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Flores rojas: Lo rural y lo siniestro

Alejandro Jiménez Cid
Alejandro Jiménez Cid
Músico y ensayista
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análisis

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La revista Garo, bendita revista Garo, fue una rara avis en el mundo del manga. Dentro de un panorama editorial dominado por publicaciones obsesionadas por las ventas y la dominación del mercado, con las homogeneizadoras exigencias que tal planteamiento impone sobre sus contenidos (fantasía y deportes para las revistas de chicos, princesas vaporosas para las de chicas, tetas y mutilaciones para las de adultos, mah jong para las de aficionados al mah jong), Garo nació en 1964 con vocación abierta y experimental, como plataforma para la libre exploración de las posibilidades gráficas y narrativas del medio. Sus fundadores fueron Katsuichi Nagai y el egregio mangaka Sanpei Shirato, famoso por sus sagas de ninjas con trasfondo social y mensaje marxista (¿cuándo sacará alguien en castellano sus obras maestras, Kagemaru den o Sasuke?), y sus premisas editoriales consistían en dar libertad absoluta a sus colaboradores para que dibujaran lo que les viniera en gana. Con esta filosofía, Garo nunca se convirtió en superventas (apenas cubrían gastos), pero sí en leyenda: venerada por críticos, académicos y artistas, la revista de Nagai y Shirato fue, hasta su desaparición en 2002, hogar y tribuna para el cómic japonés de vanguardia.

Uno de los autores a los que Shirato quiso reclutar desde un primer momento para la heterodoxa plantilla de Garo era Yoshiharu Tsuge, un mangaka de extracción humilde, autor de algunas historias cuyo estilo vagamente outsider le había llamado la atención. Como Tsuge, un tipo escurridizo y más bien huraño, se mantenía alejado de la escena profesional del manga, Shirato no lograba ponerse en contacto con él, así que publicó un anuncio en las propias páginas de la revista: “Yoshiharu Tsuge, llámenos, por favor”. La invocación surtió efecto, y así fue como Garo se ganó a uno de sus más valiosos colaboradores.

Para Tsuge, que había vivido una infancia de orfandad y miseria, Shirato se convirtió en una figura paternal. En verano de 1965, con la excusa de un evento de manga, se escaparon de Tokio y pasaron dos semanas en Ōtaki, en los montes de Bōsō, alojados en una posada rural; allí mataron los días buscando setas, pescando en el río Isumi y paseando por los bosques. Consciente de los problemas económicos de su camarada, Shirato corrió con todos los gastos. “El cielo, las montañas, el río, la posada, la pesca… La radiante materialidad de la naturaleza circundante dejó huella en mí —contaba despues Tsuge, recordando aquellos días felices—. Los pajaritos, los insectos, los perros que me cruzaba por el camino, hasta las piedras: era difícil de creer que hasta entonces no me hubiera fijado en esas cosas”. A raíz de su experiencia en Ōtaki, el mangaka se dedicó a viajar por el Japón rural, buscando las zonas más remotas y empobrecidas: áreas de sombra ajenas a la modernización que a marchas forzadas transformaba las ciudades en frenéticos hormigueros humanos, babilonias de neones y aluminio. Tsuge dio en plasmar sus experiencias e impresiones de aquellos viajes en historias cortas que la revista Garo le iba publicando. Estas son las que ha recopilado la editorial Gallo Nero y acaba de publicar en nuestro país, bajo el título Flores rojas.

El propio Tsuge reconocía la que abre el tomo, Pantano (concebida durante su estancia en Ōtaki), como la obra con la que finalmente encontró un estilo propio. Hasta entonces se había curtido dibujando al por mayor tebeos de samuráis a imitación, más o menos servil, de los estilos gráficos de Tezuka (durante la década de los cincuenta) y del propio Shirato (durante los primeros sesenta). Las historias recogidas en Flores rojas reflejan un período clave en la obra de Tsuge, el de los años en los que consolidó su voz personal como autor; las reacciones contradictorias que despertaba su trabajo durante esta etapa oscilaban entre el apoyo constante e incondicional de su mentor Shirato y la incomprensión de sus lectores, que demandaban historias de evasión, sexo y violencia y se sentían irritados, cuando no estafados, ante aquellos mangas introspectivos, un tanto nouvelle vague, protagonizados por pueblerinos del Japón profundo; para colmo, muchas de las narraciones de Tsuge quedan incómodamente abiertas, exigiendo al lector un esfuerzo de interpretación o dejándolo sin más en la perplejidad.

Con posterioridad a las desconcertantes historietas recogidas en este tomo, Tsuge rompió la baraja, renunció a toda convención narrativa y se zambulló de lleno en su fase plenamente onírica con Nejishiki, la obra que lo consagraría definitivamente (publicada en Garo en 1968, y en España también por Gallo Nero en 2018). Algunos de los relatos de Flores rojas anticipan esta ruptura radical con la realidad: especialmente Pantano, Salamandra y el que da título al tomo, donde las flores rojas que crecen junto al río son metáfora visual de la menstruación de una adolescente. En estas historias, un enrarecido aire de ensoñación ahoga la acción como una sordina, impregnando de un tinte siniestro las representaciones de lo cotidiano: en la magnífica Relato de una playa, actos aparentemente tan inocentes como un paseo por la orilla, una conversación bajo la lluvia y un chapuzón en el mar dejan al lector una sensación angustiosa, inquietante, hondamente perturbadora.

Tsuge, que aún vive pero que dejó de dibujar en 1987 a raíz de una crisis nerviosa, se ha mostrado siempre reticente a permitir que se traduzcan sus obras para publicarlas en el extranjero. “Los occidentales no las pueden entender”. Razón no le falta: hay mucho que se nos escapa, tanto del contexto como de la intención del autor, en estos sutiles  relatos de viajes por el Japón rural. Es como pretender que un japonés comprenda en todos sus matices el Viaje a la Alcarria de Cela. Y es que, salvando las distancias, el Viaje a la Alcarria guarda un sorprendente paralelismo con la colección de relatos que hoy nos ocupa.Cela con su morral y su cantimplora de morapio, Tsuge con su mochila y su caña de pescar: los dos vagan sin rumbo por el ancho campo (“las ciudades las bordearé, como los buhoneros y los gitanos, igual que el jabalí y el gato garduño”), los dos tratan desesperadamente de empatizar con los olvidados del terruño desde su inevitable y maldita condición de turistas. Como Cela, Tsuge busca sus raíces en el áspero —sórdido a veces— entorno rural de su país, pero se sabe ajeno a él, dolorosamente incapaz de ser parte del paisaje: es un mundo al que no pertenece, un mundo que mueve a lástima por su miseria inherente pero también por su caducidad (el Japón de Tsuge y la Alcarria de Cela ya no existen). Y esta misma evanescencia se mezcla, paradójicamente, con su atemporalidad.

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