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Hay futuro para la izquierda

Guillermo Del Valle Alcalá
Guillermo Del Valle Alcalá
Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid y diplomado en la Escuela de Práctica Jurídica (UCM). Se dedica al libre ejercicio de la abogacía desde el año 2012. Abogado procesalista, especializado en las jurisdicciones civil, laboral y penal. En la actualidad, y desde julio de 2020, es director del canal de debate político El Jacobino. Colabora en diversas tertulias de televisión y radio donde es analista político, y es columnista en Diario 16 y Crónica Popular, también de El Viejo Topo, analizando la actualidad política desde las coordenadas de una izquierda socialista, republicana y laica, igual de crítica con el neoliberalismo hegemónico como con los procesos de fragmentación territorial promovidos por el nacionalismo; a su juicio, las dos principales amenazas reaccionarias que enfrentamos. Formé parte del Consejo de Dirección de Unión Progreso y Democracia. En la actualidad, soy portavoz adjunto de Plataforma Ahora y su responsable de ideas políticas. Creo firmemente en un proyecto destinado a recuperar una izquierda igualitaria y transformadora, alejada de toda tentación identitaria o nacionalista. Estoy convencido de que la izquierda debe plantear de forma decidida soluciones alternativas a los procesos de desregulación neoliberal, pero para ello es imprescindible que se desembarace de toda alianza con el nacionalismo, fuerza reaccionaria y en las antípodas de los valores más elementales de la izquierda.
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análisis

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La reciente crisis financiera internacional sacó a flote las vergüenzas de la penúltima utopía: la de los mercados perfectos y omniscientes. Pronto, algunos próceres de la desregulación y el capitalismo de casino se aprestaron a señalar que lo que entraba en crisis era el Estado de Bienestar y el consenso socialdemócrata. Pero cabe preguntarse… ¿es que acaso de los años 80 del siglo XX a esta parte, tras la eclosión del thatcherismo y las reaganomics, la socialdemocracia hizo cosa distinta que asumir el grueso de los postulados neoliberales? Ciertamente no. La transformación ideológica que el tándem Thatcher-Reagan operó en la izquierda carece de parangón en la Historia de las ideas. Tony Blair, apoyado en los postulados de Anthony Giddens que teorizó sobre aquello que dio en bautizarse como tercera vía, vino a asumir muchas de las contrarreformas privatizadoras de la sra. Thatcher y la izquierda diluyó progresivamente su identidad. Desde entonces no ha existido ningún giro socialdemócrata en el derrotero global de las políticas económicas implementadas y las opciones políticas que habitan a la izquierda de la socialdemocracia han desempeñado un papel irrelevante en el curso de los acontecimientos económicos y políticos de Europa y el resto del mundo occidental.

¿Y entonces? ¿Por qué la asunción generalizada de que la socialdemocracia y el endeudamiento público son los responsables de un crash financiero internacional que surge del sobreendeudamiento privado y de la ausencia de controles y normas en ese estadio especialmente espurio del capitalismo que se conoce como capitalismo de casino? ¿Por qué no asumir que el mercado, como toda institución humana, es perfectible y profundamente imperfecta? ¿Por qué no escapar de los mantras ideológicos que nos presentan los mercados como realidades inmanentes que deben regirse por la más absoluta anomia y por la eliminación de toda red institucional que equilibre, supervise y fiscalice su funcionamiento?

La respuesta a esas preguntas no se encuentra sólo en la mejor capacidad de la derecha liberal para construir y vender su paradigma, sino también en la incapacidad de la izquierda a la hora de articular una alternativa. Tras la caída del Muro de Berlín, la izquierda se vio sumida en una profunda crisis de identidad. Paradójicamente, esa crisis de identidad, propulsó a la izquierda a abrazar las políticas de la identidad, caracterizadas por su naturaleza fragmentaria y por ubicar el foco discursivo en grupos concretos, cortados por criterios particulares y determinados, como son la raza, el género, la orientación sexual, el lugar del nacimiento o la adscripción cultural. Algunas de esas reivindicaciones no sólo fueron justas y loables, también resultaban necesarias. Otras, sin embargo, subvertían, por goteo, los cimientos más elementales de la izquierda. Recientemente, el profesor Mark Lilla escribió recientemente sobre la fascinación que el pensamiento progresista ha desarrollado por la identidad.

Los problemas derivados de esta fascinación no han sido pocos: la congestión particularista de la izquierda le ha impulsado a abandonar su discurso más reconocible. Ese discurso abandonado ahora era el que iba dirigido al conjunto de la población, y especialmente a los más débiles; era un discurso anudado a las condiciones materiales de vida de las personas, a la clase social y, por ende, a la denuncia de la desigualdad. La estratificación identitaria en el discurso enfrenta paradojas problemáticas y escollos a veces insalvables: en un mundo globalizado y felizmente mestizo, cuando la invocación de la identidad es indiscriminada y olvida cualquier trasfondo emancipador, podemos encontrarnos a una izquierda que prepondera intereses de grupos antaño subyugados, pero que en la actualidad no conocen agravio alguno gracias a la pulsión integradora de la ciudadanía y que, por tanto, no precisan un trato preferencial o privilegiado. Focalizar el discurso en esos grupos como si fueran un todo homogéneo implica subordinar criterios clásicos y casi genéticos de la izquierda como el de la clase, y orillar a personas que, por no pertenecer a dichos grupos identitarios a veces unificados de forma arbitraria, no merecen la especial atención de las fuerzas progresistas. En última instancia, ahormar el discurso en atención a los criterios de identidad resquebraja las bases igualitarias, racionalistas y laicas de una izquierda que parece haber olvidado su programa de máximos: la emancipación de todos los seres humanos, sin excepción.

