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La cárcel no acabará con el independentismo

Manuel Tirado Guevara
Manuel Tirado Guevara
Profesor de Lengua y Literatura y colaborador de varias revistas digitales.
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análisis

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Todo parece una broma de mal gusto. De verdad que muchas veces pienso que se ríen de nosotros día tras día, como si fuésemos espectadores de una de mala obra de teatro en la que se nos ofrece de comer bazofia y más bazofia y que somos incapaces, ante tanta tragedia y ópera bufa, de discernir qué es lo que verdaderamente está pasando en nuestro país.

Dirigentes políticos haciendo el ridículo frente a las cámaras de países extranjeros; monigotes de feria en una escena de guiñol pegándose palos unos a otros sin saber muy bien la razón de su pelea. A veces me pregunto… ¿Quién será el Dios cruel que desde arriba reparte los papales de los personajes en esta trama dantesca con final incierto y que ha vuelto a dividir a nuestro país en esas dos mitades que tan malos recuerdos nos trae a todos?

Desgraciadamente, en estos momentos, han ganado los del discurso del odio, los de los extremos. No hemos sabido, una vez más, sentarnos a explicarnos a nosotros mismos que el único camino, que la única senda, la que nunca se terminó de explorar, podría haber sido una salida a tanto disparate y que los choques frontales no llevaban a ningún sitio. Bueno, sí, al absoluto desastre.

Pero todo se vuelve confuso y más propio de una pantomima. Ver en Bélgica a un líder como Puigdemont, que tras alentar a las masas e ilusionar a todo un pueblo con la declaración de independencia, ahora se parapeta tras los micrófonos de una sala de prensa de Bruselas y no es capaz de dar la cara y luchar por lo que cree apechugando con las consecuencias. Por otro lado, un presidente del gobierno, Mariano Rajoy, que sólo quiere venganza y muchos votos y que las cabezas del los independentistas que ha cortado, vía resolución judicial de Lamela, son como trofeos para poder exhibir a la muchedumbre ansiosa de sangre que pide justicia, justicia y justicia…

Por desgracia, esa misma plebe nunca se levantó para gritar a los cuatro vientos que nos estaban robando nuestro país, una plebe que no entendió que el único nacionalismo (españolista o catalán) pasaba por Suiza o por cuentas “Off-Shore”, una plebe que ha preferido una bandera a las personas de carne y hueso, una plebe que siguió a los falsos profetas y que ahora anda huérfana por el desierto de la desesperanza.

Con el encarcelamiento de Junqueras y los siete exconsellers de la Generalitat el Partido Popular ha cometido un error político de órdago y es el de seguir echando leña al fuego e incrementando el victimismo en las filas independentistas. En definitiva, lo que ha venido haciendo el pirómano de Rajoy desde que pidiera firmas para paralizar la reforma del Estatuto Catalán.

La pena es que el discurso que no ha triunfado es el del entendimiento. Quizá porque los que gritaban diálogo no han sabido comunicar ni decirle a la gente qué proyecto de país tienen y porque, casi siempre, las propuestas intermedias nunca triunfan. Son los extremos los que parecen hacerse con el poder en situaciones donde el mejor aliado es buscar lo que une en vez de lo que nos separa.

Quizá esta reflexión parezca inocente, quizá se parezca a ese mundo al que algunos nos dicen que pertenecemos los “extraños”, es decir, los que no nos creemos lo que dice la televisión, los que leemos y leemos para tratar de comprender un asunto que nos quieren vender como irreparable esos que todo lo ven de un solo color: el color oscuro de la cárcel para los independentistas.

Si alguien cree que metiendo independentistas en la cárcel va a solucionar el problema de Cataluña es que no sabe lo que dice. ¿Acabó el encarcelamiento de LLuis Companys y su gobierno en 1934 con el sentimiento independentista? Evidentemente no.

La brecha para cambiar España que se abrió en Cataluña ha fracasado. No se ha planteado en ningún momento en España un debate nacional sobre el sistema de gobierno, sobre la monarquía o república, por ejemplo, que muchos llevamos muchos años pidiendo. En vez de eso todo ha quedado en una lucha de banderas que ha hecho despertar a los fantasmas de siempre, los fantasmas del fascismo, que aunque agazapados, nunca han dejado de pulular por las sombras esperando el momento propicio para dejarse ver. Ya lo decía el gran Walter Benjamin: “cuando aumentan los fascismos siempre es producto de revoluciones fallidas”.

En definitiva, todo parece una broma de mal gusto. El problema es que todo esto es muy serio y algunos lo están convirtiendo en un mal chiste.

 

 

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