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Jaume Prat Ortells
Jaume Prat Ortells
Arquitecto. Construyó hasta que la crisis le forzó a diversificarse. Actualmente escribe, edita, enseña, conferencia, colabora en proyectos, comisario exposiciones y fotografío en diversos medios nacionales e internacionales. Publica artículos de investigación y difusión de arquitectura en www.jaumeprat.com. Diseñó el Pabellón de Cataluña de la Bienal de Arquitectura de Venecia en 2016 asociado con la arquitecta Jelena Prokopjevic y el director de cine Isaki Lacuesta. Le gusta ocuparse de los límites de la arquitectura y su relación con las otras artes, con sus usuarios y con la ciudad.
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análisis

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Las giras de los grupos musicales se planifican con meses o años de antelación cerrando locales, hoteles, ruedas de prensa y lo que convenga. Lo que es la excepción respecto a como se había girado siempre: circunstancialmente, con las fechas sometidas a variación, equipos de sonido inciertos, escenarios inestables, hoteles baratos y unos cambios constantes de programación que llevaban a menudo a músicos como un Keith Richards en algún estado etílico más o menos avanzado a tomar el micrófono y proclamar que estoy contento de estar aquí. Sea donde sea aquí.. No es un comentario banal. Durante milenios este viajar incómodo, esta deslocalización del arte y del conocimiento hasta el extremo de que se puede decir que habitaba en un no-lugar, en una posición marginal, ha sido la única forma de transmisión cultural y artística conocida. E intensamente practicada.

En arquitectura, igual. Desde siempre.

Hay hipótesis razonadas que hablan del Pantocrátor de Sant Climent de Taüll, una de las cimas del arte catalán, como obra de un artista italiano. Como italianos fueron tambíen algunos de los arquitectos que concibieron la ciudad de San Petersburgo en Rusia. No se puede concebir el arts & crafts de Glasgow sin las influencias japonesas. El Movimiento Moderno hizo de la bóveda a la catalana uno de los elementos más expresivos de la arquitectura de la India. También puedo recordar aquello de las Giraldas de los USA que reseñé en esta columna. Los arquitectos viajamos. Hacerlo es mucho más que exportar una expertez profesional: es mezclar culturas, maneras de hacer diferentes, puntos de vista nuevos sobre la ciudad. La cultura, toda la cultura, es mestiza. Sólo no lo va a parecer cuando se reivindique erróneamente como pura por motivos políticos. Que suele coincidir con cuando se quiere matar esta cultura. Que un arquitecto viaje, mire, trabaje fuera y vuelva no es sólo uno de los pilares de la profesión, sino también de cualquier vida cultural respetable. Siento contradecir las normas del quilómetro cero y las bajas emosiones y todas esas parafernalias que se han sacralizado (por razón que puedan tener de base), pero sin intercambio de información no existiría la humanidad como tal.

Esta es la base con la que poder entender el trabajo que el estudio del arquitecto Jordi Badia realizó construyendo la Escuela de Radio y Televisión de Katowice, la capital de Silesia, una de las regiones industriales de una Polonia que lucha por dejar atrás la etapa de la dictadura comunista.

Sin querer sacar ningún mérito a Jordi y al equipo que ha montado para esta aventura (los locales Grupa 5 y Maleccy Biuro) la cosa empezó bien gracias a un encargo fantásticamente planteado. Resumiendo: Katowice fue durísimamente castigada durante la Segunda Guerra Mundial (no olvidemos que es una de las ciudades más cercanas a Auszwich). Parte del casco antiguo se reconstruye y parte se rehace siguiendo la versión socialista del Movimiento Moderno a base de edificios exentos de arquitecturas que van desde un nivel aceptable hasta algunas piezas que merecerían mucha más fama de la que tienen por su enorme calidad. Lo peor de Katowice es la digamos frontera entre el tejido histórico y el nuevo. La manera con que las autoridades han querido paliar esta situación es poniendo el campus universitario de Silesia a caballo entre los dos mundos como si de una sutura se tratase. Nuestra Escuela de Radio y Televisión es una pieza clave en este conjunto. El edificio, que por dimensión y por programa pediría estar exento, se emplaza en un difícil solar en la última manzana del casco antiguo rodeado de edificios de vivienda que respiran a través de estas tramas de patios tan centroeuropeas que se conectan con la ciudad mediante unos portales de acceso que es donde se encuentran algunas de las arquitecturas más interesantes de la ciudad por ser, hasta donde sé, los únicos espacios de transición que Katowice ha sido capaz de proporcionar. En fin: los patios de los edificios de vivienda suelen estar mancomunados, de modo que el solar donde se ha de emplazar la escuela no es un solar delimitado por tres medianeras y una fachada, sino una especie de punto de encuentro de diversos patios de los edificios de viviendas vecinos (hasta seis) filtrado, además, por la preexistencia del edificio de una pequeña fábrica en medio de todo como si de un grano se tratase.

La escuela se asienta en el lugar con tanta elegancia que el proyecto parece fácil. A base de ir cruzando barras (una, la principal, se deposita encima de la pequeña fábrica y baja como puede a buscar el suelo sin tocarlo) la escuela recoge los patios vecinos, los acaba y dispone un patio central como si fuese un claustro de esos decimonónicos que caracterizaban las escuelas «de antaño» y da identidad al equipamiento. Con este gesto toda la parte funcional queda resuelta rápidamente y con brillantez: pasillos con aulas en la pastilla principal, cada giro del solar aprovechado para colocar las piezas excepcionales, la pequeña fábrica transformada en biblioteca y patios, muchos patios para que respire tanto el edificio como su entorno. Complicado, brillante y todo. Pero totalmente insuficiente para justificar la presencia de Jordi en Katowice. Sigamos.