La pregunta que se sigue de forma lógica del análisis anterior es la que nos interroga sobre si existe alternativa posible. ¿Hay alternativa para la izquierda, aparentemente noqueada en la ambivalencia entre su discurso identitario y particularista, y esa tercera vía que tanto la aproximó a su dilución ideológica en políticas genuinamente liberales?

Creo que sí. La clave de esta respuesta es ser capaces de conjugar tres ejes programáticos. El primero, construir un discurso de ciudadanía inclusiva y de vocación universalista. La izquierda debe defender espacios políticos ampliables y nunca fragmentables. Espacios integralmente laicos, basados en leyes democráticas e igualadoras, que reconozcan derechos, no sólo libertades civiles y derechos de participación política, sino también de índole socioeconómica, cultural y medioambiental. Este criterio de ciudadanía es ampliamente más unificador e inclusivo que cualquier criterio identitario. Es más: todas las identidades que respeten los límites fijados en esas leyes democráticas, inspiradas en principios universales, son respetables. El ideal de ciudadanía que debe defender la izquierda es uno ampliable a lo largo y ancho de su definición: una ciudadanía que debe ampliar su contenido incorporando nuevos derechos que se consoliden de conformidad con el horizonte republicano de libertad, igualdad y fraternidad de todos los seres humanos – que se encuentra en la base de todas las revoluciones democráticas – y, al tiempo, una ciudadanía que territorialmente sea tan ampliable como resulte posible. En nuestro caso, la ciudadanía es española en tanto que la demarcación del espacio político compartido de vigencia de nuestros derechos y deberes recibe la denominación de España y en él, sin excepción, deben ser ejercitables nuestros iguales derechos y deberes reconocidos en la Constitución y las leyes. Sin embargo, la ciudadanía española debe perseguir su ampliación para que, más pronto que tarde, podamos emborronar las fronteras, esos límites a la racionalidad y a la emancipación del ser humano. Ése es el mejor latido de Europa. Poder hablar mañana de las mismas normas de convivencia, los mismos impuestos, los mismos derechos y los mismos límites en Roma, París, Berlín, Bruselas o Madrid. Y eso, para empezar. Sin perder el horizonte cosmopolita e internacionalista que se encuentra en la génesis de la izquierda.

El segundo de los ejes que debe vertebrar a la izquierda en su proceso de rearticulación ideológica debe ser su compromiso democrático (radicalidad democrática) e institucional. En estos tiempos turbulentos, son demasiados los intereses oligárquicos y financieros que reclaman la progresiva anomia de las sociedades democráticas, la escalofriante transferencia competencial de las instituciones públicas al sector privado. En ese contexto, optar por atajos y alharacas populistas, impugnar la democracia sin proponer cosa distinta que burdos ensayos caudillistas que nada tienen que ver con la mejor tradición ilustrada de la izquierda, puede suponer, paradójicamente, un balón de oxígeno para ese proceso de sostenida privatización de los espacios públicos. La vindicación de una institucionalidad sólida, funcional e higienizada debe ser nuclear en la reestructuración ideológica de la izquierda. No podemos dejar de legislar, dejar de articular y delimitar los marcos de convivencia que nos hemos dado entre todos y que fijan la limitación al arbitrio de los poderosos. En estos tiempos atribulados, decía, defender las leyes se ha convertido en un ejercicio verdaderamente revolucionario. Las leyes son los verdaderos diques de protección de los que no tienen nada. La voz de los sin voz. Sin leyes, sin normas, sin diseños institucionales que fijen la necesidad de políticas redistributivas, no hay izquierda posible. No hay izquierda que se mantenga fiel a su génesis de emancipación y transformación social, de corrección de las desigualdades de origen, de búsqueda de sociedades más justas, menos cruentas y más solidarias.

El tercer eje que debe guiar a la izquierda es su autonomía ideológica y el horizonte de transformación social que nunca debe perder. La izquierda se ha visto golpeada por algunas profecías que preconizaban la irrelevancia de sus postulados y por la dejación de sus gestores, ritualmente entregados al transformismo ideológico. En nuestro país, la pérdida de identidad de la izquierda ha tratado de suplirse con su escalofriante prostitución ideológica – perdonen la crudeza, pero la realidad lo exige -, en ese mendicante viacrucis que la ha entregado electoral y a veces programáticamente al nacionalismo. Olvidando, con pavorosa frecuencia, que el nacionalismo es filfa, pura indignidad recubierta de xenofobia. Detrás del nacionalismo, ciertamente, no hay nada. No debe olvidársele jamás a la izquierda. Hacer de una decantación accidental – sexual, amorosa o geográfica, da igual – como es el lugar de nacimiento, categoría política, o lo que es peor, criterio de superioridad moral y fundamento de la exigencia de mejores y distintos derechos para un grupo de ciudadanos; en eso consiste, lisa y llanamente, el nacionalismo. El nacionalismo no es que no sea compatible con la izquierda, que no lo es, sino que directamente implica la negación de su condición de posibilidad. Por eso se antoja imprescindible que la izquierda delimite su espacio de autonomía ideológica, alejado de anacrónicos dogmatismos y de espurios compañeros de viaje. El ideal y horizonte último de la izquierda, hacia el que debe caminar sin descanso y sin renuncias, es una sociedad en la que no medien abismos de distancia entre los de arriba y los de abajo. Sociedades más justas y libres, donde “la libertad de cada uno es condición de la libertad de todos”, como rezaba el Manifiesto Comunista.

Sirvan estas humildes ideas no para descubrir Mediterráneo alguno, puesto que muchos antes que yo y de muy mejor modo las pusieron negro sobre blanco; sirvan, simplemente, para contribuir al debate de las ideas en el apasionante reto de reformular el socialismo democrático. Escapemos de la resignación: hay futuro para la izquierda.

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