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Hispanidad a contracorriente

Julián Arroyo Pomeda
Julián Arroyo Pomeda
Catedrático de Filosofía Instituto
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análisis

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Otro año más se ha celebrado la Fiesta Nacional con un desfile todavía potente para conmemorar el descubrimiento de América por conquistadores como Colón, Pizarro y Cortés, entre otros. Lo pasado debería dejarse estar, pero el orgullo nacionalista hispano parece obligado a resaltarlo cada 12 de octubre con la máxima solemnidad posible para que no caiga en el olvido una proeza universal de cuando España fue grande, tanto que en sus dominios nunca se ponía el sol, debido a su extensión y dispersión, como dijo Felipe II, y eso que tenía fama de ser un rey prudente, que gobernó con mano firme.

En mis tiempos escolares esto se celebraba con el empate correspondiente, mezclándose, como suele hacerse casi siempre, lo religioso y lo político: el día del Pilar y la fiesta de la Hispanidad. Algunos, que solo conocíamos nuestro pobre terruño de un pueblo pequeño y con escasos recursos, ya nos extrañábamos de que fuera tan grande. El maestro contestaba raudo: es que ya hemos ido perdiendo todos los territorios que habíamos conquistado antes. Claro, pues es verdad, decíamos.

Si, en efecto, los hemos perdido, ¿qué sentido tiene conmemorar lo que ya no nos pertenece? Tampoco somos un imperio, pero sí dejamos en aquellos pueblos nuestra impronta diferencial de vida, cultura y lengua, la enjundia peculiar. Es el momento de preguntarnos lo que pueda quedar de todo eso. Acaso una fe fanática y truculenta en algunos lugares, cada vez menos. Una identidad que se va desdibujando en el ámbito europeo moderno cultural y políticamente rico, que trabaja y vive de un modo distinto, que nos sorprende y al que seguimos sin acostumbrarnos del todo. ¿Qué podemos hacer entonces? No nos vendría mal un ejercicio de perspectiva crítica para tomar distancias entre el nacionalismo, la creencia católica y el nostálgico deseo civilizatorio hacia otros continentes. ¿Qué llevamos a América en el denominado descubrimiento? Los ideólogos hegemónicos contestan que llevamos paz y concordia. Los más críticos dicen que sangre, fuego y genocidio de los indígenas. El tratamiento con el pasado suele ser polémica y conflictivo y en los tiempos actuales lo es exacerbadamente.

Las acciones de los seres humanos cuenten siempre con efectos positivos y negativos. Es hora de expandir los primeros y relegar los segundos. Ah no, porque el descubrimiento de América es inamovible en su interpretación: aquellos bárbaros y salvajes fueron promocionados a la civilización. Esto solo exige agradecimiento. En cambio, el indigenismo no deja de pasar las cuentas, que no estamos dispuestos a pagar, porque lo impide el orgullo hispano, pero lo cierto es, queramos reconocerlo o no, que igualmente llevamos racismo, expolio y esclavitud. En una palabra, genocidio. Miles de indígenas que vivían tranquilamente su existencia fueron masacrados por no someterse a obediencia y a la aceptación de quienes venían a civilizar.

En la cima de todo sobresale siempre la religión católica, la única y la verdadera. Suena a cierto cinismo proclamar que con su forma de vida no podían salvarse y por eso había que convertirlos a la fe. Unos lo harían, quizás de buena gana, pero otros se rebelaron, porque querían seguir actuando como habían aprendido de sus ancestros. Entonces los conquistadores se verían obligados a actuar, aplicando las armas y toda clase de violencias. La corona española no solo consintió, sino que incluso lo alentó. Hasta el Papa Francisco pide perdón a México “por todas las acciones u omisiones que no contribuyeron a la evangelización”. En España muchos le lincharían, si pudieran. Sorprende que en un país católico, y de los que más, rechacen el perdón y se nieguen a ninguna reparación. ¿Qué consiguen con ello? El rechazo total de los dirigentes más poderosos. Hasta Biden se une a las reivindicaciones. Se impuso al pueblo indígena una religión violenta y cruel, una lengua, un expolio del oro, junto con la violación y tortura de los nativos.

En cuanto al descubrimiento y encuentro de dos mundos, se puede sintetizar en una invasión violenta inspirada y bendecida por la cristiandad mediante su afán evangelizador. Aquí no se vertebró nada, más bien se desvertebró todo. Se destruyó lo Otro, convirtiéndolo en lo mismo obligatoriamente, es decir, se anuló y esto produjo un trauma total. Por eso los desfiles deberían acabar.

