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La actual Constitución «pone en peligro» a la democracia

Hoy se celebra el 43 aniversario de la Constitución española, un texto que sirvió para cimentar el sistema democrático pero que se ha quedado obsoleto y ha dejado desamparados a los y las ciudadanas de este país frente a los abusos de las clases dominantes

José Antonio Gómez
José Antonio Gómez
Director de Diario16. Escritor y analista político. Autor de los ensayos políticos "Gobernar es repartir dolor", "Regeneración", "El líder que marchitó a la Rosa", "IRPH: Operación de Estado" y de las novelas "Josaphat" y "El futuro nos espera".
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análisis

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El 6 de diciembre de 1978 el pueblo español fue llamado a refrendar el texto constitucional surgido de las negociaciones entre los grupos políticos con representación parlamentaria. Fue un texto que recogió, en buena medida, el espíritu de las constituciones democráticas de los países de nuestro entorno.

Era la Carta Magna que necesitaba la España de la Transición para asentar las bases sobre las que construir una democracia plena a lo largo de los años siguientes, es decir, un buen punto de partida que hubiera necesitado de constantes reformas para adaptarse a las necesidades de la ciudadanía. Desde luego, en el año 2021 no es la Constitución que precisa el pueblo. Este planteamiento no es una crítica ni una enmienda a la totalidad de lo que sucedió en la Transición, sino que es fundamental una evolución porque, de no producirse, la democracia está en serio peligro.

Sin embargo, los años han ido pasando, la alternancia en el gobierno se convirtió en un hecho, el modelo político de libertades y derechos se asentó y la Constitución se presentó como un texto definitivo que no requería ningún tipo de reforma por más que los tiempos cambiaran, por más que la mentalidad de los españoles fuese absolutamente diferente de la de 1978.

La reforma política de la Transición fue impuesta a los españoles por los poderes políticos, económicos y financieros, además de la «colaboración constante» de los servicios secretos extranjeros, dejando al pueblo un papel residual en la confección del régimen democrático. Tal vez fuese el único modo de realizarlo, pero intentar que lo emanado del consenso político permaneciese inmóvil fue un grave error.

La mejor demostración de esto es el número de diputados necesarios para poder reformar la Constitución: dos tercios. En el bipartidismo era complicado porque las mayorías, aunque absolutas, no alcanzaban la cifra de 234 diputados.

La función principal de una Constitución democrática es garantizar los derechos y las libertades del pueblo frente a los abusos del poder, sea cual sea y venga de donde venga. Durante los años inmediatamente posteriores a la Transición la Carta Magna tuvo una función muy importante de asentamiento del sistema democrático. Sin embargo, a partir de la década de los 90, con varias crisis económicas y un incremento de la inestabilidad política (por más que los defensores de la Transición afirmen lo contrario), se vio que la Constitución iba perdiendo su vigencia en relación con esa labor fundamental en cualquier Estado democrático.

El inmovilismo no genera solidez. Más bien al contrario, provoca rigidez, frustración, debilidad y desigualdad. Esto es algo que no entienden quienes defienden que «la Constitución no se toca», a pesar de las claras evidencias de que la Carta Magna se ha convertido en un texto vacío de contenido precisamente por la falta de reformas.

Evidentemente, continúa siendo la garantía de los derechos y las libertades democráticas. Sin embargo, las consecuencias de las crisis económicas, las diferentes revoluciones que está viviendo la sociedad, como la tecnológica o la de la igualdad real, por citar algunas, están dejando claro que España necesita una reforma integral de la Constitución para, en primer lugar, adaptar la defensa de los derechos y libertades de la ciudadanía a los tiempos actuales, y, en segundo término, fortalecer a la democracia frente al crecimiento de la ultraderecha que, precisamente, lo que defiende es el inmovilismo.

La ineficacia constitucional se ha visto en cómo desde los poderes económicos, empresariales y financieros y desde el poder legislativo se han conculcado derechos recogidos en la Carta Magna sin ningún problema: el derecho al trabajo ha sido prácticamente derogado con la Reforma Laboral de Rajoy (todavía vigente); los derechos a la libertad de expresión, de reunión y manifestación con la ley Mordaza (todavía vigente); el derecho a la vivienda, con las leyes hipotecarias y la permisividad de los desahucios indiscriminados de la banca; el derecho a la sanidad y la educación con los recortes impuestos por las políticas austericidas impuestas por la Unión Europea. Por no hablar de la imposibilidad de decisión sobre el modelo de Estado que se blindó a través de manipulaciones durante la Transición.

Por tanto, la Constitución necesita reformas muy serias orientadas a blindar los derechos fundamentales de los ciudadanos, los derechos que se trasladan directamente a sus vidas, a la realidad del día a día porque, de otro modo, la Carta Magna está de espaldas a los ciudadanos y ciudadanas de este país. Ese inmovilismo es lo que deja abierta la puerta a que la extrema derecha tome el poder gracias a su discurso populista que, como ya ocurrió en la década de los 30 del siglo XX, está atrayendo a las clases medias y trabajadoras.  

Una Constitución no puede dejar indefenso al pueblo ante los abusos de poder y esto es la consecuencia de la falta de reformas en estos 40 años. Por esta razón, se demuestra que todo está por hacer, que la democracia está en peligro por tener un texto obsoleto como ley fundamental y que hoy no hay mucho que celebrar porque los únicos beneficiados de este inmovilismo son, precisamente, las élites que crearon el actual régimen.

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