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Era digital y comunicación

Manuel I. Cabezas González
Manuel I. Cabezas González
Doctor en Didactología de las Lenguas y de las Culturas Profesor Titular de Lingüística y de Lingüística Aplicada Departamento de Filología Francesa y Románica (UAB)
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análisis

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Hace algún tiempo, analizaba la modalidad de lectura del “lector-mariposaon line y llegaba a la conclusión de que este tipo de lector era un efecto colateral nocivo y no deseado del progreso (?) y de la democratización de las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información (TIC).

Hoy, quiero referirme a otro artilugio de los tiempos modernos, el teléfono móvil, y al sucedáneo de comunicación propiciado por este gadget de las sociedades desarrolladas. Las cifras son elocuentes y contundentes. Desde la llegada de la telefonía móvil a España, en 1976, el número de móviles no ha hecho más que aumentar, hasta el punto de que hay más líneas de teléfono móvil que habitantes (112,7 líneas por cada 100 habitantes). Ahora bien, ¿la democratización de este nuevo progreso tecnológico contribuye a favorecer y mejorar la comunicación entre los bípedos parlantes o más bien es un obstáculo que los separa y que les priva de la palabra y del comercio lingüístico, dificultando o impidiendo la comunicación? Y en particular, ¿qué uso hacen de él esos grandes consumidores, los adolescentes y los jóvenes?

Tanto unos como otros utilizan masivamente el móvil. Se podría decir que viven pegados a él. Según un estudio del INTECO (Instituto Nacional de Tecnologías de la Información), el primer móvil (regalo envenenado, para muchos sociólogos y psicólogos) les llega entre los 10 y los 12 años. Además, el 93% de ellos dispone de uno, que renuevan periódicamente para dotarse de otro, más moderno y con más prestaciones. El 63% posee un “smartphone” (teléfono inteligente). Y entre ellos, el que no tiene móvil, que es la excepción que confirma la regla, y sobre todo de la última generación, no es nada ni nadie ni es visible para los de su tribu.

Ahora bien, este moderno “becerro de oro”, que cautiva a las masas jóvenes, no es inocuo y tiene también sus efectos colaterales e indeseables, tanto para la estabilidad emocional como para la comunicación. En efecto, el uso/abuso del móvil está en el origen de una de las nuevas patologías del siglo XXI: la “nomofobia”, acrónimo de “no mobile phone phobia”. Esta nueva adicción podría definirse como el miedo a estar sin teléfono móvil. Y con este término se designa la dependencia total o esclavitud de los usuarios a este nuevo artilugio. Un 66% de la población británica sufre ya esta patología. En España, es el caso del 8% de los universitarios. Y la nomofobia amenaza con convertirse, muy rápidamente, en pandemia, si no lo es ya.

Por otro lado, basta con observar el uso o, más bien, el abuso que se hace del móvil, para darse cuenta de que la esencia de la comunicación natural y prístina (la del “face to face” o “tête-à-tête”) se resiente, se resquebraja, se empobrece o simplemente es anulada. En la comunicación “tête-à-tête”, los interlocutores utilizan varios sistemas semiológicos o sistemas de signos: además de una lengua natural, emplean el lenguaje no verbal (la “kinésie” y la “proxémie”). Éste, el no-verbal, permite vehicular no sólo la misma información que una lengua natural sino mucha más, mediante otros códigos diferentes, que son complementarios y redundantes entre sí.

Ahora bien, si observamos el comportamiento de los jóvenes y adolescentes, podemos constatar que el móvil desplaza, sustituye o anula la comunicación pluricodificada del “tête-à-tête”, en aras de la lengua escrita compulsiva y lacónica de los mensajes de texto (los tweets, los whatsApps, los correos electrónicos, etc.), olvidándose de aquello que escribió José Saramago para glosar la ausencia de alma o de emoción del lenguaje virtual: “Jamás una lágrima emborronará un correo electrónico”. Basta con dar algunos ejemplos para ilustrar lo aseverado y levantar acta del triunfo de la comunicación virtual sobre la real.

