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Inglaterra, el espejo incómodo

Francisco Martínez Hoyos
Francisco Martínez Hoyos
Doctor en Historia
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análisis

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Conocemos bien como los extranjeros, en distintas épocas, han visto a España: un país medio africano al que había que ir si se buscaban emociones fuertes. En cambio, sabemos menos sobre cómo los españoles han visto otras naciones. Tres libros recientes nos ayudan a rellenar este vacío, todos centrados en el Londres de principios del siglo XX. Allí coincidieron varios periodistas españoles de gran brillantez, entre ellos firmas como Ramón Pérez de Ayala, Luis Araquistain, Salvador de Madariaga, Ramiro de Maeztu o Julio Camba.  

En Nuestro hombre en Londres (Marcial Pons, 2020), David Jiménez Torres nos ofrece un detallado estudio sobre el trabajo de Maeztu (1874-1936) como enviado de La Correspondencia de España entre 1905 y 1919. El escritor vasco, en la actualidad, es una figura muy poco conocida. Asesinado en los comienzos de la guerra civil, defendió posturas ultraconservadoras por las que hoy identificamos sus valores con los del franquismo. Antes, sin embargo, había defendido posiciones socialistas. En esta evolución, su estancia en la capital del Tamésis, como primer corresponsal al servicio de periódico hispano, se reveló decisiva. Entonces entró en contacto con el catolicismo tradicionalista de autores como G.K.Chesterton o Hillaire Belloc, fundamentales en el giro conservador de su periodo de madurez. Su caso demuestra como la europeización podía tener sentidos contradictorios, puesto que las referencias a países más avanzados podían hacerse servir tanto para legitimar la democracia como para justificar el autoritarismo.

Nos hallamos ante un hombre profundamente anglófilo. No en vano, su madre, Juana Whitney, era de procedencia británica. Interesado por la literatura inglesa, llegó a traducir La guerra de los mundos, la famosa novela de H.G.Wells. Con este bagaje a sus espaldas, nadie estaba mejor situado que él para dar a conocer, al público español, a los grandes escritores del Reino Unido. Mientras tanto, se implicó a fondo en la vida intelectual londinense, en la que participó “como miembro de pleno derecho”, tal como señala Jiménez Torres. Si todavía en la actualidad sorprende que un autor español publiqué primero la edición inglesa de uno de sus libros, todavía resultaba más insólito en aquella época. Sin embargo, esto fue lo que sucedió con La crisis de humanismo (1919), que apareció tres años antes como Authority, Liberty and Function.

Según Maeztu, sus compatriotas debían fijarse menos en París, por más que fuera la capital del mundo artístico, y prestar más atención a Londres, “la metrópoli del trabajo  y del tráfico mundial”. Lo que vio en ella le produjo sentimientos ambivalentes. Odiaba, por un lado, la ciudad mecanizada en la que los pobres vivían miserablemente, pero, por otra parte, contempló la riqueza de la vida política y cultural, con una tradición de debate que en España resultaba impensable. Además, se sintió impresionado por la práctica de la libertad de expresión. Cuando un orador en Hyde Park defendió el anarquismo y un monárquico le abucheó, la policía intervino para que el primero pudiera terminar de exponer sus ideas.

Julio Camba (1884-1962), otro de los corresponsales hispanos, también apreció este espíritu de tolerancia.  Tuvo ocasión de dar cuenta de ello en Londres (Renacimiento, 2021), una compilación de los artículos que escribió desde la capital británica, en la que permaneció algo más de un año, entre diciembre de 1910 y enero de 1912. En sus textos priva a manudo una visión humorística, más a la búsqueda de la sonrisa cómplice que de la abierta carcajada. Aunque no nos engañemos: la ironía, en este caso, no es más que un instrumento para decir con chispeante ligereza cosas serias. Sobre los británicos pero, sobre todo, acerca de los españoles: estaba en un país avanzado y enseguida le saltaban a la vista comparaciones no demasiado halagadoras.

Camba no busca inspiración en la gran política sino en los asuntos de la vida cotidiana. Nada más entrar en el país, observa que los guardias de la aduana no son, como los de Madrid, individuos chulescos. Tratan a todo el mundo con respeto, sin que les importe si el individuo en cuestión va bien o mal vestido. Como servidores públicos, son más que conscientes de cuál es su función: “Y es que, cuando uno le pregunta algo a un guardia inglés, el guardia inglés no le contesta a uno: le contesta la sociedad”.

