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“Enseñándole a volar… Voló… y se fué”

María I. Clemente Martori
María I. Clemente Martorihttp://www.mariamartori.com
Licenciada en Psicología Clínica (Blanquerna. Ramón Llull - UOC). *Postgrado en Neurorehabilitación (U.B - Institut Guttmann) *Master en Sexología ( Universidad Camilo José Cela) *Otros estudios : Ingeniera Informática (Universidad Autónoma de Barcelona). Actualmente combino mi faceta profesional de atención psicoterapéutica y sexológica en consulta, con la de Gerente de la Asociación Tandem Team Barcelona (dedicada a la atención de las personas con Discapacidad), y cuya misión es la defensa de la diferencia y la diversidad en cualquiera de los dominios de la expresión humana. De orientación ecléctica me especialicé en la atención a la discapacidad, transitando hacia la mirada individual y social de la sexualidad de este colectivo, situándome finalmente y hasta el día de hoy, en un espacio que reviste grandes vacíos, como es el reconocimiento y el derecho de la sexo-afectividad de las personas con diversidad funcional Aficiones: natación y la practica de técnicas de meditación que me ayuden a expandir la conciencia del SER.
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análisis

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Desde el mismo día en que nacen nuestros hijos, los padres debemos afrontar uno de los retos más difíciles de nuestras vidas: transitar por la senda que va desde el sentir un ser humano formando parte de tu mismo cuerpo, hasta el día en que este mismo niño y dejando atrás su infancia, coge maletas y se va de casa, iniciando así su propio camino.

Se trata de ser testimonio activo de esa conversión vital, que todo padre desea y espera.
Sin embargo cuando llega ese momento y muy a pesar de sentir el orgullo de la tarea bien hecha, hay un sentimiento de pérdida ligado a un tiempo sin retorno, que nos ancla al pasado y nos atraganta el futuro.

Es tan bello y duro a la vez el desapego y la sección del cordón umbilical.

Ayer por la noche tras una cena improvisada, mis dos hijos cayeron rendidos y dormidos en el sofá. Una tarde de “Jumping”, un paseo en bicicleta y aguantar una tertulia aburrida e incomprensible entre adultos preocupados por los tiempos que vivimos, fueron demasiados estímulos para unos “cuerpecitos” de tan corta edad.

Apenas vi que se dormían, me apresuré a recoger la mesa. Agité suavemente el hombro del mayor, que en breve cumplirá 10 años y le susurré: “No te duermas anda… Levántate y vámonos para la camita”.

Aunque ya es un toro de 36 kg y casi abulta más que su madre, alzó los brazos y con una carita todavía de niño remolón, me suplicó que por favor lo llevara en brazos…
Recuerdo ese instante, por que algo fuerte me agitó el alma por dentro. De pronto tomé consciencia de una nueva realidad.

Hasta hace bien poco, menos de un año, todavía sacaba fuerzas para auparlo y llevarlo pegado a mi pecho hasta las escaleras de su litera. Pero de un tiempo para acá, la fuerza de la gravedad, su tamaño y el peso que no engaña, me hacen imposible tal odisea.
Sintiéndolo más yo que él, lo abracé, bromeé haciendo el ademán de alzarlo en brazos y sin dar demasiado crédito a mi intento fallido, me miró y me dijo: “No mamá… que te vas a partir la espalda… Ya puedo ir yo solo”. Y así medio atolondrado y arrastrando los pies por el suelo, marchó balanceándose hasta llegar a su habitación.

Esa punzada que atizó mi pecho, se debe a ese duelo del que intento hablar.

Por unos instantes me acordé que hace muy poco, lo que dura un breve suspiro, me hallaba en el H&M eligiendo los trapitos de su primera puesta, para ataviarlo en ella en el mismo momento en que naciera. Recuerdo exactamente sus diseños. Un pijama a rayas, blanco y marrón, con un gorrito delicioso a juego. Y otro azul celeste, con unos dibujitos de monos y gorilas entornados en una gama de tonos oscuros.

Recuerdo que me pasé muchas horas mirándolos, intentando elegir cual de los dos sería su primer atuendo. Deseaba tanto ver su carita y su cuerpo dentro de ellos.

Y así, como si se tratara de una decisión de vida o muerte, intentaba imaginar cual de los dos sería el más adecuado.

Aunque parezca algo de absoluta intrascendencia, creo que todas las madres que hemos pasado por ese mismo trance, entenderéis ese sentimiento de impaciencia y de ilusión que nos lleva a querer planificarlo todo hasta el último detalle.

¿Como puede ser entonces, que haga solo cuatro días, me estuviera paseando a las 3 de la madrugada por el pasillo de mi casa, meciendo un bebé panza abajo colocado sobre la parte anterior de mi antebrazo, intentando calmar con mi balanceo sus insoportables cólicos nocturnos? ¿Y en un abrir y cerrar de ojos, mi hijo me está advirtiendo que no lo agarre en brazos sino quiero partirme en dos?

¿Que ha cambiado en tan poco tiempo, para que todo sea tan distinto?
¿De verdad la vida pasa tan rápido?
Y si esas son las reglas del juego… Que miedo me da volver a pestañear, para encontrarme de frente a un adolescente de 18 años, rondado por aquellos mismos pasillos de mi casa, mientras me agarra en brazos, me alza del suelo y se burla de mi diminuto tamaño, mientras se ríe de mis lágrimas

“bobas” cada vez que lo veo salir por la puerta para alternar con su pandilla de amigos.
¿Estamos los padres realmente preparados, para afrontar este proceso de desapego? ¿Sabremos, llegado el momento, abrir esa puerta e invitarles a volar?.
Me temo que en la mayoría de casos, no es así. No lo estamos. Y vivimos engañados en la falacia de creernos dueños de sus vidas y carceleros de sus libertades. Sin percatarnos que desde que nacemos son y somos libres y que en el mismo proceso de educación, no solo deben crecer ellos, sino también nosotros. No hacerlo nos condenaría a una situación de dependencia patológica, o a una depresión continuada por un duelo mal llevado.

Aunque todavía los siento muy míos. Aunque son dos niños en edades escolares. Aunque me siguen pidiendo bocadillos de “nocilla”, que les lea un cuento cada noche, o que les deje dormir en mi cama para notar el contacto de mi piel…
Aunque creo que todavía falta una eternidad para que llegue ese momento del nido vacío, hay pequeñas señales que ya me van advirtiendo de lo rápido que pasa la vida y de la urgencia de saborear cada uno de los infinitos instantes que se nos brinda al lado de lo más importante para unos padres: sus hijos.

A vosotros os digo…
Para cuando ya estéis viviendo vuestras propias vidas. Para cuando todo ya sea distinto. Para cuando ya no me supliquéis por el “colacao” de cada noche o no os peleéis para ver quien es el primero en ducharse. Para cuando veáis a vuestra madre chocha y vieja, llorando mientras repasa los álbumes de vuestra infancia…

Para cuando llegue ese momento, os dejo escritas estas palabras. Para que aprendáis a entenderla y podáis asimilar lo difícil que resulta renunciar y despedirse del lazo tan estrecho que un día me unió a vosotros.
Tan estrecho como lo que fueran dos cuerpos en uno. Y tan amoroso como dos almas en absoluta fusión.

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