Hace unas semanas tuvimos ocasión de escuchar y leer unas declaraciones del Ministro español de Economía y Competitividad en funciones, Sr. De Guindos, en el sentido de  agradecer “el esfuerzo colectivo” de la sociedad que, según él, había permitido a España evitar la multa de la Comisión Europea por el incumplimiento del déficit. Frases idénticas hemos escuchado de labios del Sr. Rajoy en múltiples ocasiones.

En efecto, no es la primera vez, ni evidentemente será la última, en la que los responsables públicos utilicen las palabras, que son al fin y al cabo el material de que está hecha la actividad política misma de una manera, no ya diplomática o habilidosa, incluso un poco demagoga, sino directamente desvergonzada.

El Gobierno que nos gobierna, democráticamente desde luego, no utiliza su poder para invitarnos a “hacer esfuerzos” sino que nos impone sacrificios, o castigos, si se quiere decir.

La diferencia no es moco de pavo. Esfuerzo y castigo comparten, cierto es, una serie de elementos. En primer lugar, el sufrimiento.

Quien se esfuerza por algo, en cierta medida (que puede ser titánica) se impone a sí mismo un sacrificio, un sufrimiento.

Puede ser el esfuerzo de quien deja de fumar, por ejemplo y aguanta con estoicismo las avalanchas de ansiedad provocadas por el síndrome de abstinencia de la nicotina. No es agradable, es penoso, como el hambre que pasa quien sigue una dieta rigurosa.

El sufrimiento puede también consistir en algo activo. El deportista que entrena horas y somete a su cuerpo al dolor y al cansancio. O el tiempo que consume, encerrado en su casa, el estudiante opositor.

En definitiva, el esfuerzo duele. Hasta ahí, esfuerzo y castigo podrían ser fenómenos equiparables.

La diferencia, enorme, es que el esfuerzo parte de la propia voluntad. El que se esfuerza, sufre porque quiere. Tiene un objetivo, lo desea alcanzar y para ello está dispuesto al sacrificio necesario.

El castigo, por el contrario, es un sufrimiento que parte de un tercero que tiene el poder de imponértelo.

Puede ser de manera legítima. Como puede, sin duda, ejercer el Estado su poder punitivo, siempre y cuando lo haga respetando las reglas que el derecho y la razón le imponen.

En el castigo, los objetivos a alcanzar no son propios, ni voluntarios.

Si es caso, cabe esperar que del castigo merecido pueda el castigado obtener algún aprendizaje para el futuro. Puede, incluso, que el sufrimiento ajeno sea capaz de producir una prevención general de la conducta. Que sea, por así decir, “ejemplarizante”.

Admitámoslo, pero… ¿Puede sostenerse que esfuerzo y castigo son lo mismo?…

¡En absoluto!

Para que pueda decirse que una sociedad doliente está realizando un esfuerzo, lo primero de todo tendría que haber sido llevar al corazón de la misma el convencimiento y el deseo de asumir ese dolor para alcanzar unos objetivos colectivos deseables.

Hace falta mucha grandeza y mucha humildad para exponer a la ciudadanía la necesidad del sacrificio y la imperiosa valía de los objetivos. Y es imprescindible la honradez a la hora de gestionar el sufrimiento de una manera justa, algo que contrasta con la altiva desfachatez con la que se han impuesto a la sociedad española las medidas económicas y políticas con las que se dice pretender superar la crisis económica.

Si el dolor se reparte con justicia, la ciudadanía recuerda los motivos. Si el dolor se reparte con injusticia, la motivación desaparece, el “Yo” colectivo se diluye y aparece la desmoralización.

En tiempos de crisis, el líder corrupto o venal se hace odioso para sus víctimas sin alcanzar tampoco la admiración de sus beneficiarios. Su herencia será desprecio y resentimiento a partes iguales.

Desde luego, en otras coordenadas de tiempo y de lugar, también hubo responsables políticos que se vieron en el brete de tener que plantear a sus sociedades la perspectiva de inmensos sufrimientos.

El camino que eligieron no fue, desde luego, la displicente tecnocracia y la injusta distribución del dolor. Muy al contrario.

Recordemos que Alemania invade Polonia el 1 de Setiembre de 1939 desencadenando la reacción de los países aliados.

El día 3, el Gobierno de Gran Bretaña declara la guerra a Alemania pero, severamente deslegitimado por su meliflua política de apaciguamiento anterior, el  10 de Mayo de 1940 presenta su dimisión el Primer Ministro británico Neville Chamberlain.

Winston Churchill es elegido Primer Ministro y el 13 de Mayo se dirige a la Cámara de los Comunes en estos términos:

“… No tengo nada más que ofrecer que sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor.

Tenemos ante nosotros una prueba de la más penosa naturaleza. Tenemos ante nosotros muchos, muchos, largos meses de combate y sufrimiento.

Me preguntáis:

¿Cuál es nuestra política? Os lo diré: Hacer la guerra por mar, por tierra y por aire, con toda nuestra potencia y con toda la fuerza que Dios nos pueda dar; hacer la guerra contra una tiranía monstruosa…

Me preguntáis:

¿Cuál es nuestra aspiración? Puedo responder con una palabra:

Victoria, victoria a toda costa, victoria a pesar de todo el terror; victoria por largo y duro que pueda ser su camino; porque, sin victoria, no hay supervivencia”.

Ante esa llamada, ciudadanos ricos y  ciudadanos pobres; obreros y banqueros, del norte, del sur y de todo el Imperio Británico, entendieron el mensaje e hicieron suya esa voluntad que imponía tan enormes sacrificios: “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor” con los resultados de todos conocidos.

La diferencia con la despótica e injusta chulería con la que se han impuesto (y se impondrán) en España medidas económicas pretendidamente necesarias, pero realmente ideológicas, destinadas al desmantelamiento de los avances sociales de los últimos treinta años (los de la estúpidamente denostada Transición) en favor de poderes económicos privados, es abrumadora.

Resulta un sarcasmo que desde este Gobierno se “agradezcan los esfuerzos”.

No sé si semejante mensaje de barata adulación puede encontrar hueco en la cabeza vacía de algunos televidentes, pero es un insulto para todos los demás españoles.

Por lo menos, llamen a las cosas por su nombre.

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