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Europa y la nueva guerra fría

José Luis Carretero Miramar
José Luis Carretero Miramar
Abogado y profesor de la escuela pública y secretario general del sindicato Solidaridad Obrera.
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análisis

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La cumbre bilateral chino-estadounidense celebrada recientemente en Anchorage (Alaska) ha permitido hacer visible la profunda brecha que, pese a la elección de Joe Biden como nuevo presidente norteamericano, sigue cercenando las relaciones mutuas. Y es una brecha que tiene efectos evidentes para la política y la economía de la totalidad del Globo. También para la Unión Europea.

El nuevo presidente norteamericano, como el anterior, ve a la República Popular China como su principal antagonista estratégico, como la única potencia emergente que puede alcanzar la hegemonía económica global en las próximas décadas y acabar con medio siglo de Imperio estadounidense.

China crece, pese al coronavirus. China ha avanzado enormemente en el proceso de diversificación y desarrollo de su aparato productivo, convirtiéndose en una potencia indiscutible en aspectos determinantes de la emergente Cuarta Revolución Industrial como la Inteligencia Artificial, el Big Data o el 5G. China, inmisericorde, extiende sus redes a escala global mediante enormes inversiones en África o América Latina, con el despliegue de su Iniciativa de la Nueva Ruta y Cinturón de la Seda y con un acuerdo comercial asiático que le permite acceder de manera preferente a la zona económica más dinámica del planeta.

 Además, pese a lo que solemos presuponer los ciudadanos occidentales, acostumbrados a entender la democracia a la manera liberal y las libertades en un sentido individualista, China se convierte en un paradigma virtuoso a imitar para muchos gobernantes y sectores de la población del Sur global, deseosos de librarse de la presión del imperialismo y los organismos internacionales vinculados a Occidente, y de desarrollar una economía viable e industrializada. Basta visionar la reciente película india de éxito mundial, accesible en Netflix, “Tigre Blanco”, para comprender como el modelo chino, que garantiza “alcantarillas y saneamientos” se configura como un polo atrayente para poblaciones que apenas han salido de brutales relaciones feudales subsumidas al mercado internacional en un marco de miseria caótica.

Donald Trump se enfrentó a China mediante sanciones económicas; una extendida guerra comercial; apoyo mediático y político a movimientos de oposición como los de Hong Kong o Xingjiang; el acoso a las principales empresas tecnológicas del país asiático, como Huawei, Tik Tok o ZTE; y una política destinada a reactivar todo tipo de alianzas contra China en Asia (como el Quad). La estrategia, de momento, no ha tenido éxito.

Biden amaga por seguir por el mismo camino, tras la fallida operación propagandística de Anchorage, en la que pretendía dar una lección de fuerza mediática a la delegación china, sin haberlo conseguido. La presión a las cotizadas chinas en la Bolsa estadounidense (que puede hacer perder miles de millones a los inversores norteamericanos al forzar la retirada de las tecnológicas chinas del parqué de Wall Street), así como las reiteradas sanciones y detenciones contra ciudadanos chinos acusados de “espiar” para el Ejército de su país en Estados Unidos, han continuado.

Pero el planteamiento estratégico de Biden respecto a China contiene un elemento diferenciador importante respecto al de Donald Trump. Biden, frente al aislacionismo trumpista, que empujó a una creciente tensión en la relación transatlántica con la Unión Europea, busca aliados contra la República Popular.

Biden, en sus pocos meses de mandato, ha mandado importantes señales a su aliado secular europeo: trata de reconstruir la OTAN, mandada al cuarto de los juguetes viejos por Trump, aún con la exigencia de un mayor gasto militar para el resto de países miembros, y ha acudido a la última cumbre de los 27 para regalar los oídos de los gobernantes del Viejo continente con la promesa de recuperar los tradicionales cauces de alianza. Esta estrategia se ve acompañada, además, con la coincidente relajación de la guerra comercial mutua provocada por las ayudas públicas a Boeing y Airbus, gracias a recientes resoluciones arbitrales al respecto.

Y la Unión Europea responde entusiasmada. Usa su recién estrenado mecanismo de sanciones comunes basadas en la defensa de los Derechos Humanos para señalar a China y a Rusia, las dos grandes bestias negras del poder estadounidense, poco después de haber firmado el mayor acuerdo comercial de su historia con la República Popular, y cuando el gas ruso sigue siendo un activo imprescindible para el despliegue de la economía alemana. De hecho, tan imprescindible que Alemania, de momento, se niega a la exigencia norteamericana de paralización del proceso de construcción del gasoducto Nord Stream 2, que integrará aún más la trama energética continental con Eurasia.

Nos encontramos, pues, en un escenario complejo que parece encaminado a convertirse en una nueva Guerra Fría entre el bloque occidental, declinante en las últimas décadas y comandado por los Estados Unidos, con la UE como comparsa; y China como principal exponente de una coalición emergente de poderes periféricos, pero cada vez más articulados entre sí, que incluyen a Rusia, vecino inmediato de Europa.