El contenido íntegro  de lo que allí ocurrió lo refleja muy bien el debate intelectual entre los frailes Sepúlveda y Las Casas en la Controversia de Valladolid. Expusieron ambos sus opiniones con libertad y tiempo suficiente. Las ideas de Sepúlveda se redujeron a cuatro: la idolatría de los indígenas, su naturaleza bárbara, la necesidad de predicar el evangelio, detener la antropofagia y los sacrificios humanos. Las de Las Casas fueron otras tantas para desmentir a Sepúlveda: predicar el evangelio en forma pacífica, sin coacción y con convicción, negar que los indígenas fueran bárbaros, ya que el canibalismo se practicó de manera aislada, guerrear contra ellos provocó víctimas nuevas, persuadir y no castigar.

También discutieron si los indígenas tenían alma. Las Casas contestó afirmativamente, mientras que Sepúlveda dijo que no. Si la tenían había que concederles libertad de pensamiento y creencias. Si no la tenían, eran bárbaros y tenían que someterlos.

Sepúlveda hizo valer la superioridad cultural de los conquistadores frente a la barbarie de los nativos. No seguían la ley natural y caían en la idolatría y los sacrificios humanos, que debían ser impedidos, pues morían víctimas inocentes. Para ello había que predicar el cristianismo y someter a los bárbaros. Cuando se resistían, se les amenazaba con la guerra justa. En una palabra: cristianizar aquellos pueblos. Con esto se establecería el racismo, la esclavitud y el sometimiento al cristianismo. ¿Es esto valioso? Las posiciones eran antagónicas y no proclamaron vencedor a ninguno entonces.

Los nativos eran seres humanos como los españoles, según Las Casas, sin inferioridad ninguna, y debían ser tratados así. Sepúlveda no los conocía por no haber vivido entre ellos, Las Casas sí. Aprender su lengua era un elemento básico para poder comprenderlos. Las Casas tiene el gran valor de haber sido “el conquistador conquistado”. Sería bueno que leyéramos de nuevo La Brevísima relación de la destrucción de las Indias, aprovechando la efemérides.

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2 COMENTARIOS

  1. «Miles de indígenas que vivían tranquilamente su existencia fueron masacrados por no someterse a obediencia y a la aceptación de quienes venían a civilizar»

    Falso, de toda falsedad; los indígenas americanos no vivían «tranquilamente» su existencia. En el norte la teocracia imperialista antropófaga de los «mexica» tenían sometidos decenas de pueblos del territorio del actual México. Los mexicas eran caníbales y no de forma ocasional como corroboran los miles de cráneo y huesos encontrados en las pirámides aztecas, tenían esclavos y practicaban sacrificios humanos. Decenas de miles de «tlaxcalteca» uno de los pueblos sometidos por los «mexicas» lucharon coco a codo con los españoles para librarse de la tiranía antropófaga «mexica». Sin ellos Cortés nunca habrá conquistado Tenochtitlan.

    En el sur, cuando llegó Colón, la teocracia imperialista Inca de Perú, seguía ampliando su imperio y sometiendo a las decenas de pueblos de Ecuador, Colombia, Bolivia, Paraguay, Norte de Chile, y Norte de Argentina.

    Los incas también practicaban sacrificios humanos e imponían su lengua y religión en los territorios conquistados. Escriba en el buscador «Genocidio Inca en la Laguna Yahuarcocha «Lago de Sangre» en Ecuador» que relata el genocidio perpetrado por los incas contra los caranquis; pueblo originario preincaico. Busque también «mitimaes» y descubrirá el sofisticado sistema de dominación del «inca».

    Los españoles no eran santos, pero por lo menos no sacrificaban los niños a los dioses ni eran antropófagos, y cuando pasaban por los pueblos de México liberaban a los esclavos y destruían las «casas de engorde» que acostumbraba a haber en muchos pueblos mexicanos. Tal como dejó constancia Bernarl Díaz del Castillo («Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Pagina 200» (Alianza editorial).

  2. Menos mal que se reconoce que los españoles «no eran santos». En efecto, ninguno en aquella gesta ha sido elevado a los altares, aunque muchos ofrecieran acciones generosas. Más bien se comportaron como endemoniados, porque tenían que evangelizar incluso a cristazos. Que hubo una invasión de aquellos pueblos no se puede negar. Los conquistadores se comportaban como tales, de lo contrario no habría habido conquista. Las cosas no suelen ser tan pacíficas como deseamos.

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