En los últimos años, en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB), he podido constatar cómo el teléfono móvil se ha convertido en un complemento obligado de la juventud universitaria española (y también de la no universitaria, como  puede verificarse en cualquier espacio público). Esto no es ni malo ni bueno, simplemente es una constatación. Ahora bien, es el uso que los jóvenes universitarios hacen del mismo lo que me ha  puesto la mosca detrás de la oreja. He aquí algunas situaciones, sacadas de la vida real.

Situación 1: en la cafetería de la Facultad de Letras de la UAB, es habitual y lógico que varios amigos o compañeros de clase compartan espacio y se sienten alrededor de una mesa para tomar algún refrigerio. Ahora bien, en vez de aprovechar el encuentro y la situación para confraternizar con los presentes, es cada vez más habitual que cada uno de ellos, aislado de los otros, se ponga a manipular su móvil para “comunicar” (?) con los ausentes y así aislarse de los presentes. Desde luego, según Ángel A. Herrera, “no deja de ser una falta de educación pasarse el rato hablando con quienes no están sentados a la mesa de comensales”. Da la impresión, como precisa Manuel Vicent,  que “tanto ellos como ellas saben que sin móvil no son nada, ni tienen nada que decir”.

Situación 2: al final de la jornada universitaria, muchos estudiantes utilizan el transporte público para volver a sus casas. Cada día, los veo esperando pacientemente en las paradas de autobús de la UAB. Pero, en vez de aprovechar este momento de espera para que el azar haga su trabajo y así diversificar y aumentar el número de conocidos y amigos y, a lo mejor, encontrar la media naranja, están aislados, ensimismados con esa prolongación de sus cuerpos: el móvil. Unos y otros, de nuevo, están comunicando (?) con ausentes y olvidándose de los presentes. Al observar este comportamiento, me ha venido a las mientes el consejo que da Sherry Turkle: “Apaguen los teléfonos móviles y empiecen a vivir”.

Situación 3: en los pasillos, en la cafetería, en las paradas de autobús,… de la UAB, es muy frecuente observar cómo, en unos segundos, un estudiante desenfunda y enfunda reiteradamente, —como Billy the Kid, el revólver— su smartphone, para garabatear compulsivamente con sus dedos pulgares una ristra de mensajes rápidos, entre pausas muy cortas. Esta tercera constatación parece dar la razón a Manuel Vicent, para quien “hoy los móviles se diseñan para poder expresar una idiotez cada día un segundo más rápido”.

Situación 4: hace unas semanas, en el parque de la Riera de Cerdanyola del Vallès, dando i paseo cotidiano, pude presenciar una escena, en parte, extraña. Una joven pareja de adolescentes se dedicaban al cortejo amoroso y, habiendo adoptado la posición del misionero, habían procedido a simular un ayuntamiento carnal. Ahora bien, mientras el “macho man” empleaba sus manos para acariciar las carnes prietas de la girl, ésta manipulaba con las suyas un teléfono móvil. De nuevo, para la girl, lo virtual o el ausente era más importante, más placentero, más excitante que lo real y presente. Así, el móvil, en vez de jugar el papel de “trait d’unión” o de conjunción “copulativa”, se convierte en cortafuegos o manguera de bombero o instrumento de separación y de inhibición del deseo sexual.

El móvil es un gran adelanto técnico, que presta importantes servicios a los usuarios. Esto nadie lo discute. Además, es una perogrullada afirmar que  nada es bueno o malo “per se”; eso depende del uso que hacemos del objeto o del producto que tenemos a nuestro alcance. Por lo que respecta al móvil, los datos y situaciones, presentados ut supra,  denotan que el uso dado al mismo está en el origen de dos graves patologías: una, emocional, la nomofobia; la otra, lingüística, sustitución de la comunicación natural (“tête-à-tête”) por la virtual. Y estas patologías parecen ser la manifestación de un malestar más profundo en los usuarios del móvil, al que algunos psicólogos han empezado a dar nombres: baja autoestima, problemas de aceptación del propio grupo y déficits en habilidades sociales y en resolución de conflictos. Por eso, como aconseja Sherry Turkle, apaguemos los móviles y empecemos a vivir.

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