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España y el reto de los refugiados

Maite Pacheco
Maite Pacheco
Licenciada en Derecho y Diplomada en Empresariales por ICADE Master en Cooperación Internacional Master y postgrados en Liderazgo y Dirección ONG y Fundaciones (ESADE e IESE) Master en Derechos Humanos por Universidad Carlos III Ha trabajado en diferentes agencias de Naciones Unidas (Unicef en Cuba y Madrid, ONU Mujer en NY, PNUD...) Directora en varias ONG de Cooperación internacional viviendo en diferentes países y regiones , de Advocacy y Derechos de Infancia en Unicef Concejala Servicios Sociales, Igualdad, Diversidad y Derechos humanos en Ayuntamiento de Madrid de Junio de 2019 a enero de 2021 Directora General Protección Internacional y Acción Humanitaria en Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones
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análisis

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En la primavera de 1994, entre medio millón y un millón de personas de etnia tutsi (no existen cifras exactas) fueron asesinadas en Rwanda por el gobierno hutu, hegemónico en ese momento. El mundo entero contemplaba estupefacto la matanza y el éxodo de miles de personas a los países aledaños en la región de Grandes Lagos. Esas personas que huían y se hacinaban en campamentos apoyados por organizaciones no gubernamentales y el ACNUR (Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados) eran, jurídicamente, solicitantes de asilo y, una vez que el mismo les era concedido (siempre en el país de acogida), eran oficialmente refugiados. Sin embargo, este término no era conocido para la mayoría de la población española. Cuando, diez años después, estuve un tiempo en ese país africano y observé la encomiable reconstrucción de este, aún olía a muerte y las calaveras se exponían como recordatorio de lo que jamás debió suceder.

Mucho menos teníamos conciencia de los cientos de personas que llegaron a España desde Cuba, El Salvador, Honduras, Colombia y diferentes países latinoamericanos, huyendo de las dictaduras de los años 60, 70 y 80. Para casi todos nosotros, eran inmigrantes sin más. Ni ellos contaban mucho su historia fuera de los despachos jurídicos que tramitaban su solicitud de asilo, ni los españoles preguntábamos demasiado. Cuarenta años después seguimos recibiendo personas de estas nacionalidades que huyen por motivos políticos. También jóvenes que han escapado de las “maras”, pandillas violentas con rituales atroces, que no dudarían en asesinar a un “desertor”. Si un chaval que quiere rehacer su vida y ser honrado, se enfrenta a una muerte segura y necesita escapar para mantenerse con vida.

Al mismo tiempo, en Europa se producía el conflicto bélico más espeluznante desde la II Guerra Mundial; entre 1991 y 2004 se sucedieron batallas y matanzas constantes en la guerra de los Balcanes. No puedo olvidar la entrada en Kosovo con las KFOR y mucho menos el tiempo empleado en la reconstrucción de las comunidades por la ayuda internacional, los gobiernos de diferentes países (España se empeñó a fondo en ello) y las organizaciones no gubernamentales. De ello recuerdo nítidamente la apertura de fosas comunes, las posturas imposibles de tantos cuerpos sin vida y las mujeres de aquellos hombres asesinados, desgarradas para siempre, aunque por fin, descubriendo dónde descansaban los restos masacrados de sus padres, esposos e hijos. Las violaciones que sufrieron. La destrucción de sus cuerpos utilizada fríamente y despojada de alma, por hombres transformados en salvajes (los testimonios de las mujeres que sufrieron estas violaciones se cuentan por miles. No era la primera vez y como sabemos, no ha sido la última en que en Europa se han utilizado como arma de guerra).

También desde nuestro país tuvimos noticia del llamado “conflicto de Darfur”, en el oeste de Sudán. Conflicto no es la palabra exacta para los asesinatos bárbaros que se produjeron. Fue claramente un genocidio, puesto que un grupo de etnia árabe (apoyada por el gobierno, aunque este jamás lo ha reconocido) asesinaba sin reparos a pueblos enteros, hombres, mujeres y niños. Casi medio millar de personas fueron asesinadas y más de dos millones de personas tuvieron que huir de su hogar. Todavía tiempo después, cuando las ONG nos afanábamos en reconstruir pueblos, escuelas y vidas destrozadas, los yanyauid campaban a sus anchas sobre sus camellos (los yanyauid son miembros de la tribu Baggara que mataron en masa a los agricultores de otras etnias). Dialogar con ellos era necesario para poder hacer nuestra labor humanitaria cuando supuestamente había acabado el conflicto. Como mujer en medio de aquel desierto y aun teniendo personas de seguridad que nos protegían, pasé miedo.

