Hay que ser muy torpe, pero muy torpe. Torpe, entre otros muchos calificativos que se le podrían aplicar al Sr Valls tras su esperpéntica jugada de lo últimos días.

Siempre ha sido un personaje controvertido, pero dejar de manera tan manifiestamente clara que su partido le importaba tanto como el tamaño del sillón que podía llegar a ocupar, es una auténtica declaración de principios.

La jugada de Valls es incalificable, pero el resultado sólo puede ser calificado como de una torpeza política increíble. Ofrecerse a otro partido poniendo verde al de uno es fuerte, pero que la respuesta sea “bonito, no te queremos ni regalado” ha debido de suponer una de las mayores humillaciones públicas que ha sufrido el político francés.

Claro que cómo van a querer a quien en cierta medida es responsable de lo que le ocurre al Partido Socialista y que ahora parece querer aferrase al clásico “no, si yo sólo pasaba por allí”. Dice Valls que el Partido Socialista está muerto, pero no se plantea qué grado de culpa tiene él en el supuesto fallecimiento. No sólo eso, tras ser colaborador necesario pretende abandonar al “muerto” a su suerte e irse de rositas.

Lo preocupante es que no es el único caso, también Hamon anunciaba la creación de un movimiento al margen del partido pero sin abandonarlo. Es decir, los dos candidatos enfrentados en primarias deciden, cada uno a su manera, dan por amortizado el Partido Socialista Francés.

Llámenme radical pero siempre he pensado que, en general, hay una diferencia entre los y las que se acercan a un partido como modo de canalizar un ansia de cambio, de transformación y los que lo hacen pensando que es su particular sucursal del INEM. Es más hay una diferencia entre los que empiezan en política desde abajo, debatiendo en sus agrupaciones, trabajando desde allí, pegando carteles, haciendo bocatas, llenando los colegios electorales como interventores y apoderados y los que llegan desde los cielos para ocupar un determinado puesto.

Entiéndaseme bien, ocupar un cargo en ningún caso es un demérito, pero sí importa cómo se llega. Lo que ocurre es que los primeros tienen en su militancia algo de romántico, algo de idealistas irreductibles de lo que los segundos suelen carecer por completo.

No se trata de que, los primeros, sean ovejas merinas que siguen fielmente al líder de turno. Son críticos, como casi todos los y las socialistas, pero critican en foro interno y si no están de acuerdo callan públicamente para no hacer daño a su partido. Defienden lo que piensan en sus agrupaciones, ante sus compañeros y compañeras, lo defienden en las conferencias políticas, lo defienden allá donde tengan que hacerlo. Pero siguen trabajando y si las cosas van mal, son los últimos en irse y apagar la luz.

Comprendo perfectamente que la militancia política puede llegar a desilusionar, comprendo también que a veces las discrepancias pueden crear una cierta brecha ideológica que no queda otra que irse. Pero claro, una cosa es irse por diferencias irreconciliables después de haberse dejado la piel y otra muy diferente es coger la puerta porque no me hacen caso, porque mi candidato ha perdido, porque no voy a ser de mayor lo que cada uno tenga en su imaginario que merece o porque personalmente me va a ir mejor enfrente o al lado.

Uno de los principios básicos de la política debería ser pensar primero en los demás que en uno mismo, si no es así, algo funciona pero que muy mal. Es más, los Valls del mundo deberían plantearse que su ambición personal se desarrollaría mejor en el sector privado que en el público, pero supongo que tendrá que ver con esa famosa erótica del poder que hace que lo que dice en tu tarjeta de visita refleje el lugar que ocupas en el mundo.

 

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