La primera diferencia que marca este edificio respecto cualquier otro de la ciudad es la relación dentro-fuera. De la misma manera que los arquitectos nórdicos (más al norte de Katowice todavía) se inspiraron en el Mediterráneo para introducir la modernidad en sus países, Jordi ha llevado la relación dentro-fuera mediterránea a Katowice para modernizar sus patios. Me explico: los patios de Katowice son un exterior no demasiado conectado con su interior. Entre los dos mundos hay una ventana, un agujero, un elemento que los diferencia claramente. El exterior es una reserva de espacio por donde respira el interior. No es el caso de los patios de la escuela. Allí exterior e interior son una misma cosa. Obviamente no pueden serlo siempre, porque el clima es el que es, pero aquí es donde entra el diseño: los espacios interiores y exteriores están volcados entre ellos, interrelacionados. Cosidos. El espacio interior sin el exterior no sería nada: un cuarto pequeño y sin interés. El exterior da carácter al interior. El interior da vida al exterior. La promiscuidad de los espacios que dan a los patios interiores de la escuela ha hecho que este edificio se viva de una manera muy diferente. De hecho cuando lo visité me lo explicaron divertidos: ¡Esto es un patio para estar afuera sic) Y lo más divertido es que salimos. ¡Incluso en invierno! Curioso que me lo cuenten así en un lugar donde sabe lo que son las terrazas exteriores (visitad la Mariacka y lo veréis). Debe de ser el único patio de todo Katowice donde esto sucede.

La segunda diferencia de este edificio es la fachada: un velo de celosía cerámica que pasa por encima y por los lados de la pequeña fábrica sin tocar el suelo (como si ésta fuese el único soporte del edificio) y que esconde todo lo que sea que haya detrás, predominantemente una fachada de vidrio. Imaginad: un edificio relativamente estrecho con un interior perforado por unos patios a los que se vuelca cada espacio al que le es posible volcarse y una fachada porosa, más un filtro que un cerramiento. Es como estar siempre en medio de algo. Como si los límites del edificio no sean los elementos construidos, sino lo que ya existía. Y aparece la gran pregunta: ¿Es la escuela un edificio? Es decir, ¿estamos ante un edificio que tiene la voluntad de cerrar unos espacios proyectados para uso docente o ante un mecanismo más complejo de apropiación y acondicionamiento de un espacio exterior para dar clases? Es decir, ¿la escuela es un edificio o es una protección para habilitar el espacio público para hacer una actividad, que, de hecho, es pública? Sólo se salvan de esta consideración los únicos interiores puros del edificio: la biblioteca (condicionada como está por el lenguaje de ventanas de la pequeña fábrica que ahora la aloja), los platós y la sala de cine necesaria en un edificio como este.

Luego: esta escuela tiene un rasgo que no os habrá pasado desapercibido a los que os guste la arquitectura de Barcelona: la gran deuda que tiene con la arquitectura de Antoni de Moragas i Gallissà, uno de los arquitectos máximos de la segunda mitad del siglo XX catalán, relativamente desconocido a pesar de su enorme talento por tres razones cruzadas: primero, su dedicación casi en exclusiva a la vivienda. Segundo, su condición de arquitecto-promotor que lo llevó a emplear soluciones atípicas tan ingeniosas como emocionantes en su arquitectura y, tercero, el haber quedado fuera de la reconstrucción del espacio público del país después de la dictadura y, por tanto, el haber quedado fuera de las crónicas oficiales que marcaron la época de la arquitectura catalana. Moragas desarrolló un lenguaje muy particular basado primero en una habilísima codificación del sistema constructivo (es decir, el edificio explica cómo está construido y se expresa a partir de ello) y en el manejo virtuoso de los recursos de obra: materiales de desecho convertidos en pavimentos, etcétera. Jordi sintió la necesidad de emplear un ladrillo especial, cocido con carbón, oscuro, imperfecto, que remite al pasado industrial y minero de Katowice. En los aparejos de este ladrillo, en las atmósferas que crea, en la luz que recibe, en algunos ambientes interiores, se pueden encontrar los rastros de Moragas como un regalo hecho a la ciudad: el arquitecto-promotor que intentaba dignificar lo más chungo del porciolismo convertido en una especie de presencia etérea que dialoga perfectamente con los restos de esta Katowice de preguerra en un edificio que ni tan solo sé seguro si es un edificio. Moragas juega aquí un papel parecido al de las bandas lombardas de los ábsides del Pirineo o del Japón en Glasgow o de los rastros incas en Los Ángeles o de tantos otros préstamos culturales que, a la larga, pueden acabar siendo más locales que cualquier cosa parida allí: la ciudad formada por todas estas historias que han ido a parar allí, asimiladas, con vida propia. Jordi, trabajando sobre los rastros de Moragas, sobre los espacios mediterráneos trasplantados a otro clima y a otra manera de vivir, ha contribuido a este mapa secreto que identifica la ciudad, que permite que se reenamore de sí misma, que la hace crecer y que le permite hacer el camino de vuelta en forma de diálogo. Y, en breve, espero, tendremos algún trocito de Katowice en Barcelona.

 

Enlace al reportaje fotográfico del blog: http://jaumeprat.com/its-great-to-be-anywhere/

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