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Felipe VI es el eslabón más debil de la decadencia

Domingo Sanz
Domingo Sanz
Nacido 1951, Madrid. Casado. Dos hijos y tres nietos. Cursando el antiguo Preu, asesinato de Enrique Ruano y la canción de Maria del Mar Bonet. Ciencias Políticas. Cárcel y todo eso, 1970-71. Licenciado en 1973 y de la mili en 1975. Director comercial empresa privada industrial hasta de 1975 a 1979. Traslado a Mallorca. de 1980 a 1996 gerente y finanzas en CC.OO. de Baleares. De 1996 hasta 2016, gerente empresa propia de informática educativa: pipoclub.com Actualmente jubilado pero implicado, escribiendo desde verano de 2015.
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análisis

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Cualquier debate de los que puedan rozar la Monarquía se aborda en este país con tal grado de auto contención que resulta lógico pensar que más que miedo es terror a lo desconocido lo que agarrota las mentes de los tertulianos ocasionales. Siempre con la excusa de que se trata de algo que no le preocupa a la gente, como si tras 40 años de no atreverse se hubieran resuelto los problemas que sí preocupan. Y eso que me estoy refiriendo a quienes no están sometidos a las disciplinas partidarias, pues en estos ya se sabe que solo argumentan lo que conviene para no perder audiencia. Hay que reconocer que solo en Catalunya las autoridades investidas han sido capaces de romper el maleficio, llegando a verbalizar la palabra “república” sin complejos. Hasta el himno de Riego ha vuelto a sonar para recordarle al rey la nueva realidad en construcción al norte del Ebro durante su viaje a la Barcelona del Mobile.

Un terror, principal e inconfesable porque no se mienta, que es quizás lo que atenaza lenguas y plumas de quienes se pronuncian cada día en abierto. Se trata de la desconfianza sobre si somos o no somos mayores de edad para vivir de manera civilizada y sin fantasmas, a pesar de que pagamos impuestos y votamos cada cierto tiempo. No es una duda a título de inventario. Es la certeza derivada de los muy pocos años durante los que este país se ha podido organizar sin que sus sucesivos modos de construirse, o destruirse, fueran o una guerra, o una dictadura, o una monarquía, o una combinación de monarquía con dictadura. Es decir, un lugar donde todos, no todos menos uno, hayan sido iguales en derechos políticos y ante la Justicia. No llegan ni al 5% de los recorridos en los últimos doscientos treinta, por citar como referencia el punto de inflexión de la Revolución Francesa, donde tanto progreso para todo el mundo dio comienzo.

Volviendo a lo nuestro, el uso y abuso de la Monarquía como ariete contra la libertad de expresión, aunque no solo, contribuye a lo que mejor llamaremos auto censura, para hablar con propiedad. Es esa grave enfermedad social que cursa en silencio y que, precisamente por ello, produce unos efectos imposibles de predecir, pero que resultarán muy negativos para nuestra salud política y social a largo plazo, sobre todo si el éxito de una nueva república no termina culminando esta fase de inestabilidad, que ya comienza a ser preocupante por lo mucho que está durando. Además, esa aparente sobreprotección, falsa e interesada, no como la que disfrutan los hijos mimados, debilita irreversiblemente a la institución que aparenta defender, pues quienes realmente se intentan blindar detrás de la Corona son los políticos que la utilizan. Pero es que es del todo innecesaria y, además, resulta ofensiva para el ciudadano de a pie: Por definición, el rey es irresponsable de sus actos y, por tanto, para compensar tan gran privilegio ninguna persona de las que necesiten desahogarse de palabra contra una figura que siempre será simbólica, impulso que como siempre lo es para calmar la tentación de llegar a las manos contra terceros de carne y hueso, debería ser represaliada.

Acaba de comenzar el día de mañana, 27 de febrero, y me estoy enterando, en catalán, de que el PP está pensando en obligar por norma legal la asistencia de autoridades a las recepciones y eventos protagonizados por el Rey. Quizás de esta ocurrencia, informada por Andrea Levy, se pueda enterar usted en castellano. Interpreto que, procedan o no, se trata de un nuevo anuncio de los que solo con proclamarlo ya le permite al PP recuperar algunos votos de los que se lleva el tsunami demoscópico llamado Ciudadanos, ayer con lo publicado sobre tendencias en Andalucía. Sale gratis abusar, y van, de esa institución monárquica que tanto se presume defender. Pero de lo que probablemente no le informen a usted en castellano es de que el cónsul finlandés en Barcelona ha sido cesado a requerimiento del ministro Dastis. Su delito, “invitar” a la Presidenta de la Diputación de Barcelona, casualmente alcaldesa de un municipio de la AMI, a una de las comidas con autoridades locales que los cónsules organizan mensualmente. Atención, porque Barcelona es la cuarta ciudad del mundo mundial con un cuerpo consular más numeroso, después de Nueva York y otras dos cuyos nombres no recuerdo, ninguna española, por supuesto. No parece que buscar antipatías sea lo que le convenga a la diplomacia española, representante de un gobierno que ya está comenzando a preocupar en Europa por la deriva autoritaria que protagoniza.

Hay tanto patetismo en las respuestas del PP contra una vida que necesita romper los esquemas para seguir respirando, que me recuerdan al bienio Arias-Fraga tras la muerte de Franco. Hablando de recuerdos, tanto en castellano como en catalán el debate entre historiadores profesionales y aficionados gira en torno a cuál de las crisis políticas anteriores que implicaron cambios de modelo fue, salvando las distancias, la que más encaja con la que estamos viviendo ahora. Manejan tres momentos: El primero sería 1917, que dio lugar a la dictadura de Primo de Rivera sin cambiar la Monarquía. El segundo, 1931, que celebró la Segunda República. Y el tercero, al que me refería, el que se inició con la muerte de Franco. Desde mis limitaciones elegiré guiarme por la misma intuición que tuve en 2014 cuando, a la hora de escribir un relato breve de cualquier cosa que debía leerse en diez minutos durante un evento literario de pueblo pequeño, lo que me pidió el cuerpo fue inventar un instante de aquel 14 de abril. Poco tiempo después abdicaban al rey hoy emérito, intentando resolver un desgaste insoportable por la corrupción familiar, pero creando uno nuevo, acelerado y quizás insoluble, por la falta de categoría del nuevo inquilino de La Zarzuela para resistir los abusos de una clase política decadente y a la desesperada por mucho que ocupe el gobierno.

Sí, definitivamente estoy de acuerdo con los historiadores que piensan en 1931. O todo se hunde, o un retroceso hacia una monarquía autoritaria como la de Primo de Rivera también hubiera resultado imposible hace cien años si Europa hubiera sido entonces lo que es ahora.

Creo que la Monarquía está recorriendo sus últimos telediarios. Aunque sean mil, pero son infinitamente menos de los que lleva vividos. Y cuando algo que sobra desde ya sigue existiendo constituye, primero una molestia, con el tiempo un peligro y siempre un gasto innecesario.

Solo falta que algún sujeto con categoría política suficiente, además de convicción, condiciones, valor y, sobre todo, inteligencia, descubra que sin salirse de la ley es posible crear las condiciones para enseñarle al Rey lo que le conviene a España en paz. Y después gloria.

 

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