La caja de Pandora

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No siempre recibimos lo que deseamos, a veces incluso, nos quedamos esperando lo que nunca llegará.

Esos fines de semana con los abuelos, entre susús deliciosos y patos en el balcón. Entonces sólo éramos 2, habría sido impensable 4 nietos juntos en esa casa. Los roles estaban repartidos: Javi era el trasto, el experimentador de aventuras; yo la responsable y fácilmente predecible, hasta el día que el sombrero rojo asomó por el escaparate de nuestro paseo.

Volvíamos del mercadito y no recuerdo haber pedido nada especial de todo ese mundo lleno de fruta, salazones, braguitas, batas, pijamas, gitanas con ajos, pollitos, sartenes y montañas de ropa usada en las que rebuscar el tesoro de la prenda que se convierte en el dorado en tus manos.

Debió suponer una sorpresa para mi yaya, porque su «No» como única respuesta me llenó de indignación, no estaba pidiendo la luna. En mi interior resonaba un «tampoco pido tanto» después de estos 8-9 años de buen comportamiento. Sólo quería llevar en mi cabeza el bombín de plástico que me llamaba tras el cristal, pero no, mis alas de payasa quedarían frenadas.

A partir de entonces seguiría siendo la seria, la responsable, la quieta, ¿Qué pintaba yo con un bombín rojo? ¿No podría haber pedido una libreta y unos lápices de colores? Seguro que eso sí que me lo habría llevado a casa.

El silencio manifiesto era sólo exterior, dentro rugía un impulso que quedaría frenado aunque no por mucho tiempo, con 2-3 años más, surgiría en el cole la necesidad de hacer teatro para sacar las risas.                             Beatriz Madrid, si estas leyendo esto ahora, tengo que recordarte aquellas tardes preparando una actuación de payasas que nunca tuvo lugar y preguntarte, cómo fuiste capaz de arrancarme las gafas para estrellarlas contra el suelo en la clase de baloncesto, aunque en el fondo, te agradezco que tuviera que intervenir el pibón del profe para que dejara de estirarte los pelos, ese día descubriste mi lado Mr. Hyde.

En cuarto de carrera decidí dar rienda suelta a esa artista contenida, fue el momento de saltar a escena con el grupo de teatro «El altillo». Y pasando la vida, me volví a encontrar con la actriz que nos motivaba, la gran Ana Campos que aún hoy, mantiene esa mirada azul brillante, viva y energética, la misma que era capaz hace 20 años de sacar lo mejor de tí y el «No me atrevo», transformarlo en un «Te doy una canción» de Silvio Rodríguez en la mismísima Aula Magna de la Facultad de Medicina a la que tantas veces le rompimos la seriedad y la solemnidad, para convertirla en un espacio de música, risas, baile y otras emociones.

La vida es un cambalache de sueños y momentos, lágrimas vivas de emoción o podridas de rabia y con los años, vas perdiendo la inocencia y descubres que algunos de los que considerabas amigos, pasaron a la lista de conocidos y, a la vez, te ilusionas y sorprendes cuando revisando tu historia, tus verdaderas/os Amigas/os resultaron libertad de expresión y llamada imprevista.

Cuando te empiezan a crujir algunas articulaciones y te cuesta llevar la misma marcha que siempre has llevado, tu cabeza, sin darse cuenta, comienza a repasar todo aquello que flotaba entre el espacio cósmico que hay entre tus neuronas y saltando de un hemisferio a otro, pasea por el lado temporal de un cerebro expandido por todo lo vivido y guarda en sus cajas secretas los sueños que no salieron.

Escribir te permite abrir esas cajas para darle vida a todo lo que quedó escondido y cuando levantas la tapa, empiezan a fluir por un espacio desconocido hasta entonces, emociones que se convierten en letras, palabras que tus dedos teclean como notas de un piano y la música se convierte en energía que queda resonando ya no sólo en tu interior, ahora quedará libre, flotando por esa nada que no vemos pero que respiramos y se introducirá en cada ser que lo lea para resonar ahora tanto en sus lóbulos cerebrales como en los poros de su piel.

Un simple bombín puede transformar a un canalla como Joaquín Sabina en un teatrero que te saca las carcajadas como al Chaplin al que por fin le salió la voz apagada.

El sombrero rojo estaba guardado en una de esas cajas, ahora tú también te lo querrás poner.

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