Mi amigo Javier Puebla, el Capitán del Barco-Taller, como se le conoce por estas latitudes, me invita a que, en compañía de otros colegas, participe en un coloquio que se anuncia bajo el excesivo título de «¿Qué es literatura?». Según dice, aún hay quien cree que algo así se le puede explicar a un irregular grupito de señoronas enjoyadas, médicos ilustrados, estudiantes aventajados, colegialas de falda corta y carpeta abierta sobre las rodillas, catedráticos eméritos de anteojos de pasta y barba rala, entusiastas camaradas de una escuela de letras o lo que se tercie en cada ocasión, uno nunca sabe lo que se va a encontrar en este tipo de eventos.

En cuanto a mí, no es ya que dude de que un asunto así se pueda elucidar en tan dudosa compañía, sino que ni siquiera creo tener una respuesta clara a tan engañosa pregunta. Sin embargo, me gustaría contarles una pequeña historia:

«Hace unos días, al terminar de ducharme, cosa que no hago con la frecuencia que conviene a una persona de mi edad y posición, y cuando ya me estaba secando sobre la alfombrilla que hay al pie de la bañera, observé que había un gran signo de interrogación dibujado en el vaho que cubría el espejo que preside el cuarto de baño de mi casa.

»Mientras terminaba de secarme, contemplé, perplejo, cómo aquel símbolo desconcertante se iba desdibujando lentamente y se deshacía en tenues hilillos de agua que resbalaban en pequeñas gotas sobre el cristal. Entonces recordé la pregunta de mi querido amigo, el Capitán del Barco-Taller.

»Tal vez mi mujer había entrado sin que yo, envuelto en cortinas de vapor y poliuretano, me apercibiera de su presencia, pues suelo dejar la puerta del excusado entornada. No soy muy pudoroso. Detalles mínimos de la vida cotidiana que un crítico al uso no dudaría en calificar de realismo.

»Muebles de inodoro y azulejos, marcas y medidas, un ángulo de sombra sobre el rincón.

»Hiperrealismo, tal vez.

»O, quizás, el borroso interrogante solo fuera un episodio más en una sucesión de sórdidas disputas domésticas. Rostros a medio afeitar, el aliento acre del amanecer, la taza del váter manchada de vómitos, la triste escobilla en un rincón. Resacas de alcohol y drogas. Escenas de celos.

»Sucio realismo sucio.

»Pero tal vez no, quizás estaba solo en casa y aquel maldito símbolo no podía estar allí. Ahora que recuerdo… mi mujer había ido a hacer la compra al hipermercado… Mi pulso se aceleró… Hacía tanto frío… Podía escuchar una respiración entrecortada… un ronco jadeo… Un corazón delator palpitaba en las tinieblas… un escalofrío recorrió mi espalda y todo se volvió negro.

»Sentimientos primigenios: el miedo.

»Pero no, seguro que fue mi mujer, no había salido todavía a hacer la compra cuando me metí en la ducha. En realidad, hoy me tocaba hacer la compra a mí; pero ya saben lo que pasa. Tantos años de convivencia, más de quince. El aire se vuelve cada vez más espeso y las miradas se cargan de reproches. Hasta los más pequeños gestos están llenos de intención, al preparar un café, al cruzarse en el pasillo. Ya casi no hacen falta las palabras y hasta la más mínima frase está preñada de sobreentendidos. Un símbolo en el espejo, una duda más, otro trazo más que añadir a un intenso retrato psicológico.

»Pero… ¿Y si nada de esto fuera real? ¿Si solo lo soñé o lo imaginé? ¿Aún puedo asegurar que el símbolo estaba ahí, ahora que se ha borrado completamente?

(…)

»Podría seguir así casi hasta el infinito; pero no deseo aburrirles con más disquisiciones. Finalmente, el interrogante había desaparecido. El vaho se había esfumado ante mis ojos, y delante de mí solo se veía un espejo diáfano, inundado por la luz del sol. Ninguna duda.

»Mi rostro.

»Las toallas.

»Los cepillos de dientes.

»Terminé de vestirme y me fui a la Facultad».

Y bueno, no sabía qué demonios decir con respecto al tema que hoy nos ocupa. He estado pensando en ello, pero no he sacado nada en claro.

Por eso no me ha quedado más remedio que contarles esta mínima anécdota.

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