Filtro de amor

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El hombre está sentado en un sillón magnífico; a su espalda se alza Dakar, Dark Dakar, el cielo y los milanos y los edificios tan bellos como decadentes de la ciudad de Dakar. El hombre tiene a su derecha, sobre el suelo, una botella de agua que utiliza con frecuencia; en África siempre hace calor, en África un hombre occidental siempre tiene sed. Bebe. Paladea incrédulo. El líquido le deja un regusto extraño hace ya varias semanas, pero quizá ese sabor -casi repulsivo- nazca de su interior y no del agua; sufre un dolor constante y molesto en las piernas, que le ha llevado a comer con voracidad inacostumbrada, buscando energía extra en la carne o el pescado o los dulces. Está engordando, pero la extraña dolencia ni cede ni desaparece. Coloca la botella de agua frente a sus ojos y la mira, con preocupación, al trasluz.

¿Sería posible que alguien estuviera tratando de envenenarlo? En Madrid a nadie se le ocurriría pensar una cosa así, pero en África, en Senegal… Allí se pueden comprar pócimas para prolongar la vida o para lograr que quien beba un preparado mágico se enamore, aún en contra de su voluntad, de quien haya adquirido el bebedizo en cualquiera de los infinitos mercados callejeros. Sopesa la botella con la mano derecha, haciéndola subir y bajar. Nada pierde por llevarla a analizar. En el instituto Pasteur situado junto a la entrada de la Petite Corniche comprenderán.

Dos días después lee en el informe redactado por el laboratorio que se han encontrado restos de sustancias orgánicas en el interior del repiciente de plástico transparente. Sustancias orgánicas. Un eufemismo que enmascara, le confirma su amigo el doctor Aston, la existencia de pelo triturado, fluidos corporales, y también azucares; el sabor dulzón e inquietante que se le quedaba en el paladar después de beber.

Tiene que rendirse a la evidencia: alguno de sus empleados le está echando algo en el agua. Habla con su segunda secretaria, algo más joven que la primera, de senos antigravitatorios que muestra volcando el escote cada vez que se le presenta la oportunidad. Se llama Aminata y es africana. Negra. La primera negra que trabaja para la empresa franco española en un cargo administrativo desde que abriesen la sucursal de África Occidental quince años atrás; la ha contratado de él, y en la sede sonrieron malévolamente al enterarse. “Se la estará tirando”. Es la propia secretaria, educada en París, La Sorbona, quien aconseja que reúna a los tres empleados locales, ella incluida, y les cuente lo que ha descubierto.

Lo hace y a partir de ese momento el agua deja de saber dulce, las piernas de molestarle, y la redondez de su rostro a ceder para volver a dar paso al triángulo imperfecto habitual.

“Nadie pretendía matarme ni hacerme daño, era un filtro de amor”, se cuenta a sí mismo, y más tarde también al director general cuando se reúne con él en Avignon. “Por eso no la he despedido”.  Pues él ya sabe quien es, quien vertía el líquido brujo y hechicero a través del cuello de la botella, la mujer del nalgatorio inacabable, primitivo y sorprendentemente sensual: la señora de la limpieza. “Es una pobre señora, al principio, cuando la contrataron abría la puerta con los pechos al aire, porque así van a trabajar las mujeres en su tribu de la Casamance para trabajar. Cubiertas desde la cintura a los pies, enseñar las piernas es pornografía, pero arriba no llevan nada”.

Sólo años después, muchos años después, ya en Madrid y tras abandonar la gran empresa transnacional para dedicarse a su propio negocio personal, el hombre tuvo una iluminación: el filtro mágico que habían utilizado para manipularlo había funcionado, pues la femme de menage no pretendía que se enamorara de él, sólo que no la despidiera, pues sin duda había visto la intención en sus ojos verdes y caprichoso de urbanita occidental.

La mujer de la limpieza. La apreciaba de corazón, pero era cierto que en algún momento estuvo tentado de ponerla en la calle. Qué injusticia habría sido, una barbaridad. Se la imaginó comprando el bebedizo, o más exactamente encargándole su preparación a un poderoso brujo o marabú. Bajó los párpados, buscando recordarla con mayor precisión. Sí, podía verla con absoluta nitidez, espiándole, atenta a cada cambio de botella, al momento al que quitaba el precinto de seguridad del tapón, para inmediatamente echar su pócima encantada. Allí estaba, a menos de dos metros de distancia, inclinada sobre la botella de Evian, doblada desde la cintura, las piernas rectas, las grandes nalgas empequeñecidas, girándose de repente al notar sobre su cuerpo una mirada viajando desde el futuro, y mostrando desafiante y procaz, a través del escote volcado, sus senos antigravitatorios y bellísimos, su cara de señorita educada en el mismísimo París distendiéndose en una sonrisa deliciosa y ganadora, mirándole a los ojos a través de los años pasados desde que se él abandonase África. «Era un filtro de amor, fui yo quien te lo suministré. Y funcionó a la perfección: me querrás para siempre. Pues aunque no me tomaste por esposa, ya tenías una y eres un pobre blanquito de educación europea y convencional, te aseguro, amor mío, que nunca me podrás olvidar».

 

Artilato dictado por Javier Puebla, y mecanografiado por Ángel Arteaga Balaguer

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