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Koyaanisqatsi, cuarenta años después

David Márquez
David Márquez
Escritor de artículos y ficción. Colabora con diversas publicaciones periódicas y ha publicado: ¿Y? (microrrelato) y DAME FUEGO (el libro) (microrrelato, poesía y otros textos), ambos trabajos inconfundiblemente en línea con el pensamiento y estilo que manda en sus artículos, donde muestra su apego a la libertad total de ideas, a lo humano y analógico, siempre combativo frente a cualquier forma de idiotez. amazon.com/author/damefuego
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análisis

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Alcanzado este volumen de loca producción, toda actividad desarrollada a partir de medios desenchufados me parece infinitamente ecológica si la comparo con su equivalente digital. Me baso en una cuestión de cantidades: antes de esta maldita era ningún ser humano necesitaba tanto de todo. Una enciclopedia en papel, esa de ahí, por ejemplo, se producía, se imprimía una sola vez, y funcionaba (funciona) a la luz del sol, durante décadas y hasta siglos, a disposición de distintos usuarios (no de toda la población mundial) que no precisaban engancharse a ella las veinticuatro horas. La idea de que todo conocimiento evoluciona de la noche al día, de que ha de actualizarse constante y frenéticamente es una farsa, una estrategia de negocio para no-leídos, ignorantes del plagiado original.

La necesidad fue creada para satisfacer la “transición digital” domesticoburocrática (o te actualizas o te quedas fuera y tonto), en consonancia con el enfoque lúdico-hipnótico-soporífero de la “comunicación” y la exhibición compulsivas. Con posterioridad a lo cual montaron el paquete negocio definitivo de las comunicaciones-actualizaciones-exhibiciones. Consecuencia: nunca se había raspado a la tierra tanto coltán, berilio, mercurio y demás basura, para que todos y todas puedan colgar sus manipulados selfies (principalmente). Jamás se fabricaron tantas mascarillas, tal cantidad de químicos, por no mencionar la difusión loca del grafeno, esa “novedad” que (al margen de cualquier teoría) invadirá nuestro entorno como en su momento lo hicieron el asbesto y otras fabulosas nanobasuras, bendecidas y homologadas bajo el primer mandamiento del Gran Lobby: UTILIDAD COMERCIAL.

Fracaso.

Para quien no lo sepa, a finales del XVIII España contaba con el mejor servicio postal del mundo, a caballo (ojo, con entregas en veinticuatro horas) y gratuito (seguro que nadie gastaba su tiempo en escribir cosas como “¿dónde estás?” o “estoy llegando”). Esto se puede constatar porque alguien lo registró, lo escribió en su día. Pero al Gran Lobby de las comunicaciones actualizadas y exhibidas le interesa más la fugacidad, la inconstancia, la ausencia total de asideros materiales, reales, a los que el ciudadano pueda recurrir para defenderse y gritar: “¡Esto es mío! ¡Usted dijo esto! ¡Aquí está!”. No. El Lobby quiere y consigue ignorantes de la historia, corderos atados al Google y el Insta. Le aterran las cartas en sobres sellados, privados, de tú a tú entre origen y destino.

Aquí, en mi habitación, mi “viejo” portátil (qué insulto) detecta en este momento veintiocho señales de telefonía o WiFi. Ninguna es mía, y permanecen activas las veinticuatro horas, mamando cara electricidad. Es el mismo, similar espíritu que movió a los primeros compradores de BETA y VHS primero, y reproductores de CD más tarde: consumo, sí, pero en esta ocasión de alquiler, a saco duro y para todas y todos: “que nadie se quede fuera por culpa de la brecha digital”.

Fracaso.

A la historia pasaron aquellos VHS y cassettes que en su día constituyeron “lo último” (¿cómo es que no lo tienes aún, tía?) pero resurge el vinilo. ¿Por qué? Es como preguntarse por qué los mejores guitarristas prefieren amplis de válvulas, o por qué las flamantes baterías electrónicas quedaron eclipsadas por las acústicas (mantenemos y mimamos un Stradivarius del XVIII, que sigue activo). Cuestión de calidad entre profesionales que viven (o vivían) de su oficio. Porque las válvulas tiran de enchufe, de acuerdo, pero no todo el mundo es guapo, zapatero, músico o fotógrafo, aunque muchos se lo crean y pasen años frente a un no-teléfono, chupando energía, y nuevos consumidores hagan lo propio visionando a medias, escuchando a medias, gestionando nuevas burocracias o compartiendo fantochadas digitales en el eterno trayecto del metro o el cercanías ya que, oh, casualidad, no pueden hablar entre ellos, no vaya a ser que se contagien algo. La herramienta evasiva se torna invasiva. No se requieren pretextos: la acción es mecánica, robótica.

Fracaso.

Lo que vale y funciona se mantiene, como el libro en papel que una imprenta parió hace cien años, que alguien leyó diez años después, que permaneció en una estantería primero, luego en una caja, “apagado”, otros noventa años, y que ahora, como el primer día, superando en vigencia a todos los televisores de culo y planos, a todos los BETA, VHS, CD, MP3 y nuevos inventos “respetuosos con el medio ambiente”, funciona a la primera, a la luz del día, desenchufado, mostrando verdades (que ahora censuran o presentan como descubrimientos). Y seguirá ahí, otros cien años, para el o la que, eso sí, sepa descifrar esas, para muchos ya, complicadas frases.

Koyaanisqatsi es una palabra Hopi que, según los créditos finales del film que lleva su título, reúne varios significados como “vida fuera de equilibrio”, “vida loca”, “vida en destrucción”. La película se presenta como una sucesión de imágenes sin palabras, un viaje desde el silencio y la calma del Gran Cañón a la locura vertiginosa de las ciudades y la producción en masa. ¿Denuncia? Yo diría que sí, de la neurotización total del planeta. De aquello hace ahora cuarenta años.

Solo unos días atrás, cuando, por accidente, me crucé con una de esas infernales pantallas tontas, en plena coyuntura publicitaria, descubrí con horror un anuncio del sector tecnológico, que se sirve tanto de la misma mecánica del film como de la propia banda sonora de Philip Glass para publicitar la neurotización digital como algo bonito, bueno, atractivo.

Fracaso, esa es la traducción que yo haría de la palabra Hopi que da título a esa inteligente y poética producción de Coppola, con dirección de Godfrey Reggio, que desde ya me permito recomendaros. Pero tenéis que verla hasta el final, en silencio… ¿Difícil? Bueno. Si habéis leído todo el artículo… quizás… no tanto.

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