“La economía, estúpido” (the economy, stupid), fue una frase muy utilizada en la política estadounidense durante la campaña electoral de Clinton en 1992 contra Bush (padre). La estructura de la misma ha sido utilizada para destacar los más diversos aspectos que se consideran esenciales. La crisis poliédrica que estamos viviendo – económica, social, política, institucional y cultural -, ha producido que los basamentos ideológicos que daban legitimidad al sistema se diluyan. Y lo hacen con estruendo, porque los ciudadanos han quedado atrapados en la narrativa con la que se les había tratado de confundir para justificar la desregulación masiva y el desmantelamiento del Estado del bienestar. Hay una salida democrática de la crisis y otra que no lo es. Y se ha optado por la segunda encarnada en la economía de quiebra administrada. La asignación de recursos responde a los criterios establecidos por la rentabilidad de las finanzas y eso deja a las mayorías sociales al arbitrio de la incertidumbre de la pobreza, la exclusión social y el grave deterioro de sus derechos y libertades cívicas.

¿Cómo se ha llegado a una situación tan irracional e injusta? ¿De qué forma se ha impuesto una narrativa conservadora que resulta tan dual? ¿Por qué la mayoría de los ciudadanos van a desear vivir en una sociedad que los empobrece, que les impide sobrevivir con salarios de hambre, que les abandona en la ancianidad, que los margina, que ve a sus hijos malnutridos, que les niega subsidios en el drama del paro mientras el Estado inyecta miles de millones a los bancos?  ¿Qué impide crear una cultura según la cual el compromiso político por transformar las cosas, el compromiso por estar al lado de los que sufren, el compromiso por generar igualdad y de mejorar la calidad de vida para la mayoría, vuelva a ser estética, cultural y socialmente bien valorada?.

La crisis es, como para muchos otros asuntos, una buena excusa para desvertebrar las identidades culturales, para silenciar el sesgo crítico del individuo, para construir el conformismo de la opinión pública, para desmantelar los pilares identitarios buscando la uniformidad retardataria que tan mal se compadece con una democracia social. Para los conservadores el poder se sustenta en la capacidad para inducir culpabilidad y para ello necesita una sociología sin conciencia identitaria, que es lo que favorece la cultura. La culpa siempre de las victimas, nunca de los verdugos. Para la derecha, cultura delenda est porque sabe que, como dijo José Martí, “la madre del decoro, la savia de la libertad. El mantenimiento de la República y el remedio de sus males es, sobre todo lo demás, la propagación de la cultura.»

Zygmunt Bauman, en el congreso europeo de cultura de Wroclaw (Polonia), afirmó que hay que dejar de pensar en la cultura como una isla autónoma dentro del marco social. En estos momentos hay que situarla en el centro del discurso social y económico de la nueva sociedad. Para decir a continuación que cuando hablamos de innovación pensamos que sólo procede del campo de la tecnología, cuando en realidad es el campo de la tecnología el que bebe de las ideas y tendencias que surgen del campo de la cultura. Sólo la cultura transforma la sociedad y abre nuevos caminos para el progreso. En el mayo del 68 francés convergían las consignas estudiantiles de “cambiar la vida” con la historia de las reivindicaciones obreras. Jacques Rancière expresa que en el nacimiento de la emancipación proletaria lo esencial era cambiar la vida, la voluntad de construirse otra mirada, otro gusto, distintos de los que les fueron impuestos. De ahí que concedieran una gran importancia a la dimensión propiamente estética del lenguaje, a la escritura o la poesía.

Porque sólo desde la cultura se puede cambiar la lógica del pensamiento único que controla a ciudadanos y Estados. Ya advirtió Herbert Marcuse que la realidad social, a pesar de todos los cambios, la dominación del hombre por el hombre es todavía la continuidad histórica que vincula la razón pre-tecnológica con la tecnológica reemplazando gradualmente la dependencia personal, del esclavo con su dueño, el siervo con el señor de la hacienda, el señor con el donador de feudo… por la dependencia al “orden objetivo de las cosas”: las leyes económicas, los mercados, etc.

La lógica liberal es una máquina de producir desigualdades e injusticias. No se trata de privatizar empresas o servicios, sino también privatizar la información, el derecho, el espacio urbano, el agua, lo vivo. Fruto de todo ello es el deterioro del sector público y un desmantelamiento inquietante de la vida democrática. El retroceso del Estado social siempre tiene su contrapartida en el incremento del Estado penal y policial. El acto político implícito de la derecha se sustancia en la demolición asimétrica del Estado, donde el aparato público se desmantela en sus hechuras democráticas y sociales, al tiempo que se refuerzan las funciones represivas en el marco político y cultural. Ideológicamente se consolida un ámbito autoritario donde el establishment económico-financiero repudia cualquier pacto con las clases populares y medias que perjudique la libertad de explotación ad libitum. La ciudadanía es aherrojada psicológicamente por el imperativo de un proscenio inconcuso que se impone al imaginario colectivo a modo de fatalidad. Como recuerda Hans Magnus Enzensberger es la prohibición de pensar, no es un argumento, es un anuncio de capitulación.

La cultura es el instrumento idóneo para el cambio, para determinar lo que Laclau denomina la “plenitud ausente”, y que la peor de las censuras, como es la del dinero, impide emerger. Por tanto, sólo un cambio cultural puede reconducir la política hacia escenarios donde las ideas y los valores construyan una sociedad racional y volcada al bien común. Como advierte  Noam Chomsky, la democracia no puede crecer donde el poder político y el económico se concentran.

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