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La alegría en el andamio: adiós a Javier Reverte

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análisis

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Javier Reverte (1944-2020) fue un obrero de las palabras, en completa humildad, como el mejor albañil con los ladrillos. Tenía la vanidad curada (cuánta elegancia) y a las señoronas que se le acercaban en las ferias librescas (cada vez menos literarias) para que les firmara el título de otro (Arturo Pérez-Reverte), por esa confusión de apellidos donde empezaba un baile, así lo hacía con la mayor delicadeza. El pasmo del personal era morrocotudo. A quién se lo recriminaba añadía: “¿Y quién coño soy yo para quitarle la ilusión a nadie?”.  Un señor, lo dicho, ajeno a gola y tarima.

Fue de los obreros que siempre cantan desde el andamio. Tenía un Mercedes como un barco, sí, salido de los callos entre los dedos y del sudor de su frente, todo el hierro en la hoguera del folio blanco, bloc barato a cuadritos tan de camarero en el bolsillo junto al pecho. ¿Un Mercedes, dice? Sí, oiga, hace mucho que el lujo no es usufructo exclusivo del patrón, para toda la gloria y orla del esfuerzo personal. ¿Qué se necesita para escribir? Ganas. Ganas y más ganas. Le gustaban las tabernas de azulejo andaluz y las barras con grifo (cerveza o vermú). Su nariz grande de borracho fue una medalla bélica, ganada en las guerras a donde le mandaba Manu Leguineche, el primero en hacer la maleta y el último en irse, siempre con amigos a la hora de las despedidas, aplaudido por los camareros hasta romperse las manos y la sonrisa.

África, Italia, Nueva York, Irlanda, China, Roma… sus libros están ahí, a golpe de clic, aquí venimos a retratar al hombre y a llorar lágrimas como melones con los puntos y aparte. Un profeta  editorial le dijo que no escribiera sobre viajes, sí, y la Trilogía de África (El sueño de África, Vagabundo en África, Los caminos perdidos en África) superó el millón de ejemplares, por separado, lo que da para muchos Mercedes, oiga. En el jardín de sus novelas más rojas (Banderas en la niebla) no florece el odio y en aquellas otras periféricas de puro dandy de extrarradio (Barrio cero), con premio incluido (Fernando Lara), late un aprendizaje impropio de los libros y sí de la vida. Novela más seria que un infarto donde la vida va por delante.

Humilde, campechano, gigante de los viajes y las letras, profesional del exilio, a quién éste siempre enseña a vivir con lo puesto, poeta de eso tan llano que es sentirse extranjero en todas partes. Periodista de libreta y botella, ingenio y humo, lo opuesto a la modorra actual de vagos entre pladur o siliconas blancas como la muerte, tan estabulados como abúlicos. Empezaba, en la libreta barata, siempre por el detalle. “Encadenar detalles” dijo Nabokov que era la novela. La aventura comienza así por el café que toma sobre  bidón de gasolina donde el azúcar es óxido. La corbata era para él una soga y por eso el nudo, como una naranja, le bajaba hasta el ombligo en el fuego primero de todo protocolo o almuerzo serio.

Nunca faltó a nadie, como su homónimo, y la textura de su lenguaje es clásica y castiza, algo solo al alcance de los mejores, pura sartén donde se fríe el tocino con caviar del pueblo soberano. Cosmopolita, divertido, elegante, informal, amante del flamenco y los bolígrafos baratos, fue un trabajador infatigable con dos manuscritos en el cajón porque afirmaba no poder hacerse la competencia a sí mismo. Artesano de la palabra, correcaminos, ajeno a domas. España empezó a joderse un poco cuando los obreros dejaron de cantar desde el andamio. Sabio en zapatillas, niño que sólo aspiraba al juntar dos palabras que jamás hubieran estado unidas, como Valle-Inclán.

Lloramos whisky por Javier Reverte, somos el macarra que mea whisky en el vaso a las marquesas por Javier Reverte, héroe de los que siempre ven el vaso medio lleno, estirpe de los que caen para levantarse, donde ganar no es competir sino eso mismo, luchar y sobreponerse. Hizo todo lo que pudo por sus amigos, escritores o no. Fumaba como Homero, con un mar azul cobalto detrás, entre volver a casa y perderse para siempre a comprar tabaco, mientras los demás duermen para no soñar. Javier, un mago vestido de pobre.     

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