas partes de Europa. La fama de las ghawazi y sus bailes se propagó de boca en boca desde el Nilo hasta el Támesis y el Sena, de tal forma que el arabista Edward W. Lane dijo que se habían convertido en un reclamo turístico más poderoso que las pirámides. Al igual que las silenciosas moles de Giza, la danza de la ghaziya invitaba al viajero a recuperar un pasado primordial: el de una sexualidad edénica, desbordada, que el civilizado burgués europeo, prisionero de su levita y su monóculo, siente irremediablemente perdida. Bien podría haber dicho el corso que “desde las profundidades de este ombligo, cuarenta siglos nos contemplan”. Entre los que acudieron a Egipto como polillas a la flama, deslumbrados por vagas promesas de erotismo y exotismo, estaba, cómo no, Gustave Flaubert, el más ilustre putero de la historia de la literatura (con perdón de Henry Miller y de Cela). Sus expectativas no se vieron decepcionadas.

En 1850, cuando Flaubert dio con sus huesos en la tierra de los faraones, las bailarinas profesionales habían sido ilegalizadas y desterradas a la región del Alto Egipto como resultado de las reformas emprendidas por Mehmet Alí para satisfacer el celo religioso de los mulás. Así que, ni corto ni perezoso, hasta el Alto Egipto se desplazó el autor de Madame Bovary. Allí, en las afueras de Esna, lo condujeron frente a la renombrada ghaziya Kuchuk Hanem en una tarde soleada de marzo. Flaubert describe a Kuchuk Hanem, sus danzas y sus furores amatorios con una meticulosidad que ronda la obsesión. En las páginas de su Viaje a Oriente admira sus ojos negros desmesurados, sus senos firmes como manzanas, su olor a sándalo y trementina azucarada, la caligrafía tatuada a lo largo de su brazo derecho, los pliegues “de bronce” que se le forman en los costados al sentarse e incluso el “dibujo magnífico y completamente escultural de sus rótulas”. Registra con mirada de etnógrafo los detalles de su vestimenta, sus aparatosas joyas doradas y el tarbuch de borlón que remata sus trenzas. Se recrea también en los detalles sórdidos: un diente cariado, el sudor cuajado en sus pechos, las chinches que recorren las paredes de su alcoba, su manera de roncar.

Jean-Léon Gérôme, «Almea» (1873).

Kuchuk Hanem bailó para Flaubert las danzas que estaban prohibidas al público local, acompañada por músicos con los ojos vendados. Bailó también para él la danza de la abeja, al-nahlah, en la que simula que el susodicho insecto se le ha colado bajo las vestiduras, excusa perfecta para entregarse a un frenético striptease (en números como este encontrarían su inspiración aquellas cupletistas de antaño que cantaban La pulga para subir la temperatura del respetable: “Ay, señores, por favor, / ¿quién me quiere desnudar?”, decía Bella Zulima hace cien años largos en los cabarés de Barcelona). Y, entre baile y baile, Kuchuk Hanem y Flaubert follaron con avidez, con ferocidad. En una carta a su amigo y mentor Louis Bouilhet, el escritor presumía de haber sobrevivido a cinco polvos y tres mamadas, con breves pausas para hacer café de puchero y para visitar las ruinas de un templo, a lo largo de las diecisiete horas que duró su primer encuentro con la cortesana. “Su coño me viciaba como roscas de terciopelo”, escribe en la versión no expurgada de su Viaje a Oriente.

Edward Said, padre de la teoría poscolonial, interpreta el encuentro entre Flaubert y Kuchuk Hanem como una metáfora del (des)encuentro entre Oriente y Occidente: por mucha fascinación que ejerza la prostituta sobre el viajero, la relación que entre ambos se establece es en esencia asimétrica, clientelar y de explotación. En efecto, Kuchuk Hanem no es para Flaubert una mujer, es Oriente entero; la ghaziya podría pronunciar las palabras que años más tarde el escritor pondría en boca de la reina de Saba en La tentación de San Antonio: “Je ne suis pas une femme, je suis un monde”. La bailarina de Esna dejó un poso indeleble en Flaubert, cuya obra, tan admirada en aquella Europa enferma de decadentismo, sería clave en la construcción del mito erótico de la femme fatale orientalizante. Siempre bailarina, siempre despiadada; morenaza de tobilleras doradas, mirada de esfinge y ombligo hechicero; Salomé, Cleopatra, Salambó: las erecciones de la Vieja Europa estaban magnetizadas por un Oriente imaginario.

Tras predisponer de esta manera la sensibilidad del público, las exposiciones universales transportaron a Occidente troupes enteras de ghawazi, salvajes, descocadas y pulgosas, y expusieron su arte a la impresionable mirada de los occidentales. Las consecuencias de este acto de mestizaje cultural superaron todas las previsiones. (Continuará)

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