La democracia británica descansa en una sana paradoja: “we agree to disagree” (nos ponemos de acuerdo para discutir) y la armonía de la comunidad se basa en la controversia permanente. Unamuno aseguraba que un país vivo era un país ideológicamente dividido, y no encontraba ninguna razón para justificar “eso de la unanimidad.” Al escritor vasco, le daba lástima “un pueblo unánime, un hombre unánime.” La obsesión por lo unánime es siempre un sesgo conservador en España, que encierra la uniformidad impuesta para preservar un régimen de poder acomodado a los intereses de las minorías económicas y estamentales.  Desalojar del formato polémico cuanto no convenga al Ibex 35 y su embalaje político e institucional se ha convertido en el artificioso orden objetivo de las cosas y la corrección política. El consenso del pacto de la Transición trazó una gruesa línea donde la moderación se enmarcaba en una descentralidad con demasiado encorvamiento a la derecha. Lo posible se funda en un sistema que cada vez más permite, como dice John Gray, que “la mayoría de la gente renuncie a la libertad sin saberlo”.

“¿Qué esperamos congregados en el foro? Es a los bárbaros que hoy llegan.” Escribió Kavafis. Lafargue, el gran divulgador del socialismo en España junto a Pablo Iglesia Posse, opinaba que la burguesía, que proclamaba que su toma de poder había sido un progreso único en la historia, consideraba que era una barbarie todo lo que pusiera en peligro su hegemonía social. Los sistemas cerrados se caracterizan por la supresión de alternativas reales de poder por la exigencia de esa uniformidad calificada con la balsámica metonimia de consenso y donde se considera que fuera del círculo caucasiano de sus intereses todo es barbarie. Y ello, adobado por aquellos principios propagandísticos que en la Alemania de los años 30 tanto predicamento tuvieron.  El de contagio: reunir diversos adversarios en una sola categoría o individuo; los adversarios han de constituirse en suma individualizada. El de la exageración y desfiguración: convertir cualquier anécdota, por pequeña que sea, en amenaza grave. Y el de la unanimidad: llegar a convencer a mucha gente que se piensa “como todo el mundo”, creando impresión de unanimidad.

El más tímido reformismo se está convirtiendo en España en un delirante ejercicio de barbarie. El pensamiento crítico se percibe por las minorías dominantes como una descabellada aberración dispuesta a dinamitar la civilización a golpe de ideas. La derecha ha conseguido, bajo el manto protector de un régimen creado a sus hechuras e intereses, que se diluyan las divisiones ideológicas por líneas rojas fundamentadas en la confusión y el miedo. De esta forma, la tradicional catalogación política de derecha e izquierda ha pasado a constituirse en manipulaciones psicológicas como constitucionalistas y no constitucionalistas, defensores del orden democrático y antisistema, creando limes políticos más allá de los cuales están los hunos.

Lo que ocurre es que la ecología del régimen político sufre una acelerada decadencia sustanciada en la corrupción, la desigualdad, la quiebra institucional y todas las excrecencias que proceden de su propia fisiología constitutiva y la incapacidad para generar otros anticuerpos que no sean la exclusión y la desnaturalización del acto político. Como advertía Norberto Bobbio, la democracia no es sólo votar, sino que consiste en la posibilidad de poder elegir alternativas reales. La necesidad del sistema de la uniformidad de las propuestas políticas y la anatematización de la divergencia con su propia arquitectura institucional y política sólo conducen al déficit democrático y a la cerrazón de un régimen político cada vez más alejado de las mayorías sociales. Quizá no se debería olvidar cómo concluye el poema de Kavafis: “¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros? Esta gente, al fin y al cabo, era una solución.”

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