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Grafiteros: del arte al vandalismo

La Policía incrementa la presión sobre los grupos organizados que pintarrajean los trenes de Cercanías

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análisis

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La Policía le ha declarado la guerra a los grafiteros. El lunes, los agentes desarticularon una banda cuyos integrantes viajaban a España haciéndose pasar por turistas, aunque sus intenciones eran muy diferentes. Por la mañana se tostaban al sol en la playa; por la noche se enfundaban los pasamontañas, se armaban con sus espráis y hala, a darle colorido, hasta convertirlos en cómics con ruedas, a los trenes de Cercanías de Madrid, Barcelona, Burgos, León y Baleares. Al menos veintidós vándalos (estos eran vándalos, de artistas no tenían nada) han sido detenidos por ocasionar destrozos valorados en más 400.000 euros, dinero que, no lo olvidemos, sale de nuestros impuestos, de nuestros bolsillos. Ya era hora de que cayera todo el peso de la ley sobre estos pintores de brocha gorda, rapsodas del aerosol y rapaces desfaenados sin oficio ni beneficio que se pasan el día ensuciándolo todo.

Por desgracia, pseudografiteros los hubo siempre, de hecho, causaban estragos en la Antigua Roma. Ya entonces se mostraban como lo que eran: tontos empeñados en pasar a la posteridad con sus absurdas grafías. Consignas políticas, insultos, declaraciones de amor, procacidades, chistes sexuales, caricaturas y dibujos de todo tipo han aparecido en los lugares más inesperados, como en las catacumbas o en las paredes de las casas enterradas bajo la ceniza volcánica de Pompeya. Los antiguos romanos eran unos enfermos del grafiti y no perdían la oportunidad de dibujar un pene o unos testículos peludos allá por donde pasaban, desde las Galias a Judea. Lamentablemente, de Roma no solo hemos heredado el Derecho Civil y los acueductos, también ese extraño vicio por embetunar o manchar la pared de un lugar público.

Pero, más allá de la historia antigua, estamos ante un fenómeno típicamente contemporáneo y norteamericano. A finales de los setenta se produjo una explosión de grafiteros con aquella célebre hornada de Broadway –Part 1, Chain 3, Kool 131, Padre, ADrock, Fed 2, Tean, Joseph, Kade–, y el fenómeno se extendió por todo el planeta ramificándose en múltiples corrientes y estilos. Hoy no hay más que darse una vuelta por cualquier ciudad española para comprobar que el grafiterismo, como movimiento artístico, es una cosa, y el gamberrismo lumpen y delincuencial otra muy distinta. El grafitero con talento sabe dónde volcar su mundo interior, mayormente en paredes abandonadas, donde incluso se agradece admirar un mural reivindicativo, social, abstracto o de motivos fantásticos o alegóricos. El bruto incívico, el bestia sin ninguna sensibilidad, sin ningún respeto por el patrimonio y sin ningún don ni ingenio alguno para el arte, vuelca su delirio antisistema, su ira enfermiza, su desestructuración como individuo, en cualquier parte, en monumentos de valor histórico y puentes medievales, en catedrales e iglesias góticas, en fachadas de edificios oficiales y privados, donde residen honrados ciudadanos que pagan sus impuestos y que se ven condenados a vivir en una especie de degenerado barrio del Bronx. A este, a este es al que hay que trincar para que caiga sobre él todo el peso de la ley en forma de multazo, penas de cárcel o trabajos en beneficio de la sociedad para que vaya aprendiendo que en el mundo no vive él solo para hacer su santa voluntad. 

El problema de los grafiteros es que todos se creen Banksy cuando, en realidad, genios de verdad hay muy pocos. Es como el fútbol, muchos se ven a sí mismos como Leo Messi cuando no saben darle una patada ni a una lata. Pues lo mismo pero con un espray en la mano. La mayoría son hordas de bárbaros de la decadente posmodernidad, ejércitos de la mala educación y del mal gusto, malos Nerones que se creen artistas por dejar su firma en forma de letras de cristal de color fucsia o amarillo chillón. A veces, la obra no cuenta con un mínimo de color, cogen un rotulador, pintan el clásico “Manolín quiere a Pili” o el “Yo estuve aquí”, en tipografía gigante, y a echar a correr. Estos, los más tarugos, ni siquiera tienen imaginación para intentar algo bueno y revolucionario. Lo hacen solo por fastidiar, por hacer daño. ¿Son enfermos sin posibilidad alguna de curación? ¿Inadaptados? ¿Rencorosos contra un poder político que los margina? De todo hay, desde el condenado al gueto del extrarradio que odia al sistema hasta el niño de papá que no superó la fase anal y lo hace por puro divertimento, por simple placer, porque siempre se lo consintieron todo y porque le da la gana. Debajo de la manida y sempiterna sudadera negra con capucha que todos llevan para ocultarse el rostro como los nuevos bandoleros y salteadores de caminos del siglo XXI puede haber tipos diferentes, pero una misma obsesión: dejar el mobiliario urbano hecho una porquería.

La sociedad ha terminado por integrar a los buenos grafiteros que hacen carrera, dinero y exposiciones permanentes en el Reina Sofía. Guste o no, son los nuevos representantes del arte contemporáneo, los hijos del hip hop y de la sociedad de consumo, los violadores del verso, los legítimos herederos de un mundo nuevo convulso, irracional y sin sentido. Ya dijo Naguib Mahfuz que el arte debe ser gusto, diversión y alucinación y en eso está la muchachada del espray.

Ahora que la Policía ha emprendido una penúltima cruzada para erradicar el grafiterismo como expresión del vandalismo, hemos de concluir con resignación que cualquier plan para acabar con el macarra del pulverizador está abocado al fracaso. En su día, la Autoridad Metropolitana del Transporte de Nueva York lo intentó todo, como instalar vallas más altas en las cocheras del Metro, recubrir los vagones con pintura resistente y redoblar la vigilancia. No sirvió de nada. La lucha contra el gamberro es una batalla perdida de antemano.

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