Trescientos nazis se manifestaron el sábado en el cementerio de la Almudena de Madrid en un acto de exaltación en honor a los muertos de la División Azul que lucharon con la Alemania de Hitler. Allí unos chiflados proclamaron que el fascismo es alegría y leyeron un manifiesto que decía así: “El enemigo siempre va a ser el mismo, aunque con distintas máscaras: el judío. El judío es el culpable y la División Azul luchó por ello”. ¿Acaso no es esto la mayor demostración de odio que pueda soltar alguien por su boca? ¿Dónde estaba la Policía aquella tarde? ¿Y la Fiscalía con toda su maquinaria y cuerpo de inquisidores del derecho al honor, la intimidad y la propia imagen? No fueron. No aparecieron. Dejación de funciones democráticas por incomparecencia, tolerancia con el horror totalitario y genocida que exterminó a millones de personas en todo el mundo en el convulso siglo XX. Y no es la primera vez que ocurre. Desgraciadamente, en este país ya nos hemos acostumbrado a que los nostálgicos del fascismo campen a sus anchas por nuestras calles con sus antorchas cegadoras, sus aguiluchos cenizos y su verborrea troglodita sin que pase nada.

El sistema suele ensañarse con los titiriteros y saltimbanquis de la extrema izquierda que tratan de dar el feliz pelotazo discográfico para salir de la pobreza con cuatro ripios burdos y procaces de escaso valor literario, pero cuando toca empapelar a los otros extremistas, a los totalitarios del bando contrario, la Policía y la Justicia se acompleja, la ley se les empequeñece en las manos y les tiembla el pulso de mala manera. Hoy los Mossos d’Esquadra han detenido al rapero Pablo Hasél para que cumpla su condena por injurias a la monarquía. Los agentes lo han sacado por la fuerza de la Universidad, donde se había atrincherado con unos colegas de la causa, y se lo han llevado para el chabolo. Ahí se termina la leyenda (o empieza, quién sabe) del nuevo juglar del rap elevado a los altares de la libertad por unos jueces torpes que no saben leer la Constitución entre líneas y se ciñen a la letra, que con sangre entra.  

Hasél no es precisamente John Lennon, pero ya lo han convertido en un mártir de los derechos humanos pese a que sus canciones dan pena, no por revolucionarias o irreverentes, sino por falta de rima y tropo, o sea de talento, gracia e ingenio. Hasta para meterse con el rey hace falta un oficio, una elegancia, una esgrima o profesionalidad que Hasél se salta porque va demasiado directo al grano, a machete total, como ese enamorado ansioso que en San Valentín le regala a la novia una rosa y un paquete de condones, queriéndole insinuar algo. En el arte siempre hay que andarse por las ramas, hombre, enrollarse, tirar de ironía y empezar por el final, como dijo Poe, que también nos avisó de que la corrupción del gusto artístico forma parte de la industria de los dólares y hace juego con ella.

Hoy no hay nada que una buena y barata campaña publicitaria en las redes sociales, con la correspondiente colecta o crowdfunding, no pueda conseguir. Y si no que se lo pregunten a El Rubius, ese zagal que se ríe de todos, hasta de los inspectores de Hacienda, en su dacha de Andorra. El arte vive tiempos líquidos, la brocha gorda se impone al refinado pincel, lo chusco a lo sublime y la bazofia al caviar estético. A las masas tuiteras ya no les des Platón, Descartes o Kant porque te los tiran a la cara, no los entienden, se aburren y se refugian en Youtube para desinformarse bien con el mozallón del pendiente que no ha leído un libro en su vida o la influencer de Instagram maquilladísima que larga horas de emisión con su última rinoplastia o su silicona de qualité para el agrandamiento de teta. Toda una galería friqui recogida en Wikipedia y que en poco tiempo dará para sesudos congresos de Semiótica.

A Hasél, un muchacho que ya no es tan joven y que hasta hace cinco minutos no lo conocía nadie, lo meten injustamente en la cárcel mientras los babeantes neonazis organizan aquelarres cada vez más numerosos. La Justicia española, siempre ciega a la hora de interpretar el artículo 20 de nuestra Carta Magna, se vuelve a equivocar de delito, ya que el enaltecimiento y las injurias a la Corona son cosas de la Edad Media y a Hasél no habría que detenerlo por revolucionario y antimonárquico, en todo caso por sus versos malos y estridentes que terminan de ahondar en el dramático final del arte. Con el mártir en prisión lo más probable es que Europa nos dé otro tirón de orejas a cuenta de nuestra Justicia cruel y represora, de modo que Pablo Iglesias tendrá material nuevo para hacer uno de sus habituales tochos utópicos y bizantinos sobre la calidad de nuestra democracia.

Han embrutecido a la sociedad después de muchos años de mala escuela, de destierro de la filosofía de los planes de estudio y de un adoctrinamiento falaz que nos ha polarizado en dos bandos enemigos. Y ahora emergen los nuevos líderes de opinión de la sociedad de la desinformación, referentes capciosos que confunden el activismo con el negocio musical, soldados de la guitarra y la nueva canción protesta que se creen Víctor Jara pero con menos luces. Si comparamos los dos hechos acontecidos en los últimos días, el acto de exaltación fascista de la División Azul y el excesivo entrullamiento del insurrecto Hasél, concluiremos que hay doble rasero, doble vara de medir y doble moral. Unos vicios y defectos que empiezan a lastrar demasiado las sentencias del poder judicial dictadas por unos señores con togas negras que ven en el cantante callejero a un peligroso terrorista y al fascista hitleriano como un inocente y sano muchachote que se divierte cantando el Cara al Sol un domingo por la tarde. 

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