En 2011 comenzó la guerra de Siria. En esta ocasión, los españoles aprendimos, lastimosamente, lo que era un refugiado a base de atroces imágenes. Lo que supone salir de tu país con una bolsa pequeña, un hueso de aceituna del olivo de tu huerto, las llaves de lo que fue tu hogar, huyendo de la guerra. Me impactó siempre el testimonio de los niños y niñas; miles y miles han nacido en guerra y siguen viviendo en ella. No han salido de los campos de refugiados que hay en Irak, Jordania, Líbano (país que acogió en meses un 10% de su población en refugiados, lo que sería en España casi 5 millones de personas). Niños que se esconden si oyen un plato caer o un ruido fuerte, pensando que caen bombas del cielo. Niños mutilados, que juegan al futbol con una pierna y muletas. Niñas que ya no podrán ser niñas jamás.

Así, uno tras otro, se han sucedido y suceden en este momento decenas de conflictos perennes: en Oriente Medio, en Yemen, Sudán del Sur, los rohingyas en Myanmar, el eterno conflicto en Chad, los que hoy huyen de Nicaragua…

El 15 de agosto del año pasado, ocupando el puesto de directora general de Ayuda Humanitaria y Protección Internacional, recibí la llamada de otro Alto Cargo en que me anunciaba la llegada de refugiados afganos. España iba a liderar una operación de rescate propia de una película americana (deberíamos tener el orgullo patrio como para filmarla).  Nuestra solidaridad fue enorme, la valentía de nuestro ejército inmensa y la solidaridad de los españoles encomiable. En 24 horas monté con el increíble equipo de servidores públicos del Ministerio de Inclusión, un plan operativo que nuestro Ejército desplegó inmediatamente, con una eficacia admirable. Tuvimos preparadas las llegadas de aviones, los campamentos, cientos de litros de agua y kilos de comida adaptada a su cultura, espacios amigables para niños y niñas, separación, privacidad y seguridad para mujeres etc. La labor de la sociedad civil organizada merece un aplauso. Recibimos la medalla del Mérito Civil por ello, pero todos los españoles y españolas deberían tenerla, puesto que fue una ola de solidaridad inmensa.

Y así llegamos a la actualidad, con un nuevo conflicto que está produciendo miles y millones de desplazados y refugiados de guerra: Ucrania. Una desgracia para el sistema de Naciones Unidas, la paz mundial, la diplomacia, la lucha por la democracia y el cumplimiento de los pactos que nos hicieron creer que ya estábamos a salvo. Llegan a nuestro país mujeres con niños que han dejado a sus maridos luchando. España se vuelca de nuevo. Ya todo el mundo, por desgracia, domina el significado del término refugiado a la perfección.

Alabo la solidaridad de nuestra gente. Sin embargo, los españoles somos muy impulsivos: Damos lo mejor de nosotros unos días, unos meses, pero nos olvidamos en cuanto los medios nos retransmiten el nuevo conflicto “de moda”. No lo digo yo, lo avalan los estudios que hacen las fundaciones y ong de ayuda: Los españoles nos volcamos con la desgracia, pero somos tremendamente inconstantes en nuestra solidaridad. ¿Quién se acuerda de Sudán, de Siria, de Malí, de Yemen, Sudán del Sur…? ¿Quién va allí a ofrecer su ayuda o sigue apoyando a las ONG que allí trabajan? ¿Quién acoge en su casa a un eritreo, a un nigeriano, a un sudanés? Más aún, ¿Quién se acuerda de Afganistán que hace menos de un año ocupaba portadas y corazones? Sigamos siendo solidarios, pero abandonemos el sprint. La solidaridad requiere de corredores de fondo.

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2 COMENTARIOS

  1. La descripción tan vívida de estas tragedias de la Humanidad resulta espeluznante. Gracias por sacudirnos las telarañas, Maite Pacheco. Y por todo el buen trabajo.

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