Nuestro cronista es siempre un observador agudo, con un talento especial para pasar enseguida de cualquier detalle costumbrista una reflexión sobre lo que distingue a un pueblo de otro. Para él, los aspectos más insospechados son susceptibles de ser interpretados en términos sociológicos, por heterodoxo que pueda parecer. Los bailes británicos, por ejemplo, son colectivos y matemáticos frente al individualismo y la espontaneidad de las danzas españolas. Esto, según Camba, no es precisamente una anécdota sin trascendencia: “Viendo bailar en España y en Inglaterra se comprenden perfectamente las dificultades gubernamentales del primer país y la buena marcha del segundo”.

Los contrastes se multiplican hasta lo indecible. Los británicos comen carnes asadas, los franceses platos bien condimentados y los españoles… ¡Simplemente no comen! Así, en muy pocas líneas, con una gracia insuperable, Camba dice mucho más que numerosos tratados eruditos sobre el subdesarrollo de la piel de toro. Un sudesarrollo que se debería, además, a otras muchas circunstancias. Mientras los europeos del Norte son gente tenaz habituada a prepararse con disciplina, los hispanos no pasarían de improvisadores talentosos, poco habituados a un ritmo sostenido de trabajo y a cumplir con la palabra dada cuando se comprometen a realizar una labor cualquiera.

A lo largo de sus crónicas, Camba no deja de subrayar la diferencia entre su país de origen, violento y católico, y una Inglaterra que sería la encarnación de las buenas formas y del sentido común. Sus gentes, con su capacidad para ser razonables, evitaban las desventajas del fanatismo y garantizaban una convivencia estable. Su democracia garantizaba a todos la libertad de expresión, dijeran a lo que dijeran. Este era el secreto, según nuestro autor, para evitar protestas tumultuosas: “Todas las revoluciones han sido promovidas por hombres a los que no se les ha dejado colocar sus discursos”.

No obstante, no siempre es Gran Bretaña la que gana con la comparación. Camba aunque admira el espíritu cívico de la isla y sus adelantos técnicos, no acaba de estar del todo conforme con una sociedad donde todo el mundo parece cortado por el mismo patrón. No hay imaginación, tampoco poesía, porque la obsesión por los negocios lo invade todo: “Los ingleses son máquinas. Hacen una cosa o no la hacen. No tienen complicaciones ni reservas”. Todo eso significa, para nuestro autor, una vida demasiado gris en la que no hay lugar para el aburrimiento pero tampoco para la diversión.

El Reino Unido, fuerte y rico en lo material, carecería de alma.  Sería por eso una nación bárbara que estaría, en este sentido, por debajo de la pobre y analfabeta España. Pero esta ventaja, a Camba, está lejos de entusiasmarle. Le parece un “consuelo melancólico”. Y es que, por mucho que haga broma, en el fondo le duele que su país de, ante las otras naciones, un espectáculo más bien pobre. De ahí que lo suyo, pese a la apariencia externa de frivolidad, se ajuste al espíritu del regeneracionismo más clásico.

Con Julio Camba y Ramiro de Maeztu hizo amistad el también periodista José Pla Cárceles (1879-1956), al no hay que confundir con el literato catalán Josep Pla Casadevall. Él también dejó constancia escritas de sus impresiones sobre Inglaterra, solo que en un libro escrito muchos años después, en 1945, titulado Así fue mi Londres (Renacimiento, 2021). Como sus paisanos, no pudo dejar de expresar un sentimiento muy similar al del provinciano que acude por primera vez a la gran capital; “Para todo español recién llegado, las calles son mucho más largas, las plazas mucho más anchas que en España; los policías resultan gigantescos”. El corazón del Reino Unido, en suma, le parece a Pla Cárceles la capital por antonomasia. Le deslumbra su población, mayor que la de Portugal, y le encandila su calidad de vida.

Una vez más, nos encontramos ante un ciudadano que toma nota de todo lo que podría servir para mejorar su país, un lugar dónde sobrarían las virtudes espectaculares, de tipo caballeresco, pero faltarían otras más necesarias para funcionar en el día a día, como el respeto a la ley. Si España era el país de las ocasiones perdidas, Inglaterra sería el de las oportunidades aprovechadas. Así, una vez más, la mirada a lo extranjero implica encontrar un espejo en la que la imagen de lo ajeno proyecta las múltiples carencias de lo propio.

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