Imagen de Telecinco.

Cuando eres joven quieres ser muchas cosas; superhéroe, actor, bombero, cantante, poetas o filósofos poco, pero algún caso se ha dado. Lo haces como acto de rebeldía cuando empiezas a sospechar que no eres nada en comparación con lo que sale en la televisión. Viéndolo con perspectiva nada me habría ido mejor que ser Mariano Rajoy. Ya no sólo para superar las vicisitudes cotidianas propias de mi juventud, tales como sisar dinero a mi madre del monedero, hurtar algo en la tienda de frutos secos, copiar en el examen de química, incluso esconderme para fumar. Ser Rajoy con dieciséis años me habría servido de mucho en los momentos más delicados.

Por curiosidad, inconsciencia, y por qué no, también para impresionar a una chica, una tarde otoñal decidí coger prestado el coche a mis padres. Mi carné de conducir figuraba en el olimpo de los sueños por cumplir, y mis conocimientos técnicos para manejar la máquina los había adquirido viendo cine de la novelle vague. La experiencia resultó bastante fiel al propio séptimo arte francés, una mal realizada marcha atrás, un faro roto, y una chica de dieciséis años con un susto de tercera edad, dieron al traste con mi cita. Sólo deseaba que el tiempo y el azar encubriesen los daños colaterales de aquella velada.

Un mes después mi padre descubrió el entuerto, al sorprenderse por la cantidad de hojas secas que ocupaban el interior del faro delantero. En un acto de democracia inusual, a la hora en que empezaba “Médico de familia” se convocó un pleno en el salón, al que debía acudir junto a mis hermanos, madre y abuela. De haber sido Mariano Rajoy, habría comenzado exponiendo los hechos sin mencionar los términos: Renault 5, minifalda y árbol. Habría reclamado un aumento en la paga semanal, subrayado mi sobresaliente en química, para finalmente mostrar una hucha vacía color verde con un “ele” dibujada en su lateral, todo esto mientras seguía las peripecias de Emilio Aragón y su prole.

Mi madre enumeraría todo lo malo que podría haberme sucedido, desde atropellar a un niño e ir a la cárcel, a sufrir un grave accidente en el que me quedara hemipléjico e ir a la cárcel. Ambas opciones llevaban incorporado el extra de resfriado. A su discurso respondería con un “te quiero, mamá”.

Mi hermano pequeño diría que lo que hice está mal pero que lo hice jugando, y que ya que hablaba de jugar, necesitaba unas zapatillas nuevas.

Mi hermano mediano reprobaría el hecho de que las llaves del coche estuvieran a mi alcance, repartiría culpas para evitar que me castigasen encerrado en casa y tener que compartir el televisor.

Mi padre haría varias preguntas obvias: ¿por qué?, ¿con quién?, ¿cómo?, ¿cuándo?. Yo no sólo no respondería a dichas cuestiones sino que recordaría a mi padre cuando de joven hizo lo mismo con el camión del abuelo. También destacaría, que de ese hecho ya habría pasado un mes, y que mi objetivo ahora era buscar trabajo en verano para traer dinero a casa y perfilar mi permiso de conducir.

Y por último mi abuela atacaría a mis padres por irresponsables, justificando mi actitud por mi escaso apetito, tema a su juicio preocupante, para terminar defendiendo la unidad de la familia.

¡Cómo me gustaría haber sido Rajoy con dieciséis años, y salir a correr como él!. Lamentablemente no lo fui, y no creo que lo sea ya porque aún me siento joven.

Como no lo fui, me pasé todo el verano castigado sin salir, para sufrimiento de mi hermano mediano, me enganché a un culebrón brasileño, la chica a la que quería impresionar comenzó a salir con un chaval más mayor, malditos sustos, y de la bofetada que me dio mi padre mi oído izquierdo reprodujo durante meses el tono de la carta de ajuste. Pronto se cumplirán dos años de la bofetada a Rajoy, algunos aluden al karma, yo prefiero pensar que, por unos instantes, Mariano deseó ser yo.

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