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El proceso de decadencia de Occidente –consecuencia de un capitalismo enloquecido, insostenible y suicida– ha sido imparable en el último medio siglo de historia. Hoy nos encontramos frente a un mundo colapsado que es un inmenso vertedero de tecnología, ideas, movimientos y corrientes de pensamiento regurgitadas tras el vómito de un sistema económico enfermo que lo contamina y lo destruye todo, en primer lugar la esencia misma del alma humana. Con el estallido del mayo francés y el 68 creímos ver un rayo de esperanza para transformar la realidad, un cierto despertar a una nueva conciencia basada en el respeto a los derechos humanos, la igualdad de los pueblos, el feminismo y el ecologismo. Solo fue un espejismo. Un sueño efímero. Desde entonces la civilización occidental ha ido a peor y hoy, en pleno siglo XXI, asistimos a la extinción de las ideologías clásicas (quizá también de la propia cultura) y al nacimiento de movimientos esotéricos tan excéntricos como absurdos, cuando no corrosivos para los cimientos de las sociedades democráticas.

La lista es larga: el yihadismo que promete un paraíso lleno de vírgenes en el cielo a todo aquel que se inmole por Alá; el ‘trumpismo’ con su peligrosa negación de los buenos valores nacidos de la Ilustración; el populismo xenófobo que pretende hacernos regresar a los tiempos del autoritarismo fascista y a la militancia armada de la extrema derecha; el negacionismo del cambio climático que amenaza con frenar la puesta en marcha de medidas concretas para evitar la destrucción global; o el mismo ‘terraplanismo’, que en una burla a la inteligencia niega que la Tierra sea redonda, captando a miles de adeptos; por no hablar de los movimientos contra la vacunación de los niños y la implantación de sectas religiosas, seguidas ya por millones de personas en todo el mundo, que creen en apariciones marianas y en la llegada de civilizaciones extraterrestres para colonizarnos.

El último episodio en el proceso de cretinización y nihilización de nuestra especie es el surgimiento del Movimiento por la Extinción Humana Voluntaria, un grupo con sede en los Estados Unidos que hace un llamamiento a todas las personas para que se abstengan de tener hijos, abocando a la humanidad a su exterminio gradual y voluntario. La idea es tan básica como disparatada: si el ser humano se autoaniquila, el planeta se salvará del apocalipsis medioambiental que se avecina. Cabe esperar que no les dé por pasar de la teoría a la militancia activa y empiecen a colocar bombas en aeropuertos y centrales nucleares con el argumento de que es preciso acelerar el proceso para terminar el proyecto cuanto antes.

Muerta y enterrada la filosofía clásica como disciplina inservible, finiquitado el socialismo real que busca la igualdad económica entre clases sociales, cerradas las salas de cine y arrinconada la buena literatura en beneficio de la mercadotecnia editorial y la industria de internet y del videojuego, lo que nos queda es un batiburrillo ideológico estrafalario formado por nuevas corrientes de pensamiento que han ido brotando como setas al calor de la posverdad y de la crisis capitalista. La contaminación informativa y la manipulación propagada a través de las redes sociales es ya tan brutal y devastadora que hoy más que nunca podemos decir que asistimos a la desaparición de una época, de una era que había girado alrededor de la búsqueda de unos valores esencialmente humanos como la libertad, la justicia y la fraternidad. Caminamos por tanto hacia un mundo cada día más frío e insolidario donde los grandes principios se aparcarán en favor del egocentrismo de los individuos y las sociedades. La gente terminará comunicándose solo a través de aparatos y dispositivos artificiales. Estaremos más conectados que nunca los unos a los otros pero paradójicamente la incomunicación y la soledad generarán graves problemas de salud mental. Se acabará imponiendo el Gran Hermano de Orwell, un sistema ultracontrolador que tras acabar con la intimidad personal lo sabrá todo sobre nuestras vidas, desde lo que gastamos y debemos a los bancos hasta nuestros vicios y virtudes más inconfesables, además de nuestros errores genéticos, que nos condenarán a la marginación como rémoras de la sociedad. Mientras tanto, apenas cien familias controlarán más de la mitad de la riqueza del planeta. A esas élites sin duda les interesará una población cada vez más controlada, desinformada, inculta y estúpida.

Tal pesadilla ya está aquí, entre nosotros. Es como si de un tiempo a esta parte un demiurgo travieso hubiese estado echando alguna droga extraña en el agua que bebe la especie humana, desarrollando en ella una especie de idiocia y ceguera irreversible, degenerativa, fatal. Quizá ese dios oculto no sea más que la ‘tecnocracia’, un sistema de gobierno que llega para sustituir a la democracia con sus pantallas de plasma y sus nuevas tecnologías que a lo largo de este siglo surrealista transformarán el concepto mismo, tanto biológico como espiritual, del ser humano. La robotización, los cíborgs, la realidad virtual, los implantes de chips digitales en el cuerpo humano y la derrota de la enfermedad gracias a las terapias genéticas mutarán lo que hemos sido en el último millón de años. En apenas unas décadas, si no nos hemos destruido antes, pasaremos de ser el primate evolucionado que conocemos hoy a una especie de robot interconectado y amoral donde los sentimientos y la sensibilidad, un material secundario y prescindible, serán sustituidos por inflexibles parámetros matemáticos y digitales.

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