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Golpismo en el Ejército español: historia de una enfermedad secular

Desde Fernando VII hasta nuestros días, los cuarteles españoles han sido semilleros de las ideas más reaccionarias

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análisis

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Para entender el fenómeno del renacer golpista en las Fuerzas Armadas españolas hay que remontarse a la cuestión militar no resuelta en la Segunda República. Azaña intentó que el Ejército perdiera su dimensión “suntuaria” y aquellos recortes de dinero y personal para que las Fuerzas Armadas ajustaran un número de efectivos más proporcionados a las necesidades del país provocaron un fuerte malestar en los cuarteles. En poco tiempo desaparecieron altos mandos y se redujo a la mitad el organigrama de unidades y generales en activo.

Pero lo que más enervó los ánimos fue la Ley de Retiro, por la que se dio treinta días a la oficialidad para elegir entre la jubilación con sueldo íntegro o la permanencia en el Ejército mostrando adhesión al régimen republicano. Más de 7.000 oficiales abandonaron la carrera militar, el poder castrense quedó sometido al poder civil, se trató de dar formación universitaria a los soldados –modificando el régimen de ascensos por estudios y no por méritos de guerra–, y todas esas reformas fueron consideradas como una humillación por los oficiales más veteranos.

Azaña perdió el prestigio y la República empezó a ser vista con recelo y desconfianza entre las milicias, mucho más después de que los arsenales se quedaran sin cañones, sin fusiles y sin municiones, tal como reconoció el propio Gobierno mientras la derecha hablaba de la “trituración del Ejército”. Es célebre la frase del general Mola, futuro golpista, quien en aquellos días se quejó de que “los que no van a la guerra o los que yendo ocupan un lugar donde no silban las balas, están de enhorabuena”.

Sin embargo, Azaña estaba convencido de que ahora “se puede gobernar y se gobierna sin consultar a los generales”, cosa nunca vista desde los tiempos de Fernando VII. Ese error de cálculo, unido a que los incipientes golpistas eran desterrados lejos de Madrid en la falsa creencia de que así cesarían en sus conjuras –uno de ellos el propio Franco cómodamente destinado en Canarias−, precipitó el golpe del 36.

Terminada la guerra, el Ejército desempeñó un papel fundamental en el sostenimiento del régimen franquista durante cuarenta años. Franco fue elevado a los altares de los cuarteles como gran genio militar y vencedor de la cruzada contra el comunismo, una interpretación de la historia que todavía hoy mantienen (en privado, no tanto en público) numerosos integrantes de la oficialidad.

Generalísimo de los tres ejércitos, jefe del Estado, máximo responsable del Gobierno y dirigente supremo del partido único (Falange Española y de las JONS), el dictador encarnaba los valores tradicionalistas y religiosos admirados por la plana mayor y también por la tropa. Después de 1939, España se había refundado como una dictadura militar y todo ese poder recayó en buena medida en el estamento militar, siempre por encima de los otros dos grandes poderes fácticos: la Iglesia y las élites económicas.

El fascismo que hoy anida en algunos sectores reaccionarios del Ejército tiene mucho que ver no solo con el culto a la personalidad de un líder de ideología fascista que supo conectar con los sentimientos más profundos de los militares siempre nostálgicos de aquella España imperial que dominó el mundo con los Tercios de Flandes, sino también con el hecho de que cualquier colectivo o grupo social que alguna vez ha ostentado el poder durante tanto tiempo siempre se resiste a perderlo.

El Ejército interiorizó los Principios Generales del Movimiento Nacional, que le otorgaron legitimidad para convertirse en la espina dorsal del Estado y en una fuerza de intervención interior destinada a la defensa de la patria frente al enemigo común bolchevique, la gran paranoia franquista que todavía hoy permanece fresca si nos atenemos a las cartas que la milicia descontenta (unos reservistas y otros en activo) ha remitido a Felipe VI y en las que se advierte al monarca para que se prevenga contra un Gobierno socialcomunista que considera ilegítimo.

De hecho, las tropas franquistas participaron en numerosas misiones de vigilancia y redadas contra los últimos focos de resistencia subversiva republicana al tiempo que se multiplicaban las causas en la jurisdicción militar y los consejos de guerra, frecuentes en aquella época. Política y Ejército, por tanto, se entrelazaron íntimamente, hasta el punto de que el segundo Gobierno de la dictadura franquista contó con seis ministros militares de los catorce que formaban el gabinete.

Tras la Segunda Guerra Mundial –en la que España tomó parte, no lo olvidemos, con el envío de la División Azul para luchar al lado las potencias fascistas− comenzó un largo período de aislamiento internacional, la conocida como autarquía. Pero la Guerra Fría entre Estados Unidos y la URSS por la hegemonía del mundo (y la privilegiada posición geoestratégica de nuestro país como cabeza de puente entre Europa y África) dio una nueva oportunidad a Franco y a su Ejército en su intento de liderar la lucha del mundo cristiano contra el demonio ateo rojo.

