Hubo un tiempo en que Madrid recibía con placer y plácet el calificativo machadiano de “rompeolas de todas las Españas”. Hoy acepta sumisa la etiqueta de “distribución administrativa sancionada por la Constitución” (Laporta y Puigdemont dixit) y mañana quién sabe si volverá a soportar la inmisericorde burla popular que hace siglos la definía como poblachón manchego, antes de ser Villa y Corte. Lo que estamos presenciando en la actualidad es la regresión histórica de un país, España, que ha aceptado en los últimos años que los dueños del cortijo periférico que viven anclados desde hace treinta años en la mentira histórica, vistan de ropaje aldeano su incompetencia política, regocijados en un vocabulario falsario y un pasado mitológico que les convierten en terratenientes de una colosal mentira trazada a golpe de chantaje. Hubo también un tiempo en el que todos los vecinos aceptaban compartir la finca que les acogía como morada de intereses y objetivos comunes, si bien es cierto que desde aquel 1978 se instauró en los dominios de sus predios una pasividad ante todo lo que provenía de la periferia que lleva amenazando desde entonces la estabilidad social y política de la nación: ¡bendita concordia la de aquella Transición, revisable, que hizo de las concesiones a los enemigos de España la excusa para su demolición!

Lo sucedido recientemente con el candidato Albiol en Mataró, y las excusas de Puigdemont, subordinado del Estado con carnet de ministro catalán de la nada, o las numerosas sedes de Ciudadanos y PP golpeadas por toda Cataluña, más el odio antisistema que en Barcelona ha anidado como metástasis de difícil curación, no es casualidad, sino la consecuencia de una política activa de negación de la responsabilidad gubernamental, que no garantiza la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley ni procura con firmeza que la unidad indisoluble de la nación española no sea un mero precepto constitucional de obligado cumplimiento. Exigir una política de Estado a quienes han desmantelado éste a base de centrífugas triquiñuelas electoralistas es ilusorio y poco realista.

Lo que en sociedades democráticas de inquebrantables principios constitucionales y sólida reputación gubernamental sería impensable que sucediera, aquí se convierte en normalidad manifiestamente anormal. Es quizá el objetivo más reconocible de estos próceres de la trampa: normalizar la anormalidad, con permiso de quienes deben impedirlo. ¿Y qué es la anormalidad, se preguntarán? Anormal es decir, repetir y legalizar que Cataluña es una nación, pues la historia nunca la recogió como tal, pues dependió de una Corona, la de Aragón, de una Monarquía, la española y de un rey, Austria primero, Borbón después, que no la vieron como nación a pesar de gozar de cotas de autonomía considerables. Normal es considerar a Cataluña región exquisita de prohombres de la literatura (con Pla Gimferrer, nacidos en el siglo pasado y vivientes perpetuos de una memoria colectiva de escritores y lectores, el orgullo paisano ya estaría rentabilizado), comunidad originaria de patriotas españoles que, como Casanovas Villarroel –sí, esos a los que aclaman las hordas independentistas en la Diada, consumando un timo intelectual e histórico más-, defendieron la nación al grito de ¡Viva Cataluña, Visca Espanya! y tierra de emprendedores, innovadores y cautivadores parroquianos que han convertido Cataluña en la envidia de otros muchos enclaves mágicos del mejor rincón del mundo, España, como elogiaba Baroja, antesala de la elegía que hoy construiría para definirla.

En 2016, como en el albor del siglo XXI, muchos se agarran al concepto de nación cultural de Fichte, impregnada de romanticismo decimonónico, esto es, aquella basada en una lengua y cultura propias, para reclamar supuestos derechos históricos. Pero esto no es suficiente para legitimar los deseos de una minoría inconsecuente con sus principios, caradura de sus miserias políticas y morales y aprovechada de la dejadez de quien deberían ser guardianes incorruptos de la Carta Magna.

Por acción, de la izquierda aprovechada y antinacional, y por omisión de la derecha, cautivada por la demagogia y la palabrería nacionalsocialista y presa de sus eternos complejos, la destrucción de España ha sustituido lo que debería ser la deconstrucción de la Cataluña nacionalista. Pero que nadie se engañe. Lo sucedido en la Cataluña antisistema de estos meses no debe quedar impune en el imaginario popular patrio, pues instaura el peligroso precedente de “pide y se te dará, sea o no legal”. La tibieza en los principios, la falta de firmeza y rigor de magistrados, políticos y algunos periodistas y los negocios sucios de estos, aquellos y los de más allá, se traducen en impunidad manifiesta de los mamporreros políticos, vulgo nacionalsocialistas, y travestidos intelectuales, o sea socialnacionalistas, que sustituyen debate por imposición, principios discutibles por asertos irrefutables, referencias históricas falsas por proyectos nacionales de honda prosapia. Se cumple, se ha cumplido, se está cumpliendo, aquello que el político y escritor irlandés Edmund Burke afirmaba hace dos centurias. Decía el padre del pensamiento conservador moderno que “para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada”. Los malos de esta película son reconocibles y detectables. La pregunta es: ¿dónde están los buenos?

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