En esta nueva Guerra Fría Estados Unidos, de nuevo, usará la baza de la democracia formal para azuzar a la opinión pública contra poderes periféricos con los que su clase empresarial hace, pese a todo, grandes negocios. Y China apostará por presentarse ante los pueblos del Sur como el único actor económico que ha conseguido levantarse del proceso de postración provocado por el colonialismo, hasta colocarse a la misma altura que los colonizadores.

La declinante Europa, que ha demostrado ser incapaz incluso, de momento, de desplegar un proceso de vacunación coherente para su población, parece camino de convertirse en el principal campo de batalla económico y mediático de esta Nueva Guerra Fría. Mientras las élites europeas apuestan por la tradicional relación transatlántica con Estados Unidos y despliegan sus tropas en las cercanías de las fronteras rusas, bajo la bandera de la OTAN, sus espacios tradicionales de influencia en África, Oriente Medio, el Magreb y América Latina derivan en un caos creciente desatado por el aventurerismo norteamericano de las últimas décadas, la expansión del yihadismo en el Sahel (la principal guerra que ahora mismo libran las potencias europeas) y la pujanza inversora china.

Europa corre el peligro de renunciar a ser un actor con una agenda propia en este drama. Su dependencia militar, pero también ideológica y empresarial, de los Estados Unidos la encamina a una dinámica de enfrentamiento con sus vecinos más cercanos y con quien podría ser un gran socio económico de futuro. En este complejo escenario, incluso un documento de análisis reciente del investigador Francisco José Dacoba Cerviño del Instituto Español de Estudios Estratégicos, ligado al Ministerio de Defensa, mantiene que “el seguidismo acrítico de las iniciativas norteamericanas tampoco puede ser una opción sensata”, para apostillar que “se impone, pues, avanzar hacia la Autonomía Estratégica europea y hacia la revitalización de la Alianza Atlántica…de forma simultánea”.

Esta perspectiva, que constituye la base de la llamada Agenda Estratégica, Strategic Compass, del Consejo Europeo, tiene sus limitaciones: la soberanía europea que se defiende sigue entendiéndose como una forma de hard power subsidiaria al funcionamiento de la OTAN, que va a verse sometida a una creciente presión norteamericana para convertirse en una Alianza militar con objetivos globales y, por tanto, en una fuerza de presión fundamentalmente anti-china. El camino de la soberanía europea está en otra parte: en una apuesta holística por un soft power acusado, basado en un modelo social ampliamente democrático y basado en la justicia social (algo que la UE ha abandonado por el camino de las políticas de austeridad y las derivas autoritarias a nivel interno) y un hard power capaz de garantizar la autodefensa autónoma.

Una Europa soberana podría plantearse una política civilizatoria, destinada a defender los derechos humanos desde la independencia de criterio. Apostando por ser el interlocutor del nuevo mundo emergente frente al derrumbe de las viejas seguridades. Dando ejemplo de profundización democrática interna para desplegar una mirada externa de cooperación multilateral no alineada en la Nueva Guerra Fría.

Pero para eso tendría que ser otra Europa. La Europa de los productores, y no la Europa de los mercaderes. Una Europa en proceso de integración económica y federalización política desde una democracia participativa e inclusiva, sustentada por una economía sostenible y cooperativa, basada en los bienes comunes y en el emprendimiento colectivo e innovador y la tendencial cogestión y autogestión de las empresas estratégicas.

Una Europa pasto de los fondos de inversión globales, de los fondos soberanos y las transnacionales de países “aliados” que despedazan periodistas o desatan guerras genocidas, no puede presumir de sus valores democráticos sin provocar una cierta vergüenza ajena en el Sur del mundo. La Nueva Guerra Fría, como pasó con la anterior, puede convertirse en un rosario de conflictos calientes en la periferia. ¿Volverá Europa a aplaudir las asonadas militares de los “aliados” que lleven a nuevas carnicerías, como ha sucedido en Bolivia recientemente, mientras perora con suficiencia impostada sobre los “valores democráticos y las horribles dictaduras” del otro bando?

Una Europa declinante, convertida en campo de batalla de la Nueva Guerra Fría; sometida a crecientes tensiones y contradicciones de clase en su interior; acosada en sus fronteras por la implosión del equilibrio tradicional en el Magreb, el Sahel u Oriente Medio; carente de autonomía tecnológica y militar; enfrentada a su principal vecino y suministrador energético; incapaz de llevar a cabo una integración económica efectiva; tensionada por tendencias populistas y fascistas crecientes. El precio de la falta de soberanía efectiva para Europa puede llegar a ser muy alto en las próximas décadas.

Lo cierto es que Europa debe recordar que la soberanía no es una cosa que se derive de las ruedas de prensa de los burócratas ni de las ansias especulativas de los fondos de inversión. La soberanía, como aprendieron los ciudadanos europeos en las calles del París de 1789, sólo puede construirse, para acabar con los tiempos de la tendencial decadencia europea que vivimos, desde abajo.

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