Ha muerto José María Iñigo, pero en la memoria de muchas, muchísimas personas, seguirá brillando su sonrisa, su bigote entre impertinente y cordial, y sobre todo perdurará la energía, positiva, con alegría de vivir, que siempre transmitía.
No recuerdo el nombre de aquel programa que le hizo famoso cuando yo aún era niño, y no voy a caer en la fácil tentación de buscarlo en internet -cualquiera que lo desee puede hacerlo gracias a la facilidad excesiva que actualmente nos brinda la tecnología- pero si ahora cierro los ojos le veo, junto a Uri Geller, el hombre que doblaba las cucharillas del mundo entero con el poder de su mente. Le veo con la mirada brillante y la sonrisa pícara y divertida. Vuelvo a cerrar los ojos y ahora le veo con el pelo al cero, rejuvenecido hace no tanto tiempo; no veo si tiene bigote o se lo había afeitado también.
Ha muerto José María Iñigo, pero no se ha ido. Está aquí, sigue aquí, entre nosotros, en el palacio mental que con mayor o menor desorden todos tenemos en nuestro interior. Y pienso que a muchos les sucederá dentro de unos meses, años incluso, que habrán olvidado la noticia de su muerte pero sí que le recordarán a él y hasta creerán y sentirán que sigue vivo.
-¿José María Iñigo? Un hombre simpático, un gran comunicador, me cae muy bien.
«No creo en la muerte» suele decir mi amigo Manuel Domínguez Moreno. Y tiene razón. ¿Por qué tendríamos que creer?