La firma en 1953 del llamado Pacto de Madrid, que contempló la instalación de bases militares norteamericanas a cambio de la ayuda económica y militar de Washington, supuso el definitivo espaldarazo internacional para un régimen de corte fascista que hasta ese momento se tambaleaba entre la decadencia, la miseria de posguerra y el aislamiento a causa de la autarquía. De nuevo, como ya había ocurrido en plena guerra civil cuando Franco recibió la inestimable ayuda de Hitler y Mussolini, el Ejército de Franco se iba a beneficiar de la inversión de una potencia extranjera, en este caso EE. UU., que envió a Madrid su material de guerra más viejo y obsoleto ya utilizado en la Segunda Guerra Mundial. Paradójicamente, pese a consumarse la gran estafa en la venta de territorio nacional para bases extranjeras a cambio de la chatarra militar yanqui, el Ejército español sintió que una vez más su líder no le fallaba.

La década de los sesenta confirmó la decadencia del Ejército franquista. Ni siquiera los tecnócratas, que soñaban con la modernización de España, consiguieron convertir las divisiones en unidades modernas y avanzadas de cara a la defensa del país frente a una amenaza exterior. Sin embargo, los generales siguieron trabajando con eficacia en la represión interna. En 1963 se consumó el fusilamiento del dirigente comunista Julián Grimau mientras arreciaban las protestas y peticiones de indulto que llegaban de la comunidad internacional. Fue una forma de dar satisfacción a los elementos más reaccionarios del Ejército, como también lo fue la creación del Tribunal de Orden Público para juzgar los delitos políticos.

Todo ese proceso desembocó, el 10 de julio de 1965, en la reforma profesional del Ejército franquista. En ese mismo contexto Juan Carlos de Borbón, que había ingresado en la Academia General de Zaragoza en 1955, se incorporaba a la carrera militar. Por la Ley de Sucesión de 1947, España se había convertido en un reino con un líder vitalicio como jefe del Estado que se reservaba el derecho de nombrar a su sucesor. El príncipe borbón estaba llamado a tomar las riendas del poder en calidad de rey y esa confianza depositada en él por el dictador dio paso a una especie de dinámica de “monarquización” en un cierto sector de las Fuerzas Armadas.

El proceso de Burgos, abierto en 1970 y que acabó con condenas a muerte para varios miembros de la banda terrorista ETA, confirmó las tensiones políticas en las entrañas de un Ejército cada vez más debilitado y convulso, mientras la dictadura se descomponía por momentos. Las protestas sindicales y estudiantiles, las manifestaciones por la crisis económica que lastraba el país y el clima de desestabilización general llevó al Gobierno a crear el SECED, el servicio de inteligencia español al que se encargó la misión de mantener el orden público. Y en esas se produjo el atentado que acabó con la vida del almirante Carrero Blanco, el mirlo blanco en el que muchos oficiales depositaban la última esperanza de salvación de una dictadura amenazada por la inmediata llegada de una democracia liberal de corte monárquico que no terminaba de agradar al “búnker militar”.

Mientras el ministro Arias Navarro se empleaba con mano dura en la represión social y política y la salud de Franco empeoraba por días, aparecía el primer movimiento de soldados demócratas en la historia de las Fuerzas Armadas. La Unión Militar Democrática (UMD) apostaba por la ruptura total con el franquismo y el comienzo de un proceso reformista con el fin de lograr “el camino de la paz, la libertad y la reconciliación”, ideas todas ellas que provocaban auténtica urticaria en los grandes dinosaurios del Estado Mayor. La fundación de la UMD fue consecuencia del propicio momento político que vivía España en el verano de 1974, así como de la juventud y el entusiasmo de una nueva generación de militares. Su ideario se sustentaba sobre cinco pilares fundamentales: avance hacia un régimen de libertades plenas, inicio de una serie de reformas sociales y económicas, convocatoria de elecciones generales, liquidación de lo más corrupto del régimen anterior y elaboración de una Constitución, sin olvidar la integración de España en la Comunidad Europea. También se instaba a mejorar las condiciones laborales de la carrera militar.

Cuando la UMD publicó su famoso manifiesto ¿Dónde están los capitanes?, las detenciones no tardaron en llegar. Jaime Milans del Bosch, el conjurado que se haría célebre pocos años más tarde por su participación en el intento de golpe de Estado del 23F, pasó informes a la superioridad sobre las actividades clandestinas de un grupo de oficiales con todas las trazas de sediciosos. Fue lo que se conoció como la detención de Los Nueve. El capitán José Ignacio Domínguez se erigió en portavoz de la UMD y convocó una rueda de prensa en París el 13 de octubre de 1975 para dejar claro que su grupo no era un comando golpista y al mismo tiempo denunciar la deriva retrógrada del Ejército español. “La UMD espera que […] la opinión pública quede convencida de que este no es un incidente aislado dentro del Ejército, sino que se trata de un amplio movimiento que va a tener consecuencias insospechadas para el régimen”, aseguró Domínguez. El proceso judicial contra los integrantes de la UMD continuó en los meses siguientes por supuestos delitos de conspiración para la rebelión y finalmente Los Nueve fueron condenados a más de 42 años de cárcel.

¿Fue un espejismo el hecho de que hubiese militares que estaban dispuestos a romper totalmente con el franquismo? ¿Existió realmente una esperanza de democratización de las Fuerzas Armadas tras más de dos siglos de cruentos y sangrientos pronunciamientos? Hoy la pregunta todavía sigue en el aire. En todo caso, la UMD fue una magnífica oportunidad para que el asociacionismo se implantara en los cuarteles, abriendo paso a cierto movimiento sindical y a la homologación con los ejércitos de las democracias occidentales, pero la experiencia no cuajó y el modelo autoritario, liderado por los mandos que se resistían a dejar atrás el pasado, siguió vigente hasta nuestros días.

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