«El rey Juan Carlos, a pesar del estereotipo que de él han fabricado durante tantos años los medios de comunicación nacionales, no es para nada un hombre campechano, simpático, jovial, educado y muy accesible para el común de sus súbditos». Así define al anterior Jefe del Estado el coronel Amadeo Martínez Inglés en su libro Juan Carlos I. El último Borbón.

Así, durante demasiados años, Juan Carlos I ha sabido presentar a la ciudadanía un impostado carácter personal cercano siempre a la simpatía, a la sencillez, a la solidaridad y a un acercamiento hacia sus súbditos.

Sin embargo, su verdadera personalidad terminaba por salir, cual Bruce Banner, estallaba de la forma más imprevista y sacaba a relucir su verdadero «Yo»: una descarnada personalidad muy poco agradable y presta siempre al ataque más inmisericorde. Un ejemplo de ello lo tuvimos en una recepción oficial en la que, celoso por la falta de atención de los periodistas que se centraban en un ministro del Gobierno, contestó a gritos a los requerimientos de la reina Sofía para que no abandonara el salón: «¡Ni Juanito ni hostias!».

Años después, en una visita a la ciudad de Alcalá de Henares para la entrega del Premio Cervantes, recriminó a gritos, delante de todo el mundo, al jefe de la unidad militar formada ante el recinto de la Universidad porque no había dado entrada al himno nacional en el justo momento en entró en el lugar.

El coronel Martínez Inglés recuerda otro momento de ira cuando «en una visita oficial a una pequeña guarnición del archipiélago canario, ante la insistencia del corneta de guardia del acuartelamiento en interpretar una y otra vez, y en solitario, el himno nacional, no dudó en volverse con cara de muy pocos amigos al ayudante militar que estaba firmes detrás de él, en el podio de honores, y con un vozarrón fuerte y cortante ordenarle: —“¡Que se calle de una vez!”».

Otro ejemplo del carácter iracundo de Juan Carlos I tuvo lugar en la XVII Cumbre Iberoamericana de Santiago de Chile, cuando, con la cara desencajada y ademanes descompuestos, mandó callar de una forma abrupta y muy poco diplomática al presidente de Venezuela, Hugo Chávez despreciando la autoridad del presidente Rodríguez Zapatero, que le había pedido calma, y provocando con ello una grave crisis política de España con varios países hispanoamericanos.

Existen miles de anécdotas como éstas —algunas bastantes peores de las que cientos de miembros de las Fuerzas Armadas pueden dar fe— pero que no han llegado nunca a la ciudadanía porque, como dice el coronel Martínez Inglés «ellos, pobrecitos, no disponen de servicios secretos que les informen de las andanzas, los manejos, las aventuras y las desventuras de tan constitucional y campechano rey».

Estos comportamientos del actual rey emérito demuestran el carácter duro, autoritario y, en ocasiones, despiadado de Juan Carlos de Borbón, carácter del que sus íntimos y las personas que han tenido una relación preferente con la Casa Real española son perfectamente conocedores. Por ejemplo, el periodista Jaime Peñafiel, a preguntas de un tertuliano radiofónico sobre el carácter campechano y simpático del rey, contestó, según Martínez Inglés, sin pensárselo dos veces: «Bueno, no tanto, no tanto, písale un callo y verás…».

«Y es que este hombre que no ha accedido al alto puesto que ocupa a través de oposición o promoción intelectual alguna, que vive muy bien como lo que es y no debería ser, y que tiene, y no debería tener, la jefatura del Estado español como patrimonio familiar hereditario… se cree el amo del mundo, el dueño de la finca, el salvador de este país, el rey providencial que trajo, bajo su manto, las libertades de todos los españoles, actuando como si sus alicaídos genes familiares provinieran directamente, y al alimón, de las gónadas del Cid, Carlomagno y el Rey Sol. Está absolutamente convencido que es rey de todos los españoles por la gracia de Dios y que, como lógica consecuencia de ello, sus súbditos deberían aplaudir a rabiar, incluso con las orejas, todas y cada una de las gracietas institucionales y personales que protagoniza, sean éstas políticas, militares, financieras, sexuales, cinegéticas, deportivas, viajeras, gastronómicas… etc., etc.», afirma el coronel en su libro.

Otros casos en los que se vio el carácter iracundo del rey Juan Carlos que sí fueron vistos por la ciudadanía fueron, por ejemplo, cuando le dio de manotazos a su chófer porque no aparcó donde él quería:

O cuando se encaró con la prensa en el Palacio de la Zarzuela al grito de «Lo que os gusta es matarme y ponerme un pino en la tripa»

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