Después de tres años sin caja tonta en casa, hace pocos meses, me compré una a regañadientes. Toda una experiencia en el Media Markt: esa empresa que exalta la inteligencia de sus clientes pero que ha sido acusada en diversas ocasiones de estafarlos manipulando los precios.

Tras ese tiempo que va de entonces hasta el día de hoy y en el que he estado observado con minuciosidad los programas que agolpan la parrilla televisiva, puedo determinar que la máquina que el filósofo Marshall McLuhan consideró la piedra angular de la aldea global (eso es, un mundo hermanado por la comunicación) es una verdadera fábrica de zombis.

No digo nada nuevo, ni tampoco puedo afirmar que tuviese muchas expectativas de que la tele fuera algo distinto. Pero analicemos un poco mejor esa putrefacción.

Son (somos pues yo ya tengo el artilugio del mal en el salón de casa, que a veces se me olvida) muchos los que en España deciden informarse por vía de la televisión tradicional, es decir esa que tiene mando y canales transmitidos vía TDT. Según un estudio elaborado por el fabricante de televisores Samsung y la empresa Ipsos, el 84% de los españoles sigue empleando ese viejo sistema y el 85% ve la televisión en alguno de los formatos existentes, al menos una vez al día. El estudio sigue afirmando que los hogares españoles tienen 2,3 televisores de media (si yo tengo sola una, eso significa que hay gente que tiene la friolera de 3,6 televisiones en casa). Más datos: el 63% de los españoles sentirían pena si desaparecieran los televisores tradicionales. Parece que el personal ama la televisión clásica. Más cuando el estudio concluye que una de las disputas domésticas más frecuentes se produce por el control del mando a distancia, por el control de cultural del hogar.

Para que no se me pierda quien lea esto, cuando me refiero al concepto tradicional de tele hablo de TVE, Antena 3, Telecinco, La Sexta, Cuatro y otros tantos canales de variedades dominados por un total de 9 empresas en el ámbito nacional. Con excepciones de calidad, en el aspecto autonómico, las cosas se parecen bastante.

En contra de esta fórmula, tenemos el modelo de conectarse audiovisualmente con el mundo que antes de comprarme una televisión utilizaba: el portátil y la selección consciente y cabal de la experiencia televisiva. En aquella época de mi vida no existía el zapping, me pasaba las noches viendo películas o series que sabía a ciencia cierta que iban a gustarme, y cuando me informaba leía los diarios digitales que me son afines y dicen lo que quiero escuchar. Este modus operandi, tal y como han demostrado las elecciones estadounidenses o las mismas españolas, tiene sus inconvenientes: llegamos a pensar que la opinión generalizada del país es igual a la nuestra. Si a eso le sumamos que con la personalización de los motores de búsqueda, páginas como Google, Youtube o Facebook cada vez son más efectivas seleccionando información que no se escapa a nuestra ideología (como dice un amigo mío «el efecto burbuja»), queda claro que internet no es ningún harén de la libertad.

Pongamos en una balanza la televisión que se hace en canales de internet y la que se hace de forma tradicional. Tras los meses de comparación, creo poder afirmar que la primera es mejor que la segunda por goleada si descartamos los videos de gatos y los youtubers de la ecuación comparativa.

Corrían los días anteriores a las últimas elecciones de Estados Unidos (como el tiempo dirá, un hito en la historia de la comunicación moderna) y los medios, de forma generalizada, daban a Hillary Clinton como vencedora. El día de los comicios, a la 1:30 de la madrugada todas las tertulias de la tele tradicional se planteaban ya cómo sería la gestión de la primera presidente de los Estados Unidos: ¿Sería denunciada por su oponente? ¿Acataría el archi-rico los resultados?. Cuando a la mañana, finalmente Donald Trump se alzó con la victoria en las urnas, conecté mi televisor, y tuve que enfrentarme al bochornoso espectáculo de ver a los polemistas que siete horas antes no daban un duro por el magnate racista, ahora decían que «claro, todo el mundo sabía que cabía la posibilidad de…», que «Trump había conectado con las masas de no sé dónde», que «ya se esperaba una muy baja participación que al final influyó en no sé qué». Nadie acertó, por mucho que tratasen de enmendar el error con excusas. Como dice el escritor griego Nikos Dimou en «La desgracia de ser greigo»: el intelectual es aquel que tiene teorías sobre la realidad y no aquel que hace que la realidad se adapte a su teoría.

Además de todo esto y como nota que afea aún más la escena, resultaba impactante que las tertulias de las cadenas mayoritarias trataran de analizar el peso que tenía el machismo en Estados Unidos y la factura que eso podía pasarle a Clinton, cuando la presencia de las mujeres en las mesas de debate del 8 de noviembre era casi nula.

Por el contrario, las tertulias de Fort Apache dirigidas por Pablo Iglesias llevaban meses advirtiendo: cuidado con Trump porque Trump es mucho Trump. Quien lo afirmaba entre otras personas era Iván Redondo, un asesor de campaña (lo que los americanos llaman «Spin Doctor») que ha llegado a trabajar con García Albiol y que es un gran conocedor de la cultura política de al otro lado del charco.

En esos debates emitidos por Hispan TV (sí, la Televisión iraní que podemos ver vía online), se puede entender nuestra realidad con mucha más profundidad. ¿El secreto? Llevar a expertos en la materia que se va a debatir y no a opinólogos que dicen saber de todo pero no saben de nada. Gente como Enric Juliana o Javier Couso y no gente del tipo Alfonso Rojo o Eduardo Inda. Se puede decir que Fort Apache no siempre es lo plural que se podría querer ni siempre tiene las suficientes mujeres que cabría esperar, sin embargo, la forma de debate pausada, donde se exponen ideas y se rebaten con inteligencia, es infinitamente superior a cualquier formato tertuliano de las mañanas españolas.

De hecho Fort Apache confirma una idea que me ronda en la cabeza desde hace tiempo: Pablo Iglesias, que también tiene un programa de entrevistas llamado Otra Vuelta de Tuerka y en el que confronta a sus invitados con conocimiento de lo que han hecho o dicho, es mucho mejor presentador de televisión que político. Deseando estoy de que se retire de la política y se dedique a la tele.

No solo el entorno de Podemos hace buena televisión (cabe reconocer que no todos los programas de la Tuerka, por ejemplo, tienen calidad). Desde hace algunas semanas he descubierto el canal de Televisión de Mongolia y sus entrevistas colectivas a personajes políticos hechas con la colaboración de eldiaro.es. Se trata de espectáculos que se llevan a cabo en teatros, pero que son grabados en video y luego colgados en la red. Parece rocambolesco y poco televisivo, pese a ello, esa hora y media aproximada durante la cual Pere Rusiñol, Dario Adanti y Edu Galán entrevistan a personajes como Pedro Sánchez, Iñigo Errejón o Gabriel Rufián, contienen más humor e información política (pocas mujeres eso sí) que cualquiera de los bodrios hechos por el gran enemigo de la televisión inteligente: Pablo Motos.

En resumidas cuentas, el problema no es donde vemos las cosas que vemos, el problema es lo que vemos. Y tranquilidad, no me olvido de Salvados: esa excepción que confirma la regla.

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