Santiago odiaba la navidad. No mostraba ningún interés en las interminables comidas familiares ni en los estúpidos anuncios de la televisión. Tampoco soportaba a los Reyes Magos, le molestaba desperdiciar dinero en regalos y que el mérito se lo adjudicasen unos seres inexistentes.

Las fechas señaladas resultaban especialmente molestas: nochebuena y el repetitivo mensaje del rey, el día de los inocentes y sus bromas sin gracia, loterías que nunca tocan… Y por encima de ellas destacaba la indiscutible reina de las tradiciones detestables: la noche de fin de año.

Cada navidad intentaba evitar esta celebración. El primer signo de rebeldía fue dejar de comer las uvas, decisión que tan sólo provocó carcajadas y bromas entre sus allegados. Nadie tomó en serio su ejemplo.

También probó a acostarse antes de la medianoche, pero la inquietante festividad siguió el curso habitual sin reparar en sus estratagemas. Ni siquiera consiguió detener el fin de año aquella vez que fingió estar gravemente enfermo; en el hospital se topó con matasuegras, villancicos y copas de cava.

¿Por qué tanto ahínco en festejar un simple cambio en el calendario? El mundo se había vuelto loco y él estaba dispuesto a hacerle recuperar la cordura.

La navidad de 2016 se aproximaba y Santiago centraba sus fuerzas en elaborar un plan más astuto que el de ocasiones anteriores; la vejez le acechaba y no podía permitirse fallar.

Primero habló con el sacerdote del pueblo. Tras una charla de cuatro horas y un par de sobres abultados consiguió su objetivo: que las campanas de la parroquia no sonaran aquella fatídica noche. Sin los doce avisos quizás el nuevo año se despistaría y pasaría de largo.

No olvidó convencer a Manolo, el joven al que siempre contrataba el ayuntamiento para hacerse cargo de los fuegos artificiales. Tuvo que ofrecerle el doble de lo que pagaría el consistorio, una cantidad nada desdeñable para sus bolsillos; aunque el esfuerzo valdría la pena.

La mañana del 31 de diciembre la dedicó a preparar su casa, lugar en el que siempre se celebraban todos los actos familiares. Empezó con la televisión: pisoteó los cables y aporreó la pantalla hasta que la flaquearon las fuerzas.

Para asegurar el plan rompió todos los relojes que encontró a su paso: el del salón, el de la habitación de invitados, el que colocaron sus hijos en la cocina e incluso el que adornaba desde hacía quince años su muñeca, que al fin quedaba libre del incesante avanzar del tiempo.

Sin campanadas, sin pirotecnia, y con la ausencia de la televisión y los relojes, el cambio de año no tendría más remedio que cancelarse; quizás para siempre.

Se acomodó en el sillón y esperó a que llegasen sus familiares. Los primeros en aparecer fueron sus hermanos, que traían comida y vino. Después sus hijos, que no llevaron nada. Y finalmente los nietos, que sólo aportaron desorden y caos.

La cena transcurrió sin sobresaltos. Anécdotas, cuchicheos y promesas que no tardarían en desvanecerse con el paso de los días. A Santiago no le importaba lo más mínimo; estaba nervioso.

Al acabar la comida los nietos se sentaron frente a la televisión. Manosearon el mando durante cinco interminables minutos, intentando dar con algún canal que emitiese las campanadas. Santiago les observaba desde la mesa del comedor, le temblaban las piernas y su pulso se aceleró.

No lograron sintonizar ninguna cadena. La oscuridad mostrada por la pantalla era inalterable, los golpes y gritos no lograron devolver la imagen.

El estupor se apoderó de la familia. Por algún motivo que no consiguieron descifrar, todos los relojes de la casa marcaban las nueve y media. Era imposible saber la hora exacta. ¿Cómo iban a recibir el 2017?

Se sucedieron las discusiones. Hermanos insultaron a hijos e hijos regañaron a nietos. Estos últimos declinaron participar en la pelea, centrando sus fuerzas en encontrar una solución. Santiago se limitó a murmurar plegarias. Por primera vez creía cercano su objetivo.

Javier, el miembro más joven de la familia, sacó el móvil de su bolsillo y lo mostró ante el resto en pleno fragor del combate. Miraron el teléfono, que marcaba las 23:59, y quedaron en silencio al recitar Javier la cuenta atrás que daría comienzo al nuevo año:

Cinco.

Santiago asestó un puñetazo a la mesa, tirando vasos y platos al suelo.

Cuatro:

Santiago no pudo reprimir un grito desconsolado.

Tres:

Santiago se levantó para callar al niño.

Dos:

Santiago sintió una punzada en el pecho.

Uno:

Santiago perdió el conocimiento y cayó al suelo.

 

Despertó con los primeros rayos de sol. Escuchó a sus hijos hablando en la habitación contigua, pero se sentía demasiado aturdido como para levantarse de la cama.

Giró la cabeza y fijó la vista en el calendario colgado en la pared. 1 de enero de 2017. Uno de enero. Dos mil diecisiete. Dos cero uno siete.

Suspiró y se incorporó con dificultad. Observó sus manos arrugadas y se lamentó por la torpeza de la edad. Quizás no le quedase mucho tiempo, el paso de los años le había derrotado una vez más.

Pero Santiago no iba a rendirse, guardaba la esperanza de poder vencer al temible 2018.

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