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La cultura de la cancelación entra por ley en la Universidad española

Santiago Aparicio
Santiago Aparicio
Doctor en Ciencias Políticas y Sociología. Contador de realidades. Guitarrista de rock en mis tiempos libres. Y cazador de doxósofos.
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análisis

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Hasta el momento la cultura de la cancelación dentro de la Universidad española se debía más a los criterios de este o aquel rector, decano, director de escuela o asociación de amargados profesionales. La autonomía universitaria, constitucionalmente protegida, posibilitaba que dentro del ámbito universitario se pudiese utilizar la libertad de expresión y pensamiento… Hoy ya no será posible con la Ley de Convivencia Universitaria de Manuel Castells.

El ministro de Universidades ha despertado de su larga siesta (sí, el dinosaurio seguía allí) para perpetrar una ley que, de rondón, cuela la posibilidad de la cancelación, esto es, de la prohibición de la libertad de expresión. Como todo el mundo conoce, el ministro ha sido uno de los popes de esa casta universitaria de la costa Oeste estadounidense que son ahijados del neoliberalismo. En versión puritana progre, eso sí. Esos mismos que, apoyados en Foucault o Derrida, han destrozado el saber de siglos para imponer una ideología que pretende acabar con cualquier discrepancia a los ellos, ellas y elles dictaminen. Una dictadura del pensamiento en aras de la deconstrucción del todo y la vida digital o en red.

Dar espacio a los ofendiditos

La LCU pretende ser un marco bajo el cual el mundo universitario pueda regirse en términos disciplinarios. Si acontece una pelea, pues se acude a la mediación y no al mero régimen disciplinario. Y así con numerosas situaciones como destrozar la facultad, el despacho de un profesor o hacer alguna novatada… Hasta ahí todo muy new age y de abracitos sanadores. ¿Cuál es el problema? Que entre esas medidas de convivencia se acaba introduciendo un pequeño punto que supone, en realidad, aplicar la cultura de la cancelación.

“Discriminar por razón de sexo, orientación sexual, identidad de género, origen nacional, pertenencia a grupo étnico, edad, clase, discapacidad, estado de salud, religión o creencias, o por cualquier otra causa personal o social” dice uno de los motivos de falta muy grave. Leído deprisa puede parecer que es algo obvio y objetivo, pero si se paran en las palabras en negrita comprenderán mejor. Si un profesor, por ejemplo, hablase en teoría social del islamismo como una religión violenta y contraria a los postulados de occidente, cualquier alumno musulmán podría quejarse y decir que le están discriminando. Si un profesor de biología dijese que el ser humano se constituye en dos sexos, cualquier persona podría decir que se le discrimina por no respetar su identidad de género.

En una sociedad donde los ofendiditos tienen la capacidad de que los medios de comunicación siempre les hagan caso como supuestas víctimas (recuerdan al gay que supuestamente habían marcado unos ultraderechistas que no se verificó), cualquiera que no esté de acuerdo con una afirmación académica, en favor de alguna cuestión mágica, puede decir que le discriminan o le ofenden. O lo que es lo mismo puede ejecutar la cancelación de un profesor o investigador, como ha sucedido en otros países. Porque de hecho, si lo piensan bien, eso de cualquier causa social puede servir para verse discriminado cualquier. En una carrera, por ejemplo, como Ciencias Políticas si alguien critica al liberalismo, al marxismo, al catolicismo, al socialismo, a cualquier posible identificación no se podría impartir clases.

El feminismo muere en el ámbito académico

Así, mientras poco a poco se van introduciendo la ideología de género y otras apuestas deconstructoras o neoliberales en el mundo académico, la libertad de expresión acaba en el baúl de la historia. Las feministas, las de verdad, no las postmodernitas, no podrán defender sus teorías porque ello ofendería y supondría una discriminación para los generistas. Porque el feminismo no es ideología de género, quiere acabar con el género en sí. Esta posible discriminación académica supone la muerte del feminismo en términos académicos, como supone la muerte de perspectivas católicas, de posiciones críticas con el sistema, etcétera. Supone, en realidad, la muerte de la libertad de cátedra.

Curioso es que, para terminar, mientras el plagio de una tesis doctoral (o de cualquier otro tipo) está considerado como muy grave, la pena por ello sea casi inexistente. Un azote en el culo del plagiador (no dejarle matricular al año siguiente, es algo que no tiene valor real) y ya está. En ningún caso hay mención de retirar el título (se debe seguir acudiendo a los juzgados), de prohibición de actuación/participación en cualquier ámbito universitario (que sería lo lógico), ni nada por el estilo. ¿Será que han tenido en mente a los políticos plagiadores que se van descubriendo? Actuación de casta, sin duda.

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